sábado, 31 de agosto de 2013

Evangelio - Domingo XXII Semana del Tiempo Ordinario

Lectura del santo Evangelio según San Lucas 14, 1.7-14
Gloria a ti, Señor.
Un sábado, Jesús fue a comer en cada de uno de los jefes de los fariseos, y éstos estaban espiándolo. Mirando cómo los convidados escogían los primeros lugares, les dijo esta parábola:
"Cuando te inviten a un banquete de bodas, no te sientes en el lugar principal, no sea que haya algún otro invitado más importante que tú, y el que los invitó a los dos venga a decirte: "Déjale el lugar a este", y tengas que ir a ocupar, lleno de vergüenza, el último asiento. Por el contrario, cuando te inviten, ocupa el último lugar, para que, cuando venga el que te invitó, te diga: "Amigo, acércate a la cabecera". Entonces te veras honrado de presencia de todos los convidados. Porque el que se engrandece a sí mismo, será humillado; y el que se humilla, será engrandecido". Luego dijo al que lo había invitado:
"Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque puede ser que ellos te inviten a su vez, y con eso quedarías recompensado. Al contrario, cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los cojos y a los ciegos; y así seras dichoso, porque ellos no tienen con qué pagarte; pero ya se te pagará, cuando resuciten los justos".
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.

† Meditación diaria
Vigésimo segundo Domingo
ciclo C
LOS PRIMEROS PUESTOS

— Luchar contra el deseo desordenado de alabanza y de honores.
Las lecturas de la Misa de hoy nos hablan de una virtud que constituye el fundamento de todas las demás, la humildad; es tan necesaria que Jesús aprovecha cualquier circunstancia para ponerlo de relieve. En esta ocasión, el Señor es invitado a un banquete en casa de uno de los principales fariseos. Jesús se da cuenta de que los comensales iban eligiendo los primeros puestos, los de mayor honor. Quizá cuando ya están sentados y se puede conversar, el Señor expone una parábola1 que termina con estas palabras: cuando seas invitado, ve a sentarte en el último lugar, para que cuando llegue el que te invitó te diga: amigo, sube más arriba. Entonces quedarás muy honrado ante todos los comensales. Porque todo el que se ensalza será humillado; y el que se humilla será ensalzado.
Nos recuerda esta parábola la necesidad de estar en nuestro sitio, de evitar que la ambición nos ciegue y nos lleve a convertir la vida en una loca carrera por puestos cada vez más altos, para los que no serviríamos en muchos casos, y que quizá, más tarde, habrían de humillarnos. La ambición, una de las formas de soberbia, es frecuente causa de malestar íntimo en quien la padece. “¿Por qué ambicionas los primeros puestos?, ¿para estar por encima de los demás?”, nos pregunta San Juan Crisóstomo2, porque en todo hombre existe el deseo –que puede ser bueno y legítimo– de honores y de gloria. La ambición aparece en el momento en el que se hace desordenado este deseo de honor, de autoridad, de una condición superior o que se considera como tal...
La verdadera humildad no se opone al legítimo deseo de progreso personal en la vida social, de gozar del necesario prestigio profesional, de recibir el honor y la honra que a cada persona le son debidos. Todo esto es compatible con una honda humildad; pero quien es humilde no gusta de exhibirse. En el puesto que ocupa sabe que no está para lucir y ser considerado, sino para cumplir una misión cara a Dios y en servicio de los demás.
Nada tiene que ver esta virtud con la timidez, la pusilanimidad o la mediocridad. La humildad nos lleva a tener plena conciencia de los talentos que el Señor nos ha dado para hacerlos rendir con corazón recto; nos impide el desorden de jactarnos de ellos y de presumir de nosotros mismos; nos lleva a la sabia moderación y a dirigir hacia Dios los deseos de gloria que se esconden en todo corazón humano: Non nobis, Domine, non nobis. Sed nomini tuo da gloriam3: No para nosotros, sino para Ti, Señor, sea toda la gloria. La humildad hace que tengamos vivo en el alma que los talentos y virtudes, tanto naturales como en el orden de la gracia, pertenecen a Dios, porque de su plenitud hemos recibido todos4. Todo lo bueno es de Dios; de nosotros es propio la deficiencia y el pecado. Por eso, “la viva consideración de las gracias recibidas nos hace humildes, porque el conocimiento engendra el reconocimiento”5. Penetrar con la ayuda de la gracia en lo que somos y en la grandeza de la bondad divina nos lleva a colocarnos en nuestro sitio; en primer lugar ante nosotros mismos: “¿acaso los mulos dejan de ser torpes y hediondas bestias porque estén cargados de olores y muebles preciosos del príncipe?”6. Esta es la verdadera realidad de nuestra vida: ut iumentum factus sum apud te, Domine7, dice la Sagrada Escritura: somos como el borrico, como un jumento, que su amo, cuando Él quiere, lo carga de tesoros de muchísimo valor.

— Medios para vivir la humildad.
Para crecer en la virtud de la humildad es necesario que, junto al reconocimiento de nuestra nada, sepamos mirar y admirar los dones que el Señor nos regala, los talentos de los que espera el fruto. “A pesar de nuestras propias miserias personales somos portadores de esencias divinas de un valor inestimable: somos instrumentos de Dios. Y como queremos ser buenos instrumentos, cuanto más pequeños y miserables nos sintamos, con verdadera humildad, todo lo que nos falte lo pondrá Nuestro Señor”8. Iremos por el mundo con esa altísima dignidad de ser “instrumentos de Dios” para que Él actúe en el mundo. Humildad es reconocer nuestra poca cosa, nuestra nada, y a la vez sabernos “portadores de esencias divinas de un valor inestimable”. Esta visión, la más real de todas, nos lleva al agradecimiento continuo, a las mayores audacias espirituales porque nos apoyamos en el Señor, a mirar a los demás con todo respeto y a no mendigar pobres alabanzas y admiraciones humanas que tan poco valen y tan poco duran. La humildad nos aleja del complejo de inferioridad –que con frecuencia está producido por la soberbia herida–, nos hace alegres y serviciales con los demás y ambiciosos de amor de Dios: “Todo lo que nos falte lo pondrá Nuestro Señor”.
Para aprender a caminar en este sendero de la humildad hemos de saber aceptar las humillaciones externas que seguramente encontraremos en el transcurso de nuestras jornadas, pidiendo al Señor que nos unan a Él y que nos enseñe a considerarlas como un don divino para reparar, purificarse y llenarse de más amor al Señor, sin que nos dejen abatidos, acudiendo al Sagrario si alguna vez nos duelen un poco más.
Medio seguro para crecer en esta virtud es la sinceridad plena con nosotros mismos, llegando a esa intimidad que solo es posible en el examen de conciencia hecho en presencia de Dios; sinceridad con el Señor, que nos llevará a pedir perdón muchas veces, porque son muchas nuestras flaquezas; sinceridad con quien lleva nuestra dirección espiritual.
Aprender a rectificar es también camino seguro de humildad. “Solo los tontos son testarudos: los muy tontos, muy testarudos”9; porque los asuntos de aquí abajo no tienen una única solución; “también los otros pueden tener razón: ven la misma cuestión que tú, pero desde distinto punto de vista, con otra luz, con otra sombra, con otro contorno”10, y esta confrontación de pareceres es siempre enriquecedora. El soberbio que nunca “da su brazo a torcer”, que se cree siempre poseedor de la verdad en cosas de por sí opinables, nunca participará de un diálogo abierto y enriquecedor. Además, rectificar cuando nos hemos equivocado no es solo cuestión de humildad, sino de elemental honradez.
Cada día encontramos muchas ocasiones para ejercitar esta virtud: siendo dóciles en la dirección espiritual; acogiendo las indicaciones y correcciones que nos hacen; luchando contra la vanidad, siempre despierta; reprimiendo la tendencia a decir siempre la última palabra; procurando no ser el centro de atención de lo que nos rodea; aceptando errores y equivocaciones en asuntos en los que quizá nos parecía estar completamente seguros; esforzándonos en ver siempre a nuestro prójimo con una visión optimista y positiva; no considerándonos imprescindibles...

— Los bienes de la humildad.
Existe una falsa humildad que nos mueve a decir “que no somos nada, que somos la miseria misma y la basura del mundo; pero sentiríamos mucho que nos tomasen la palabra y que la divulgasen. Y al contrario, fingimos escondernos y huir para que nos busquen y pregunten por nosotros; damos a entender que preferimos ser los postreros y situarnos a los pies de la mesa, para que nos den la cabecera. La verdadera humildad procura no dar aparentes muestras de serlo, ni gasta muchas palabras en proclamarlo”11. Y aconseja el mismo San Francisco de Sales: “no abajemos nunca los ojos, sino humillemos nuestros corazones; no demos a entender que queremos ser los postreros, si deseamos ser los primeros”12. La verdadera humildad está llena de sencillez, y sale de lo más profundo del corazón, porque es ante todo una actitud ante Dios.
De la humildad se derivan incontables bienes. El primero de ellos, el poder ser fieles al Señor, pues la soberbia es el mayor obstáculo que se interpone entre Dios y nosotros. La humildad atrae sobre sí el amor de Dios y el aprecio de los demás, mientras la soberbia lo rechaza, Por eso nos aconseja la Primera lectura de la Misa13: en tus asuntos procede con humildad y te querrán más que al hombre generoso. Y se nos recomienda, en el mismo lugar: hazte pequeño en las grandezas humanas, y alcanzarás el favor de Dios, porque es grande la misericordia de Dios, y revela sus secretos a los humildes. El hombre humilde penetra con más facilidad en la voluntad divina y conoce lo que Dios le va pidiendo en cada circunstancia. Por esto, el humilde se encuentra centrado, sabe estar en su lugar y es siempre una ayuda; incluso conoce mejor los asuntos humanos por su natural sencillez. El soberbio, por el contrario, cierra las puertas a lo que Dios le pide, en lo que encontraría su felicidad, pues solo ve su propio deseo, sus gustos, sus ambiciones, la realización de sus caprichos; aun en lo humano se equivoca muchas veces, pues lo ve todo con la deformación de su mirada enferma.
La humildad da consistencia a todas las virtudes. De modo especial, el humilde respeta a los demás, sus opiniones y sus cosas; posee una particular fortaleza, pues se apoya constantemente en la bondad y en la omnipotencia de Dios: cuando me siento débil, entonces soy fuerte14, proclamaba San Pablo. Nuestra Madre Santa María, en la que hizo el Señor cosas grandes porque vio su humildad, nos enseñará a ocupar el puesto que nos corresponde ante Dios y ante los demás. Ella nos ayudará a progresar en esta virtud y a amarla como un don precioso.
1 Lc 14, 1; 7-II. — 2 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, 65, 4. — 3 Sal 113, 1. — 4 Jn 1, 16. — 5 San Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, III, 4. — 6 Ibídem. — 7 Sal 72, 23. — 8 San Josemaría Escrivá, Carta 24-III-1931. — 9 ídem, Surco, n. 274. — 10 Ibídem, n. 275. — 11 San Francisco de Sales, o. c., p. 159. — 12 Ibídem. — 13 Eclo 3, 19-21; 30-31. — 14 2 Cor 12, 10.
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Otro comentario: Rev. D. Enric PRAT i Jordana (Sort, Lleida, España)
Los invitados elegían los primeros puestos
Hoy, Jesús nos da una lección magistral: no busquéis el primer lugar: «Cuando seas convidado por alguien a una boda, no te pongas en el primer puesto» (Lc 14,8). Jesucristo sabe que nos gusta ponernos en el primer lugar: en los actos públicos, en las tertulias, en casa, en la mesa... Él conoce nuestra tendencia a sobrevalorarnos por vanidad, o todavía peor, por orgullo mal disimulado. ¡Estemos prevenidos con los honores!, ya que «el corazón queda encadenado allí donde encuentra posibilidad de fruición» (San León Magno).

¿Quién nos ha dicho, en efecto, que no hay colegas con más méritos o con más categoría personal? No se trata, pues, del hecho esporádico, sino de la actitud asumida de tenernos por más listos, los más importantes, los más cargados de méritos, los que tenemos más razón; pretensión que supone una visión estrecha sobre nosotros mismos y sobre lo que nos rodea. De hecho, Jesús nos invita a la práctica de la humildad perfecta, que consiste en no juzgarnos ni juzgar a los demás, y a tomar conciencia de nuestra insignificancia individual en el concierto global del cosmos y de la vida.

Entonces, el Señor, nos propone que, por precaución, elijamos el último sitio, porque, si bien desconocemos la realidad íntima de los otros, sabemos muy bien que nosotros somos irrelevantes en el gran espectáculo del universo. Por tanto, situarnos en el último lugar es ir a lo seguro. No fuera caso que el Señor, que nos conoce a todos desde nuestras intimidades, nos tuviese que decir: «‘Deja el sitio a éste’, y entonces vayas a ocupar avergonzado el último puesto» (Lc 14,9).

En la misma línea de pensamiento, el Maestro nos invita a ponernos con toda humildad al lado de los preferidos de Dios: pobres, inválidos, cojos y ciegos, y a igualarnos con ellos hasta encontrarnos en medio de quienes Dios ama con especial ternura, y a superar toda repugnancia y vergüenza por compartir mesa y amistad con ellos.
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Frases del Santo Padre Pío de Pietrelcina


                                           
          "Humíllate mucho pero sin perder el ánimo." (Santo Padre Pio de Pietrelcina)

La "diversión" de renunciarse - Reflexiones

La “diversión” de renunciarse

30. agosto 2013 | Por  | Categoria: Reflexiones
Un joven universitario, muy brillante en sus estudios, practicó Ejercicios Espirituales y bromeaba después con sus compañeros, que formaban un grupo de apostolado muy activo: 
- ¿A que no sabéis la diversión más entretenida que tengo ante mis ojos? 
- Bueno, tú lo dirás. 
- Pues, la de los filósofos estoicos. Aquellos hombres fríos del Imperio Romano que no se inmutaban por nada. Lo mismo les daba comer que morirse de hambre; gozar de buena salud que retorcerse de dolor en la cama porque no se podían levantar. Sin una queja. Impávidos. ¡Qué tipos aquellos!….
- ¿Y esto es lo que te divierte a ti? ¿Qué has perdido algún tornillo de la cabeza?…
Los compañeros no comprendían a dónde iba el excelente muchacho. Hasta que hubo de ser claro, porque era el líder del grupo y trataba de mantener a todos en la fidelidad a Jesucristo. Por eso, explicó sin presunción, pero con claridad. 
- El problema de la sociedad moderna, de los jóvenes sobre todo, es el aspirar a una vida fácil. Sin complicaciones. Sin sacrificio alguno. Sin sueños de heroísmo. Igual que ocurría en el Imperio Romano. Pero hubo filósofos que comprendieron el problema y se propusieron la austeridad como ideal, el sacrificio como norma de vida, la dureza castrense por la blandura de las termas…
Uno del grupo, le interrumpe: 
- ¿Y tú crees que podemos cambiar la mentalidad actual, para acomodarla a esa filosofía? 
- No, yo sé que eso no se consigue con simples filosofías. Pero sí que se consigue poniendo delante la figura de Jesucristo, que nos desafía a todos: “El que quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, que se agarre valiente con la cruz, y que me siga”. Es esa misma filosofía pagana, pero hecha cristiana. No es el capricho de renunciarse por renunciarse, ni tan siquiera por valorarse a sí mismo; sino el coraje de decirle a Jesucristo: “Te sigo hasta dondequiera que tú vayas”. ¿Acordes conmigo?…
En el grupo se hizo silencio. Pero nadie se atrevió a contradecirle, pues al fin y al cabo todos eran chicos buenos. El amigo concluyó: 
- Mi “diversión” no es el capricho de negarme todos los caprichos. Mi “diversión” es decirle a Jesucristo, siempre que sea necesario: “¡Cristo mío, esto por ti!”…
Un diálogo como éste, desde luego, sólo se puede dar en grupos selectos. En esos grupos que todavía se dan en la Iglesia. Porque no todo son cobardías en el mundo, sino que hay también mucha generosidad.
La renuncia cristiana nace del Evangelio, porque fue el mismo Jesús quien la proclamó al decirnos a todos: ¡Niégate a ti mismo! ¡Renúnciate! ¡Sígueme!… 
Sin esta abnegación y renuncia, no se puede hacer nunca nada en la vida cristiana. 
Aunque, para ser sinceros, hemos de decir que esas palabras “abnegación”, “negación”, “renuncia”, nos gustan muy poco, nos dan miedo, las dejamos hasta de pronunciar, y procuramos soslayar el bulto cuando se nos habla de ellas. ¿No nos equivocamos cuando pensamos y actuamos así?… 
Si cambiamos esas palabras por esta otra: “generosidad”, ¿a que perdemos todo el miedo? ¿A que nos sentimos estimulados? ¿A que nos vienen ganas de ser también nosotros unos valientes? ¿Y esto?… ¿Cómo nos hace cambiar tan de repente?… 
Pues, muy sencillo. Porque en vez de un aspecto negativo, le hemos dado a la cosa un aspecto totalmente positivo. A ser generosos no se niega nadie, por sacrificios que exija una disposición tan exigente.
¿Qué nos parece esa mujer que se hizo célebre cuando ocurrió el caso? 
Se declara un incendio en la casa, no se pueden abrir las puertas, y sólo queda el balcón para afuera. La joven esposa y madre, de veintiséis años, agarra a la hijita, la saca afuera con sus brazos, mientras las llamas la alcanzan a ella por la espalda. La mamá empieza a quemarse, pero la niña se mantiene a salvo. Llega el cuerpo de bomberos, salvan a la niña incólume, mientras que a la madre la salvan de la muerte a duras penas. Todo fue cuestión de abnegación, de generosidad, en una madre (Mrs. O´Neill, inglesa)
¿A que un caso como éste no da miedo a nadie, y, en vez de acobardar, crea una legión de valientes? Total, porque ha sido cuestión de generosidad… Y la generosidad nos engrandece a todos. 
Digamos, por lo mismo, que hoy en la sociedad se debería estimular más la generosidad.
A muchos no les diría nada el “estoicismo” de los filósofos antiguos. Pero podríamos llamarlo “entrenamiento” para la vida, ya que tanto nos gusta el deporte. Entonces la generosidad, ¡la abnegación!, sería aceptada por todos.
En cristiano, la palabra “generosidad” tiene un significado más profundo y es mucho más estimulante. Porque es ponerse de acuerdo con Jesucristo en tantas cosas de cada día:
Señor Jesús, ¿no te gusta esto? Pues, a mí tampoco me gusta. 
Señor Jesús, ¿Tú no quieres esto? Pues, tampoco lo quiero yo. 
Señor Jesús, ¿esto es lo que me pides? Pues, esto es lo que yo te quiero dar.
Total, que la palabra “abnegación” —que era para nosotros como el “coco” para los niños— ha perdido todo su miedo. Más, cambiada por “generosidad”, se ha convertido en un estímulo de primer orden. Y, tratándose de hablar, comentar, discutir, dialogar y decidir con Jesucristo, a lo mejor resulta para nosotros, como para aquel chico excelente, hasta una “diversión” entretenida. Entretenida precisamente, no; pero, ¿a que no encontramos otra diversión de más provecho y que más nos engrandezca?…

Evangelio - Sábado XXI Semana del Tiempo Ordinario

† Lectura del santo Evangelio según san Mateo 25, 14-30
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos esta parábola:
"El Reino de los cielos se parece también a un hombre que iba a salir de viaje a tierras lejanas; llamó a sus servidores de confianza y les encargó sus bienes.
A uno le dio cinco monedas; a otro, dos; y a un tercero, una, según la capacidad de cada uno y luego se fue. 
El que recibió cinco monedas fue enseguida a negociar con ellas y ganó otras cinco.
El que recibió dos hizo lo mismo y ganó otras dos. En cambio, el que recibió una moneda hizo un hoyo en la tierra y allí escondió el dinero de su señor.
Después de mucho tiempo regresó aquel hombre y llamó a cuentas a sus servidores.
Se acercó el que había recibido cinco monedas y le presentó otros cinco, diciendo:
"Señor, cinco monedas me dejaste; aquí tienes otras cinco, que con ellas he ganado". 
Su señor le dijo: 
"Te felicito, siervo bueno y fiel. Puesto que has sido fiel en cosas de poco valor, te confiaré cosas de mucho valor. Entra a tomar parte en la alegría de tu Señor".
Se acercó luego el que había recibido dos monedas y le dijo:
"Señor, dos monedas me dejaste; aquí tienes otras dos, que con ellas he ganado".
Su señor le dijo: 
"Te felicito, siervo bueno y fiel. Puesto que has sido fiel en cosas de poco valor, te confiaré cosas de mucho valor. Entra a tomar parte en la alegría de tu Señor".
Finalmente, se acercó el que había recibido una moneda y le dijo: 
"Señor, yo sabía que eres un hombre duro, que quieres cosechar lo que no has plantado y recoger lo que no has sembrado.
Por esto tuve miedo y fui a esconder tu moneda bajo tierra.
Aquí tienes lo tuyo".
El señor le respondió:
"Siervo malo y perezoso.Sabías que cosecho lo que no he plantado y recojo lo que no he sembrado. ¿Por qué, entonces, no pusiste mi dinero en el banco para que, a mi regreso,lo recibiera yo con intereses? Quítenle la moneda y dénsela al que tiene diez. Pues al que tiene se le dará y le sobrará; pero al que tiene poco, se le quitará aun eso poco que tiene. Y a este hombre inútil, échenlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y la desesperación"".
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.

† Meditación diaria
21ª semana. Sábado
LOS PECADOS DE OMISIÓN
 La parábola de los talentos. Hemos recibido muchos bienes y dones del Señor. Somos administradores y no dueños.
Después de hacer el Señor una llamada a la vigilancia, nos propone en el Evangelio de la Misa1 una parábola que es un nuevo requerimiento a la responsabilidad ante los dones y gracias recibidas. Un hombre rico –nos dice– se marchó de su tierra y, antes de partir, dejó a sus siervos todos sus bienes para que los administraran y les sacaran rendimiento. A uno le dio cinco talentos, a otro dos y a otro uno,a cada cual según su capacidad. El talento era una unidad contable que equivalía a unos cincuenta kilos de plata, y se empleaba para medir grandes cantidades de dinero2. En tiempos del Señor, el talento era equivalente a unos seis mil denarios; un denario aparece en el Evangelio como el jornal de un trabajador del campo. Aun el siervo que recibió menos bienes (un talento) obtuvo del Señor una cantidad de dinero muy grande. Una primera enseñanza de esta parábola: hemos recibido bienes incontables.
Se nos ha dado, entre otros dones, la vida natural, el primer regalo de Dios; la inteligencia, para comprender las verdades creadas y ascender a través de ellas hasta el Creador; la voluntad, para querer el bien, para amar; la libertad, con la que nos dirigimos como hijos a la Casa paterna; el tiempo, para servir a Dios y darle gloria; bienes materiales, para que nos sirvan de instrumento para sacar adelante obras buenas, en favor de la familia, de la sociedad, de los más necesitados... En otro plano, incomparablemente más alto y de más valor, hemos recibido la vida de la gracia –participación de la misma vida eterna de Dios–, que nos hace miembros de la Iglesia y partícipes en la Comunión de los Santos, y la llamada de Dios a seguirle de cerca. Ha puesto a nuestra disposición los sacramentos, especialmente el don inestimable de la Sagrada Eucaristía; hemos recibido como Madre a la Madre Dios; los siete dones y los frutos del Espíritu Santo que nos impulsan constantemente a ser mejores; un Ángel que nos custodia y protege...
Hemos recibido la vida y los dones que la acompañan a modo de herencia, para hacerla rendir. Y de esa herencia se nos pedirá cuenta al final de nuestros días. Somos administradores de unos bienes, algunos de los cuales solo los poseeremos durante este corto tiempo de la vida. Después nos dirá el Señor: Dame cuenta de tu administración... No somos dueños; solo somos administradores de unos dones divinos.
Dos maneras hay de entender la vida: sentirse administrador y hacer rendir lo recibido de cara a Dios, o vivir como si fuéramos dueños, en beneficio de la propia comodidad, del egoísmo, del capricho. Hoy, en nuestra oración, podemos preguntarnos cuál es nuestra actitud ante los bienes, ante el tiempo...; quienes han recibido la vocación matrimonial, su responsabilidad ante las fuentes de la vida, ante la generosidad en el número de hijos y ante la educación humana y sobrenatural de estos, que es ordinariamente el mayor encargo que han recibido de Dios.
— Responsabilidad en hacer rendir los propios talentos.
El Señor espera ver bien administrada su hacienda; y espera un rendimiento acorde con lo recibido. El premio es inmenso: esta parábola enseña que lo mucho de aquí, de nuestra vida en la tierra, es poca cosa en relación con el premio del Cielo. Así actuaron los dos primeros siervos de la parábola de los talentos: pusieron en juego los talentos recibidos y ganaron con ellos otro tanto. Por eso, cada uno de ellos pudo oír de labios de su Señor estas palabras: Muy bien, siervo bueno y fiel, has sido fiel en lo poco, te constituiré sobre lo mucho; entra en el gozo de tu Señor. Hicieron el mejor negocio: ganar la felicidad eterna. Los bienes de esta vida, aunque sean muchos, son siempre lo poco en relación con lo que Dios dará a los suyos.
El tercero de los siervos, por contraste, enterró su talento en la tierra, no negoció con él: perdió el tiempo y no sacó provecho. Su vida estuvo llena de omisiones, de oportunidades no aprovechadas, de bienes materiales y de tiempo malgastados. Se presentó ante su Señor con las manos vacías. Fue su existencia un vivir inútil en relación con lo que realmente importaba: quizá estuvo ocupado en otras cosas, pero no llevó a cabo lo que realmente se esperaba de él.
Enterrar el talento que Dios nos ha confiado es tener capacidad de amar y no haber amado, poder hacer felices a quienes están junto a nosotros (todos podemos) y dejarlos en la tristeza y en la infelicidad; tener bienes y no hacer el bien con ellos; poder llevar a otros a Dios y desaprovechar la oportunidad que presenta el compartir el mismo trabajo, la misma tarea...; poder hacer productivos los fines de semana para cultivar la amistad sincera, para darse a los demás miembros de la familia, y dejarse llevar de la comodidad y del egoísmo en un descanso mal planteado; haber dejado en la mediocridad la propia vida interior destinada a crecer... Sería triste en verdad que, mirando hacia atrás, contempláramos una gran avenida de ocasiones perdidas; que viéramos improductiva la capacidad que Dios nos ha dado, por pereza, dejadez o egoísmo. Nosotros queremos servir al Señor; es más, es lo único que nos importa. Pidamos al Señor que nos ayude a dar frutos de santidad: de amor y sacrificio. Y que nos convenzamos de que no basta, no es suficiente, con «no hacer el mal», es necesario «negociar el talento», hacer positivamente el bien.
Para el estudiante, hacer rendir los talentos significa estudiar a conciencia, aprovechando el tiempo con intensidad –sin engañarse neciamente con la ociosidad de otros–, ganando el necesario prestigio profesional con constancia, día a día, de tal manera que, apoyado en él, pueda llevar a otros a Dios. Para el profesional, para el ama de casa, hacer rendir los talentos significará realizar un trabajo ejemplar, intenso, en el que se tiene en presente la puntualidad, el rendimiento efectivo de las horas. De manera particular, Dios nos pedirá cuentas de aquellos que, por títulos diversos, ha puesto a nuestro cuidado. Dice San Agustín que quien está al frente de sus hermanos y no se preocupa de ellos es como un espantapájaros, foenus custos, un guardián de paja, que ni siquiera sirve para alejar los pájaros, que vienen y se comen las uvas3.
Examinemos hoy la calidad de nuestro estudio o de nuestro quehacer profesional, cualquiera que este sea. Pidamos luces al Señor para, si fuera necesario, reaccionar con firmeza, con la ayuda de su gracia, que no nos faltará.
— Omisiones. Actuación de los cristianos en la vida social y en la pública.
Poner en juego los talentos recibidos abarca todas las manifestaciones de la vida personal y social. La vida cristiana nos lleva a desarrollar la propia personalidad, las posibilidades que encierra toda persona, la capacidad de amistad, de cordialidad... Hemos de ejercitar esas cualidades en la iniciativa llena de fe para vencer falsos respetos humanos, y provocar una conversación que anima a nuestros parientes, amigos o compañeros de trabajo a mejorar en su vida espiritual o profesional, en su carácter, en sus deberes familiares; una conversación que facilita recibir los sacramentos a ese amigo o a este pariente enfermo... Miremos si verdaderamente nos sentimos administradores de los bienes que el Señor nos ha dado, si sirven realmente para el bien o si, por el contrario, los empleamos en compras inútiles, innecesarias o incluso perjudiciales. Veamos si somos generosos en la ayuda a la Iglesia y a esas obras buenas que se sostienen con la aportación de muchos... Que con gozo pueda decir el Señor: Tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, estaba desnudo y me vestiste4.
Dios espera de nosotros, igualmente, una conducta reciamente cristiana en la vida pública: el ejercicio responsable del voto, la actuación, según la propia capacidad, en los colegios profesionales, en las asociaciones de padres en los colegios de los hijos, en los sindicatos, en la propia empresa, de acuerdo con las leyes laborales del país y poniendo los medios (aunque fueran pocos o pequeños) para mejorar una legislación si esta fuera menos justa o claramente injusta en materias fundamentales, como son el respeto a la vida, la educación, la familia...
Es siempre escaso el tiempo con que podemos contar para realizar lo que Dios quiere de nosotros; no sabemos hasta cuándo se prolongarán esos días que forman parte de los talentos recibidos. Cada jornada podemos sacar mucho rendimiento a los dones que Dios ha puesto en nuestras manos: multitud de menudas tareas, cosas pequeñas casi siempre, que el Señor y los demás aprecian y tienen en cuenta.
La Confesión frecuente nos ayudará a evitar las omisiones que empobrecen la vida de un cristiano. «Ha de prestarse en ella (en la frecuente Confesión) especial atención a los deberes descuidados, aunque a menudo sean deberes de poca importancia, a las inspiraciones desatendidas de la gracia, a las ocasiones de hacer el bien desaprovechadas, a los momentos perdidos, al amor al prójimo no demostrado o insuficientemente demostrado. Han de despertarse en ella, frente a las omisiones, un profundo y serio pesar y una decidida voluntad de luchar conscientemente contra las más pequeñas omisiones de las que, en alguna forma, tengamos conciencia. Si acudimos a la Confesión con este propósito, nos será concedida en la absolución del sacerdote la gracia de reconocer mejor nuestras omisiones y de tomarlas en serio»5. Con esta gracia del sacramento y con la ayuda de la dirección espiritual nos será más fácil evitar estas faltas o pecados y llenar la vida de frutos para Dios.
1 Mt 25, 14-30. — 2 Cfr. 2 Sam 12, 30; 2 Rey 18, 14. — 3 Cfr. San Agustín,Miscellanea Agustianensis, Roma 1930, vol. 1, p. 568. — 4 Cfr. Mt 25, 35 ss. — 5 B. Baur, La Confesión frecuente, pp. 112-113.                           __________________________________________________________________________________________
Otro comentario: Rev. D. Albert SOLS i Lúcia (Barcelona, España)
Un hombre, al ausentarse, llamó a sus siervos y les encomendó su hacienda
Hoy contemplamos la parábola de los talentos. En Jesús apreciamos como un momento de cambio de estilo en su mensaje: el anuncio del Reino ya no se limita tanto a señalar su proximidad como a describir su contenido mediante narraciones: ¡es la hora de las parábolas!

Un gran hombre decide emprender un largo viaje, y confía todo el patrimonio a sus siervos. Pudo haberlo distribuido por partes iguales, pero no lo hizo así. Dio a cada uno según su capacidad (cinco, dos y un talentos). Con aquel dinero pudo cada criado capitalizar el inicio de un buen negocio. Los dos primeros se lanzaron a la administración de sus depósitos, pero el tercero —por miedo o por pereza— prefirió guardarlo eludiendo toda inversión: se encerró en la comodidad de su propia pobreza.

El señor regresó y... exigió la rendición de cuentas (cf. Mt 25,19). Premió la valentía de los dos primeros, que duplicaron el depósito confiado. El trato con el criado “prudente” fue muy distinto.

El mensaje de la parábola sigue teniendo una gran actualidad. La separación progresiva entre la Iglesia y los Estados no es mala, todo lo contrario. Sin embargo, esta mentalidad global y progresiva esconde un efecto secundario, peligroso para los cristianos: ser la imagen viva de aquel tercer criado a quien el amo (figura bíblica de Dios Padre) reprochó con gran severidad. Sin malicia, por pura comodidad o miedo, corremos el peligro de esconder y reducir nuestra fe cristiana al entorno privado de familia y amigos íntimos. El Evangelio no puede quedar en una lectura y estéril contemplación. Hemos de administrar con valentía y riesgo nuestra vocación cristiana en el propio ambiente social y profesional proclamando la figura de Cristo con las palabras y el testimonio.

Comenta san Agustín: «Quienes predicamos la palabra de Dios a los pueblos no estamos tan alejados de la condición humana y de la reflexión apoyada en la fe que no advirtamos nuestros peligros. Pero nos consuela el que, donde está nuestro peligro por causa del ministerio, allí tenemos la ayuda de vuestras oraciones».
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Otro comentario: San [Padre] Pio de Pietrelcina (1887-1968), capuchino 
Buona giornata 5, 3/1 

“Mucho después, llegó su amo.” (cf Mt 24,50)

“Hermanos míos, hasta ahora no hemos hecho nada todavía. ¡Empecemos hoy!” San Francisco se hizo a sí mismo esta exhortación. ¡Hagamos nosotros lo mismo! Es verdad, todavía no hemos hecho nada, o casi nada. Los años se han seguido uno tras otro sin que nos hubiéramos preguntado qué hemos hecho con el tiempo. ¿No hay nada en nuestra conducta que necesite modificarse, nada que añadir, nada que quitar? Hemos vividos despreocupados, como si nunca tuviera que llegar aquel día en que el juez eterno nos llame para dar cuenta de nuestras acciones y de cómo hemos aprovechado nuestro tiempo.


¡No perdamos el tiempo! No hay que dejar para mañana lo que se puede hacer hoy. ¡Las tumbas rebosan de buenas intenciones! Y desde luego ¿quién nos asegura que mañana viviremos? ¡Escuchemos la voz de nuestra conciencia. Es la voz del profeta: “Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor, no endurezcáis el corazón!” (Sal 94,7.8)


No poseemos más que el momento presente. Vigilemos, pues, y vivámoslo como un tesoro que nos ha sido confiado. El tiempo no nos pertenece. No lo malgastemos.

viernes, 30 de agosto de 2013

Tomar conciencia de nuestra inhabitación Trinitaria - Juan del Carmelo




 
Tomar conciencia de nuestra inhabitación Trinitaria
            Poco más o menos todos sabemos lo que es esto…, de la inhabitación Trinitaria,  pero pocos son los que tienen una plena conciencia, de lo que esto significa en nuestra vida espiritual y también en nuestra vida material, porque si amamos de verdad al Señor, es claro que nuestra vida material cederá en importancia en favor de nuestra vida espiritual. San Josemaría Escrivá, decía: “…si Dios habita en nuestra alma, todo lo demás, por importante que parezca, es accidental, transitorio; en cambio, nosotros, en Dios, somos lo permanente”. Vivimos imbuidos en la materialidad que nos rodea, ella nospresiona y nos agobia, porque pensamos, que sin ella es imposible vivir y que cuanto más tengamos mejor viviremos y nos olvidamos que por encima de todo está nuestro Padre amoroso, que ansía nuestro amor, que nos ve, que nos oye, pero sobre todo que está en el interior de nuestro ser, y no desea que antepongamos ningún deseo de bienes materiales al amor que Él nos da
            Si Dios habita en mí, nada se me puede resistir, porque Él es, el que todo lo puede, porque es omnipotente, me ama y solo desea lo mejor para mí. Claro que más de uno se dirá, y si esto es así, ¿por qué sufro yo?, ¿porque todo me sale mal?, ¿porque tanta tribulación?. Poco más o menos también el filósofo griego Epicuro, decía: si existe el mal, es que o Dios no es bueno, o no es omnipotente. Si no puede con el mal es que no es omnipotente. Y si no quiere resolverlo es que no es bueno. Este pensamiento de Epicuro, como sofisma es impecable, pero adolece de un esencial desconocimiento, ya que el mal no lo generó Dios, sino el hombre contraviniendo las leyes divinas y ofendiendo a Dios. Ante esta situación Dios permite la existencia del mal, aunque parezca un contrasentido, para nuestro bien. Porque sin mal que vencer el hombre carecería de la posibilidad de ejercer su libre albedrío y sobre todo poder demostrarle a Dios, que él es, digno hijo suyo
            Desde el momento en que somos bautizados, comenzamos a se hijos de Dios y la Santísima Trinidad inhabita en nosotros. Puede ser que alguien piense. Pero se habla de la inhabita en nosotros, del Espíritu Santo, de Dios Padre o de Dios Hijo. ¿Quién inhabita? Existe un principio denominado, la circumincesión divina intra-Trinitaria, que los orientales llaman la danza de la perícoresis, conforme al cual se da siempre la presencia divina de las tres personas, donde quiera que se halle una de ellas. Las tres personas  son uno con una unidad de circulación recíproca: en la visión, el amor y el abrazo de las personas entre sí, según nos escribe Jean Lafrance. “Es el fuego de dos miradas que se devoran por amor y producen una tercera persona. La persona del Hijo y la persona del Padre son idénticamente Dios, de tal manera que uno procede eternamente del otro”.
            San Agustín nos dice: “Así como el Padre no tiene principio, tampoco el Hijo no tiene desarrollo ni subordinación. Igualdad genera igualdad. Lo eterno genera eterno. Es como la llama generando luz. La llama permanece distinta de la luz que procede de ella. No obstante la llama no precede a la luz que genera. Ambas existen a la vez, coexisten, aun cuando la una proceda distintamente de la otra. “Muéstrame una llama sin luz, y yo te mostraré un Dios Padre sin el Hijo”... Continuando con la analogía de San Agustín sobre la llama y la luz, pudiéramos decir que no solo la luz procede de la llama sino que además  el calor procede de la llama y de la luz. Ninguna de las tres realidades precede a la otra. Son concomitantes, no podemos mostrar una llama que no vaya acompañada de luz y calor. Dios es Padre, Hijo y Espíritu. Los tres son co-iguales, co-existentes y co-eternos.
            Es por ello que no tiene trascendencia quién inhabita en nuestra alma, porque siempre inhabita la Santísima Trinidad, y es en nuestra alma donde inhabita, aunque haya quienes digan que inhabita en nuestro corazón. Nuestro corazón es un noble músculo material, que simbológicamente se toma muchas veces como expresión espiritual, pero Dios es Espíritu puro, y el espíritu inhabita siempre en el espíritu y no en la materia. Y es dentro de nuestro ser en nuestra  alma, en nuestra parte espiritual. Y refiriéndose a nuestra alma el Señor nos dejó dicho: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada”. (Jn 14,23).
            Nosotros somos templos vivos de Dios, pues Él inhabita en nuestra alma. San Pablo nos recuerda esta realidad diciéndonos: “16 ¿No sabéis que sois santuario de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? 17 Si alguno destruye el santuario de Dios, Dios le destruirá a él; porque el santuario de Dios es sagrado, y vosotros sois ese santuario”. (1Co 3,16-17). Pero como decíamos al principio, pocos son los que viven en plena conciencia la realidad de que el Señor inhabita en nosotros. Allá a donde vayamos Él nos acompaña siempre, Ahora en este mismo momento, tú lector si estás en gracia de Dios, a Él lo tienes dentro de ti, te ve te oye te mira pero sobre todo te ama, goza contigo y desde luego sufre contigo tus tribulaciones, las sufre como propias, como tú si eres padre o madre, sufres las de tus hijos o hijas y no puedes remediarlas. El pudiendo, no puede porque desea lo mejor para ti, y la tribulación aceptada y sobre llevada por amor al Señor, es una fuente de futuras glorias tuyas, aunque ahora nos las veas, porque los ojos de tu alma, aun no se ha abierto preparándose para ver en el más allá, el Rostro de Dios, padre amoroso que te espera con los brazos abiertos y quiere tenerte a su lado para toda la eternidad. Y es ahí donde estará tu mayor gozo durante toda la eternidad en la contemplación del rostro de Dios, aunque ahora esto, no te resulte muy subyugante, entre otras razones, porque tu cuerpo material, te impide apreciar las esencias de lo espiritual.
            Toma conciencia de que Dios inhabita en tu alma, si vives dentro de la gracia divina, si ella fluye por tu ser espiritual, de la misma forma que tu sangre fluye por tu ser material. ¡Por Dios bendito!, no asesines con un pecado mortal ese flujo de gracia, que tanto necesitamos todos. Ni siquiera con pecados veniales, pues si bien un pecado venial, no obliga al Señor a marcharse de tu alma, sin embargo, le haca incómoda la estancia en ella Además recuerda que refrán que dice: Quien hace un cesto, hace cientos y si comentes un pecado venial por insignificante que sea, a este le acompañarán ciento, porque el camino, está abierto. No menosprecies un pecado venial leve, una mentira piadosa, no deja de ser un pecado. Tanto aplastan, diez toneladas de plomo,  como diez toneladas de arena, nos dice San Agustín..
            Conviene vivir siempre en la idea, de una plena consciencia de que Dios inhabita en nosotros, y no simbológicamente sino con una realidad absoluta. Tan absoluta como es la realidad de que ahora estás leyendo lo que yo ya he escrito para ti. Y de esta realidad, hemos de hacerla el eje de nuestra vida, al levantarnos, a media mañana, al mediodía por la tarde por la noche, hay que pensar siempre que quien más me ama está dentro de mí, y está continuamente diciéndome, no temas yo lo puedo todo, te amo acepta la tribulación que en este momento tienes y ofrécemela, que yo te devolveré ciento por uno. No te agobies, amor mío, que nada hay en ese mundo en que vives, que merezca tu atención. Solo en mí encontrarás amor, paz y tranquilidad para curar tus heridas. Tú ocúpate de mí, que ya me ocuparé yo de ti. Esta fueron las palabras que es Señor le dijo a Santa Catalina de Siena y también a la Madre Santa Teresa de Jesús.
            Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

Frases del Santo Padre Pío de Pietrelcina


"Dos cosas hemos de suplicar continuamente a nuestro dulcísimo Señor: que aumente en nosotros el amor y el temor."
(Santo Padre Pio de Pietrelcina)