† Lectura del santo Evangelio según san Lucas 13, 22-30
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo, Jesús iba enseñando por ciudades y pueblos, mientras se encaminaba a Jerusalén. Alguien le preguntó: "Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?" Jesús le respondió: "Esfuércense por entrar por la puerta, que es angosta, pues yo les aseguro que muchos tratarán de entrar y no podrán. Cuando el dueño de las casa se levante de la mesa y cierre la puerta, ustedes se quedarán afuera y se pondrán a tocar la puerta, diciendo: "¡Señor, ábrenos! Pero él les responderá: "No sé quiénes son ustedes". Entonces dirán con insistencia: "Hemos comido y bebido contigo y tu haz enseñado en nuestras plazas". Pero él replicará: "Yo les aseguro que no sé quiénes son ustedes. Apártense de mí, todos todos ustedes los que hacen el mal". Entonces llorarán ustedes y se desesperarán, cuando vean a Abrahán y a Jacob y a Isaac y a todos los profetas en el Reino de Dios, y ustedes se vean echados afuera. Vendrán muchos del oriente y del poniente, del norte y del sur, y participaran en el banquete del Reino de Dios. Pues los que ahora son los últimos, serán los primeros; y los que ahora son los primeros, serán los últimos"". Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.
Gloria a ti, Señor Jesús.
† Meditación diaria
Vigésimo primer Domingo ciclo c
CON SENTIDO CATÓLICO, UNIVERSAL
— El Señor quiere que todos los hombres se salven. La Redención es universal.
Además de otras funestas consecuencias, el pecado original dio el fruto amargo de la posterior división de los hombres. La soberbia y el egoísmo, que hunden sus raíces en el pecado de origen, son la causa más profunda de los odios, de la soledad y de las divisiones. La Redención, por el contrario, realizaría la verdadera unión mediante la caridad de Jesucristo, que nos hace hijos de Dios y hermanos de los demás. El Señor, a través de su amor redentor, se constituye en centro de todos los hombres. Así lo predijo el Profeta Isaías, y lo leemos hoy en la Primera lectura de la Misa1: Vendré para reunir a las naciones de toda lengua: vendrán para ver mi gloria. Los mismos gentiles, los que nunca oyeron mi fama ni vieron mi gloria se constituirán en mensajeros del Señor y anunciarán mi gloria a las naciones. Y de todos los países, como ofrenda al Señor, traerán a todos vuestros hermanos a caballo y en carros y en literas, en mulos y dromedarios, hasta mi Monte Santo de Jerusalén –dice el Señor–, como los israelitas, en vasijas puras, traen ofrendas al templo del Señor. Es una grandiosa llamada a la fe y a la salvación de todos los pueblos, sin distinción de lengua, condición o raza. Esta profecía tendrá lugar con la llegada del Mesías, Jesucristo.
En el Evangelio2, San Lucas recoge la contestación de Jesús a uno que le preguntó, mientras iban de camino hacia Jerusalén: Señor, ¿son pocos los que se salvan? Jesús no quiso responder directamente. El Maestro va más allá de la pregunta y se fija en lo esencial: le preguntan por el número, y Él responde sobre el modo: entrad por la puerta estrecha... Y enseña a continuación que para entrar en el Reino –lo único que verdaderamente importa– no es suficiente pertenecer al Pueblo elegido ni la falsa confianza en Él. Entonces empezaréis a decir: hemos comido y bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas. Y os dirá: No sé de dónde sois; apartaos de Mí... No bastan estos privilegios divinos; es necesaria una fe con obras, a la que todos hemos sido llamados.
Todos los hombres tenemos una vocación para ir al Cielo, el definitivo Reino de Cristo. Para eso hemos nacido, porque Dios quiere que todos los hombres se salven3. Al morir Cristo en la Cruz, el velo del Templo se rasgó por medio4, signo de que terminaba la separación entre judíos y gentiles5. Desde entonces, todos los hombres están llamados a formar parte de la Iglesia, el nuevo Pueblo de Dios, el cual, “permaneciendo uno y único, debe extenderse a todo el mundo y en todos los tiempos, para cumplir así el designio de la voluntad de Dios, que en un principio creó una naturaleza humana y determinó luego congregar en un solo pueblo a sus hijos que estaban dispersos”6.
La Segunda lectura7 señala cuál es nuestra misión en esta tarea universal de salvación: fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes, y dad pasos derechos con vuestros pies, para que los miembros cojos no se descoyunten, sino más bien se curen. Es una llamada a ser ejemplares para afianzar, con nuestra conducta y con nuestra caridad, a los que se sientan más débiles y con pocas fuerzas. Muchos se apoyarán en nosotros; otros comprenderán que el camino estrecho que lleva al Cielo se convierte en senda ancha para quienes aman a Cristo.
— Apóstoles de Cristo en medio del mundo, donde Dios ha querido que estemos.
Yo vendré para reunir a las naciones de toda lengua... y despacharé mensajeros a las naciones: a Tarsis, Etiopía, Libia, Masac, Tubal y Grecia; a las costas lejanas...8. Y vendrán de Oriente y Occidente y del Norte y del Sur y se sentarán a la Mesa en el Reino de Dios9. Esta profecía se ha cumplido ya, y, a la vez, son muchos los que no conocen aún a Cristo; quizá en la propia familia, entre nuestros amigos, gentes que encontramos diariamente. Es posible que muchos hayan oído hablar de Él, pero en realidad no le conocen. También nosotros podríamos repetir a muchos las palabras del Bautista: En medio de vosotros hay uno al que no conocéis10.
El Señor ha querido que participemos en su misión de salvar al mundo –a todos– y ha dispuesto que el afán apostólico sea elemento esencial e inseparable de la vocación cristiana. Quien se decide a seguirlo, y nosotros le seguimos, se convierte en un apóstol con responsabilidades concretas de ayudar a otros a que atinen con la puerta estrecha que lleva al Cielo: “insertos por el Bautismo en el Cuerpo de Cristo, robustecidos por la Confirmación en la fortaleza del Espíritu Santo, es el mismo Señor el que los destina al apostolado”11. Todos los cristianos, de cualquier edad y condición, en toda circunstancia en la que se encuentren, son llamados “para dar testimonio de Cristo en todo el mundo”12.
El afán apostólico, el deseo de acercar a muchos al Señor, no lleva a hacer cosas raras o llamativas, y mucho menos a descuidar los deberes familiares, sociales y profesionales. Es precisamente en esas tareas, en la familia, en el lugar de trabajo, con los amigos, aprovechando las relaciones humanas normales, donde encontramos el campo para una acción apostólica muchas veces callada, pero siempre eficaz.
En medio del mundo, donde Dios nos ha puesto, debemos llevar a los demás a Cristo: con el ejemplo, mostrando coherencia entre la fe y las obras; con la alegría constante; con la serenidad ante las dificultades, presentes en toda vida; a través de la palabra, que anima siempre, y que muestra la grandeza y la maravilla de encontrar y seguir a Jesús; ayudando a unos para que se acerquen al sacramento del perdón, fortaleciendo a otros que estaban quizá a punto de abandonar al Maestro.
Preguntémonos hoy en nuestra oración si las personas que nos tratan y conocen distinguen en nosotros a un discípulo de Cristo. Pensemos a cuántos hemos ayudado a dar un paso firme en su camino hacia el Cielo: a cuántos hemos hablado de Dios, o invitado a un retiro espiritual, o aconsejado un buen libro que ayuda a su alma, a quiénes hemos facilitado la Confesión..., o enseñado la doctrina del Magisterio sobre la familia o el matrimonio; a quiénes hemos descubierto la grandeza de ser generosos en la limosna, en el número de hijos, en seguir a Cristo con una entrega sin condiciones... De los primeros cristianos se decía: “lo que el alma es para el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo”13. ¿Se podría decir lo mismo de nosotros en la familia, en el lugar de estudio o de trabajo, en la asociación cultural o deportiva a la que pertenecemos?, ¿somos el alma que da la vida de Cristo allí donde estamos presentes?
— El Señor nos envía de nuevo. Comencemos por los más cercanos.
Id por todo el mundo; predicad el Evangelio a todas las criaturas14, leemos en el Salmo responsorial de la Misa. Son palabras de Cristo bien claras: de la tarea que habrán de realizar sus discípulos de todas las épocas no excluye a ningún pueblo o nación, a ninguna persona. Nadie a quien encontremos está excluido, a todos llama el Señor: a los muy ancianos y a los muy jóvenes, al niño que balbucea las primeras palabras y a quien se encuentra en la plenitud de la vida, al vecino, al directivo de la empresa y al empleado... De hecho, los Apóstoles se encontraron con gentes bien diversas: unos eran superiores en cultura, otros pertenecían a pueblos que ni siquiera sabían que existía Palestina, algunos ocupaban puestos importantes, otros ejercían oficios manuales de escasa trascendencia en la vida de su nación... Pero a nadie excluyeron de la predicación. Y los que en otras ocasiones se mostraron cobardes y faltos de ánimo luego fueron plenamente conscientes de la misión universal que se les encomendó.
“Cada generación de cristianos ha de redimir, ha de santificar su propio tiempo: para eso, necesita comprender y compartir las ansias de los otros hombres, sus iguales, a fin de darles a conocer, con don de lenguas cómo deben corresponder a la acción del Espíritu Santo, a la efusión permanente de las riquezas del Corazón divino. A nosotros, los cristianos, nos corresponde anunciar en estos días, a ese mundo del que somos y en el que vivimos, el mensaje antiguo y nuevo del Evangelio”15. En esta tarea evangelizadora hemos de contar con “un hecho completamente nuevo y desconcertante, como es la existencia de un ateísmo militante, que ha invadido ya a muchos pueblos”16; ateísmo que quiere que los hombres se vuelvan contra Dios, o que al menos lo olviden. Ideologías que utilizan medios poderosos de difusión, como la televisión, la prensa, el cine, el teatro..., ante las cuales muchos cristianos se encuentran como indefensos, sin la formación necesaria para hacerles frente.
“A todos esos hombres y a todas esas mujeres, estén donde estén, en sus momentos de exaltación o en sus crisis y derrotas, les hemos de hacer llegar el anuncio solemne y tajante de San Pedro, durante los días que siguieron a la Pentecostés: Jesús es la piedra angular, el Redentor, el todo de nuestra vida, porque fuera de Él no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo, por el cual podamos ser salvos (Hech 4, 12)”17.
El Señor se sirve de nosotros para iluminar a muchos. Pensemos hoy en quienes tenemos más cerca: hijos, hermanos, parientes, amigos, colegas, vecinos, clientes... Comencemos por ellos, sin importarnos que a veces nos parezca que no servimos para esta tarea, que somos poco para tanto como hay que hacer. El Señor multiplicará nuestras fuerzas, y nuestra Madre Santa María, Regina Apostolorum, facilitará nuestra tarea constante, paciente, audaz.
1 Is 66, 18-21. — 2 Lc 13, 22-30. — 3 1 Tim 2, 4. — 4 Lc 23, 45. — 5 Cfr. Ef 2, 14-16. — 6 Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 13. — 7 Heb 12, 5-7; 11-13. — 8 Is 66, 18. — 9 Lc 13, 29. — 10 Jn 1, 26. — 11 Conc. Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 3. — 12 Ibídem. — 13 Discurso a Diogneto, 5. — 14 Mc 16, 15. — 15 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 132. — 16 Juan XXIII, Const. Apost. Humanae salutis, 25-XII-1961. — 17 San Josemaría Escrivá, loc. cit.
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Otro comentario: Rev. D. Pedro IGLESIAS Martínez (Rubí, Barcelona, España)
Señor, ¿son pocos los que se salvan?
Hoy, el evangelio nos sitúa ante el tema de la salvación de las almas. Éste es el núcleo del mensaje de Cristo y la “ley suprema de la Iglesia” (así lo afirma, sin ir más lejos, el mismo Código de Derecho Canónico). La salvación del alma es una realidad en cuanto don de Dios, pero para quienes aún no hemos traspasado las lindes de la muerte es tan solo una posibilidad. ¡Salvarnos o condenarnos!, es decir, aceptar o rechazar la oferta del amor de Dios por toda la eternidad.
Decía san Agustín que «se hizo digno de pena eterna el hombre que aniquiló en sí el bien que pudo ser eterno». En esta vida sólo hay dos posibilidades: o con Dios, o la nada, porque sin Dios nada tiene sentido. Visto así, vida, muerte, alegría, dolor, amor, etc. son conceptos desprovistos de lógica cuando no participan del ser de Dios. El hombre, cuando peca, esquiva la mirada del Creador y la centra sobre sí mismo. Dios mira incesantemente con amor al pecador, y para no forzar su libertad, espera un gesto mínimo de voluntad de retorno.
«Señor, ¿son pocos los que se salvan?» (Lc 13,23). Cristo no responde a la interpelación. Quedó entonces la pregunta sin respuesta, y también hoy, pues «es un misterio inescrutable entre la santidad de Dios y la conciencia del hombre. El silencio de la Iglesia es, pues, la única posición oportuna del cristiano» (Juan Pablo II). La Iglesia no se pronuncia sobre quienes habitan el infierno, pero —basándose en las palabras de Jesucristo— sí que lo hace sobre su existencia y el hecho de que habrá condenados en el juicio final. Y todo aquel que niegue esto, sea clérigo o laico, incurre sin más preámbulos en herejía.
Somos libres para tornar la mirada del alma al Salvador, y somos también libres para obstinarnos en su rechazo. La muerte petrificará esa opción por toda la eternidad...
Decía san Agustín que «se hizo digno de pena eterna el hombre que aniquiló en sí el bien que pudo ser eterno». En esta vida sólo hay dos posibilidades: o con Dios, o la nada, porque sin Dios nada tiene sentido. Visto así, vida, muerte, alegría, dolor, amor, etc. son conceptos desprovistos de lógica cuando no participan del ser de Dios. El hombre, cuando peca, esquiva la mirada del Creador y la centra sobre sí mismo. Dios mira incesantemente con amor al pecador, y para no forzar su libertad, espera un gesto mínimo de voluntad de retorno.
«Señor, ¿son pocos los que se salvan?» (Lc 13,23). Cristo no responde a la interpelación. Quedó entonces la pregunta sin respuesta, y también hoy, pues «es un misterio inescrutable entre la santidad de Dios y la conciencia del hombre. El silencio de la Iglesia es, pues, la única posición oportuna del cristiano» (Juan Pablo II). La Iglesia no se pronuncia sobre quienes habitan el infierno, pero —basándose en las palabras de Jesucristo— sí que lo hace sobre su existencia y el hecho de que habrá condenados en el juicio final. Y todo aquel que niegue esto, sea clérigo o laico, incurre sin más preámbulos en herejía.
Somos libres para tornar la mirada del alma al Salvador, y somos también libres para obstinarnos en su rechazo. La muerte petrificará esa opción por toda la eternidad...
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Otro comentario: REDACCIÓN evangeli.net (elaborado a partir de textos de Benedicto XVI) (Città del Vaticano, Vaticano)
El "mito del progreso"
Hoy, la mención que Jesús hace de la "puerta estrecha" cuestiona el "mito del progreso". Las ideologías —demolida la esperanza en el más allá— imponen el progreso como norma del obrar político y humano en general. Aunque en los últimos años se han logrado enormes progresos (tecnológicos, científicos), sigue siendo actual la ambivalencia de este progreso: éste empieza a amenazar a la creación, que es la base de nuestra existencia.
Es indispensable orientar el progreso según criterios morales. Ante todo, se debe considerar que el progreso se extiende a la relación del hombre con el mundo material, pero eso no da lugar —como el marxismo y el liberalismo habían enseñado— al hombre nuevo, a la nueva sociedad. El hombre como hombre sigue siendo igual, tanto en las situaciones primitivas como en las técnicamente desarrolladas. El ser hombre vuelve a comenzar de cero con cada ser humano.
—Jesús, tú nos has señalado el camino del crecimiento humano en lo alto de la Cruz y en el horizonte de la eternidad.
Es indispensable orientar el progreso según criterios morales. Ante todo, se debe considerar que el progreso se extiende a la relación del hombre con el mundo material, pero eso no da lugar —como el marxismo y el liberalismo habían enseñado— al hombre nuevo, a la nueva sociedad. El hombre como hombre sigue siendo igual, tanto en las situaciones primitivas como en las técnicamente desarrolladas. El ser hombre vuelve a comenzar de cero con cada ser humano.
—Jesús, tú nos has señalado el camino del crecimiento humano en lo alto de la Cruz y en el horizonte de la eternidad.
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