† Lectura del santo Evangelio según san Lucas 9, 57-62
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo, mientras iban de camino Jesús y sus discípulos, uno le dijo:
"Te seguiré adondequiera que vayas".
El respondió:
"Los zorros tienen madriguera y los pájaros nido, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza".
A otro le dijo:
"Sígueme".
El respondió:
"Señor, déjame ir antes a enterrar a mi padre".
Jesús le replicó:
"Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú ve a anunciar el Reino de Dios".
Otro le dijo:
"Te seguiré, Señor, pero déjame primero despídeme de mi familia".
Jesús le contestó:
"El que pone la mano en el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios".
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.
"Te seguiré adondequiera que vayas".
El respondió:
"Los zorros tienen madriguera y los pájaros nido, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza".
A otro le dijo:
"Sígueme".
El respondió:
"Señor, déjame ir antes a enterrar a mi padre".
Jesús le replicó:
"Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú ve a anunciar el Reino de Dios".
Otro le dijo:
"Te seguiré, Señor, pero déjame primero despídeme de mi familia".
Jesús le contestó:
"El que pone la mano en el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios".
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.
† Meditación diaria
26ª semana. Miércoles
PARA SEGUIR A CRISTO
— Desprendimiento para seguir a Cristo. Los bienes materiales son solo medios. Aprender a vivir la pobreza cristiana.
Relata el Evangelio de la Misa1 que Jesús se disponía a pasar a la otra orilla del lago. Se le acerca entonces un escriba que se siente movido a acompañar al Maestro: te seguiré a donde quiera que vayas, le dice. Y Jesús le expone en breves palabras el panorama que se le presenta si emprende el camino: la renuncia a la comodidad, el desprendimiento de las cosas, una disponibilidad completa al querer divino:las raposas tienen sus madrigueras y los pájaros del cielo sus nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar su cabeza.
Jesús pide a sus discípulos, a todos, un desasimiento habitual: la costumbre firme de estar por encima de las cosas que necesariamente hemos de usar, sin que nos sintamos atados por ellas. Para quienes hemos sido llamados a permanecer en medio del mundo, mantener el corazón desprendido de los bienes materiales requiere una atención constante, sobre todo en un momento en que el deseo de poseer y de gustar de todo lo que apetece a los sentidos se muestra como un afán desmedido y, para muchos –da esa impresión–, el fin principal de la vida2.
Vivir la pobreza que Cristo pide a los suyos requiere un gran desprendimiento interior: en el deseo, en el pensamiento, en la imaginación; exige vivir con el mismo espíritu del Señor3. Una de las primeras manifestaciones de la pobreza evangélica es utilizar los bienes como medios4, no como fines en sí mismos; y, al considerar esta enseñanza concreta del Maestro, pedimos al Señor no dejarnos llevar por el deseo desmedido de tener más, de aparentar, de poner en ellos la seguridad de la vida. Los medios materiales son bienes cuando se utilizan para un fin superior: sostener la familia, educar a los hijos, adquirir una mayor cultura en provecho de la sociedad, ayudar a obras de apostolado y a quienes están más necesitados... Pero esto no es fácil a la hora de la práctica, porque el hombre tiende a dejar que el corazón se apegue a los medios materiales sin medida ni templanza. Es necesario aprender en la vida real cómo hemos de comportarnos para no caer en esos duros lazos que impiden subir hasta el Señor. Y esto tanto si tenemos muchos bienes como si no poseemos ninguno, pues no se confunde la pobreza con el no tener: “la pobreza que Jesús declaró bienaventurada es aquella hecha a base de desprendimiento, de confianza en Dios, de sobriedad y disposición a compartir con otros”5. Esta es la pobreza al menos de quienes han de vivir v santificarse en medio del mundo.
También San Pablo nos dice que sostuvo ese aprendizaje para vivir desprendido en toda circunstancia: he aprendido -dice a los cristianos de Filipo- a vivir en pobreza; he aprendido a vivir en abundancia; estoy acostumbrado a todo y en todo: a la hartura y a la escasez; a la riqueza y a la pobreza. Todo lo puedo en Aquel que me conforta6. Su seguridad y su confianza estaban puestas en Dios.
— Consecuencias de la pobreza: el uso del dinero, evitar los gastos innecesarios, el lujo, el capricho...
No podemos dejar de contemplar a Cristo, que no tenía dónde reclinar la cabeza..., porque si queremos seguirle hemos de imitarle. Aunque debamos utilizar medios materiales para cumplir nuestra misión en el mundo, nuestro corazón ha de estar como el del Señor: libre de ataduras.
La verdadera pobreza cristiana es incompatible, no solo con la ambición de bienes superfluos, sino con la inquieta solicitud por los necesarios. Si esto le ocurriera a una persona que, respondiendo a la llamada del Señor, lo ha dejado todo para seguirle más de cerca, indicaría que su vida interior se está llenando de tibieza, que está intentando servir a dos señores7. Por el contrario, la aceptación de las privaciones y de las incomodidades que la pobreza lleva consigo, une estrechamente a Jesucristo, y es señal de predilección por parte del Señor, que desea el bien para todos, pero de modo muy particular para quienes le siguen.
Un aspecto de la pobreza cristiana se refiere al uso del dinero. Hay cosas que son objetivamente lujosas, y desdicen de un discípulo de Cristo especialmente cuando tantos padecen necesidad y escasez, aun cuando resulten corrientes en el medio en el que cada uno se mueve. Son objetos, comodidades, caprichos..., que no deben entrar en los gastos ni en el uso –aunque no suponga desembolso alguno– de quien desea tener por Maestro a Aquel que no tenía dónde reclinar su cabeza. El prescindir de esas comodidades o de lujos y caprichos chocará quizá con el ambiente y puede ser en no pocas ocasiones el medio que utilice el Señor para que muchas personas se sientan movidas a salir de su aburguesamiento.
Los gastos motivados por el capricho son, por otro lado, lo más opuesto al espíritu de mortificación, a un sincero anhelo de imitar a Jesús. Es lógico pensar que tampoco tendría el espíritu de Cristo quien se dejara llevar por esos deseos por el solo hecho de que quien los paga es el Estado, la empresa o un amigo... Es el corazón el que seguiría a ras de tierra, incapaz de levantar el vuelo hasta los bienes sobrenaturales. Una persona así se iría incapacitando incluso para entender que existen otros bienes superiores a los del cuerpo, a los de los sentidos.
Pobres, por amor a Cristo, en la abundancia y en la escasez. En cada una de estas situaciones el uso de los bienes adquirirá unas formas quizá distintas, pero con los mismos sentimientos y disposiciones en el corazón. “Copio este texto, porque puede dar paz a tu alma: “Me encuentro en una situación económica tan apurada como cuando más. No pierdo la paz. Tengo absoluta seguridad de que Dios, mi Padre, resolverá todo este asunto de una vez.
“Quiero, Señor, abandonar el cuidado de todo lo mío en tus manos generosas. Nuestra Madre –¡tu Madre!– a estas horas, como en Caná, ha hecho sonar en tus oídos: ¡no tienen!... Yo creo en Ti, espero en Ti, Te amo, Jesús: para mí, nada; para ellos”“8. Quizá muchas veces tendremos necesidad de hacer nuestra esta oración.
— Otras manifestaciones de la pobreza cristiana: rechazar lo superfluo, las falsas necesidades... Llevar con alegría la escasez y la necesidad.
Nosotros queremos seguir de cerca a Cristo, vivir como Él vivió, en medio del mundo, en las circunstancias particulares en las que nos toca vivir. Un aspecto de la pobreza que el Señor nos pide es el de cuidar, para que duren, los objetos que usamos. Esta actitud requiere mortificación, un sacrificio pequeño, pero constante, porque es más cómodo dejar la ropa en cualquier sitio y de cualquier forma, o dejar para más tarde –sin fecha fija– ese pequeño arreglo que, si se hace pronto, evita un gasto mayor.
También quien procura no tener nada superfluo está cerca del desprendimiento que Cristo nos pide. Para esto es necesario que nos preguntemos muchas veces: ¿necesito realmente estos objetos?, ¿dos plumas o dos bolígrafos?... “Lo superfluo de los ricos –afirma San Agustín– es lo necesario de los pobres. Se poseen cosas ajenas cuando se poseen cosas superfluas”9. ¿Tengo yo muchas cosas superfluas que para nada necesito?: calzado, utensilios, ropa de deporte, vestidos... ¿Tengo presente que, en buena parte, el desprendimiento cristiano consiste en “no considerar –de verdad– cosa alguna como propia”10, y actúo en consecuencia?
Es evidente que la pobreza cristiana es compatible con esos adornos de la casa de una familia cristiana, que se distingue más por el buen gusto y por la limpieza (¡hacer que las cosas luzcan y rindan!) y sencillez, que por lo ostentoso y llamativo. La casa debe ser un lugar donde la familia se siente a gusto y a donde todos los miembros desean llegar cuanto antes por el cariño que en ella se respira, pero no un lugar que sea una continua ocasión de aburguesamiento, de falta de sacrificio en los pequeños y en los mayores... Privarse de lo superfluo significa, sobre todo, no crearse necesidades. “Hemos de exigirnos en la vida cotidiana, con el fin de no inventarnos falsos problemas, necesidades artificiosas, que en último término proceden del engreimiento, del antojo, de un espíritu comodón y perezoso. Debemos ir a Dios con paso rápido, sin pesos muertos ni impedimentos que dificulten la marcha”11.
No tener cosas superfluas o innecesarias significa aprender a no crearnos falsas necesidades, de las que se puede prescindir con un poco de buena voluntad. Y, a la vez, agradecer al Señor constantemente los medios necesarios para el trabajo, para el sostenimiento de las personas que tenemos a nuestro cargo y poder ayudar en las necesidades de las obras apostólicas en las que colaboramos; estando dispuestos a prescindir de ellos, si Dios así lo permite; sin quejarnos cuando falte lo necesario, ni perder la alegría profunda de quien se sabe en las manos de Dios, pero poniendo los medios para salir de esa situación.
La Virgen Santa María nos ayudará a llevar a la práctica, de verdad, este consejo: “No pongas el corazón en nada caduco: imita a Cristo, que se hizo pobre por nosotros, y no tenía dónde reclinar su cabeza.
“—Pídele que te conceda, en medio del mundo, un efectivo desasimiento, sin atenuantes”12.
1 Lc 9, 57-62. — 2 Cfr. Conc. Vat. II, Const. Gaudium et spes, 63. — 3 Cfr, San Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, III, 15. — 4 A. Tanquerey, Compendio de Teología ascética y mística, Palabra, Madrid 1990, n. 897. — 5 S. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre la libertad cristiana y liberación, 22-III-1986, 66. — 6 Flp 4, 12-13. — 7 Cfr. Mt 6, 24. — 8 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 807. — 9 San Agustín, Comentarios sobre el Salmo 147. — 10 San Josemaría Escrivá, o. c., n. 524. — 11 Ídem, Amigos de Dios, 125. — 12 ídem, Forja, n. 523.
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Otro comentario: Fray Lluc TORCAL Monje del Monasterio de
Sta. Mª de Poblet (Santa Maria de Poblet, Tarragona, España)
Sígueme
Hoy, el Evangelio nos invita a reflexionar, con mucha
claridad y no menor insistencia, sobre un punto central de nuestra fe: el
seguimiento radical de Jesús. «Te seguiré adondequiera que vayas» (Lc 9,57).
¡Con qué simplicidad de expresión se puede proponer algo capaz de cambiar
totalmente la vida de una persona!: «Sígueme» (Lc 9,59). Palabras del Señor que
no admiten excusas, retrasos, condiciones, ni traiciones...
La vida cristiana es este seguimiento radical de Jesús. Radical, no sólo porque toda su duración quiere estar bajo la guía del Evangelio (porque comprende, pues, todo el tiempo de nuestra vida), sino -sobre todo- porque todos sus aspectos -desde los más extraordinarios hasta los más ordinarios- quieren ser y han de ser manifestación del Espíritu de Jesucristo que nos anima. En efecto, desde el Bautismo, la nuestra ya no es la vida de una persona cualquiera: ¡llevamos la vida de Cristo inserta en nosotros! Por el Espíritu Santo derramado en nuestros corazones, ya no somos nosotros quienes vivimos, sino que es Cristo quien vive en nosotros. Así es la vida cristiana, porque es vida llena de Cristo, porque rezuma Cristo desde sus más profundas raíces: es ésta la vida que estamos llamados a vivir.
El Señor, cuando vino al mundo, aunque «todo el género humano tenía su lugar, Él no lo tuvo: no encontró lugar entre los hombres (...), sino en un pesebre, entre el ganado y los animales, y entre las personas más simples e inocentes. Por esto dice: Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (San Jerónimo). El Señor encontrará lugar entre nosotros si, como Juan el Bautista, dejamos que Él crezca y nosotros menguamos, es decir, si dejamos crecer a Aquel que ya vive en nosotros siendo dúctiles y dóciles a su Espíritu, la fuente de toda humildad e inocencia.
La vida cristiana es este seguimiento radical de Jesús. Radical, no sólo porque toda su duración quiere estar bajo la guía del Evangelio (porque comprende, pues, todo el tiempo de nuestra vida), sino -sobre todo- porque todos sus aspectos -desde los más extraordinarios hasta los más ordinarios- quieren ser y han de ser manifestación del Espíritu de Jesucristo que nos anima. En efecto, desde el Bautismo, la nuestra ya no es la vida de una persona cualquiera: ¡llevamos la vida de Cristo inserta en nosotros! Por el Espíritu Santo derramado en nuestros corazones, ya no somos nosotros quienes vivimos, sino que es Cristo quien vive en nosotros. Así es la vida cristiana, porque es vida llena de Cristo, porque rezuma Cristo desde sus más profundas raíces: es ésta la vida que estamos llamados a vivir.
El Señor, cuando vino al mundo, aunque «todo el género humano tenía su lugar, Él no lo tuvo: no encontró lugar entre los hombres (...), sino en un pesebre, entre el ganado y los animales, y entre las personas más simples e inocentes. Por esto dice: Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (San Jerónimo). El Señor encontrará lugar entre nosotros si, como Juan el Bautista, dejamos que Él crezca y nosotros menguamos, es decir, si dejamos crecer a Aquel que ya vive en nosotros siendo dúctiles y dóciles a su Espíritu, la fuente de toda humildad e inocencia.
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Otro comentario: San Francisco Javier (1506-1552), misionero jesuita
Carta
En esta misión existen peligros más grandes que el veneno y que la muerte violenta... En primer lugar la pérdida de la esperanza y de la confianza en Dios, siendo así que es por su amor y servicio que queremos dar a conocer su Ley, y a Jesucristo, su Hijo, nuestro Redentor y Señor, como muy buen sabe. Puesto que es por su gran misericordia que nos ha comunicado estos deseos, y viendo los peligros que nos pueden llegar por su servicio, es un peligro incomparablemente superior a los males que nos pueden causar todos los enemigos de Dios, el que ahora nos falte la confianza en su misericordia y su poder. Si es importante para su más grande servicio, Dios nos guardará de todos los peligros de esta vida, y sin su permiso y su autorización, los demonios y sus ministros ningún mal nos pueden hacer. Por eso nuestra seguridad reside en la palabra del Señor: «El que ame su vida, según este mundo, la perderá, y el que la pierda por Dios, la encontrará» (Jn 12,25). Y en esta otra semejante : «El que mete la mano en el arado y mira hacia atrás, no es apto para el Reino de Dios».
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