Los pedidos y advertencias del cielo en las Apariciones de
Nuestra Señora de Fátima
Las apariciones de la Virgen en Fátima, Portugal,
constituyen una de las más grandiosas manifestaciones marianas de todos los
tiempos y esto debido al contenido de su mensaje, que atañe tanto a la
salvación personal, como a la del mundo entero. En estas apariciones, el cielo,
a través de la Madre de Dios, nos recuerda qué es lo que debemos hacer, tanto
para salvar el alma propia, como la de los pecadores: adoración y comunión
eucarística, penitencia y sacrificios por los pecadores, rezo del Santo
Rosario, reparación por los ultrajes que continuamente reciben los Sagrados
Corazones de Jesús y María. Pero en estas apariciones el cielo nos advierte
además acerca de los dos únicos destinos posibles en el más allá: o cielo, o
infierno (el Purgatorio es la antesala del Cielo), por medio de las
experiencias místicas los Pastorcitos, quienes experimentan dos clases distintas
de fuegos: el fuego del Amor de Dios, que no arde y produce gozo y alegría
celestial, y el fuego del Infierno, que sí produce dolor. Puesto que nadie va
de modo “automático” ni al infierno ni al cielo, sino que esos destinos los
merecemos de acuerdo a nuestras obras libremente realizadas, las apariciones de
Fátima nos hacen reflexionar también acerca de si nuestra fe está viva, lo cual
se demuestra con obras, o si por el contrario está muerta –lo cual se demuestra
con ausencia de obras-.
Antes de las apariciones propiamente de la Virgen
y como preparación para estas, se les apareció a los Pastorcitos un ángel,
quien luego se identificó como el “Ángel de Portugal”[1].
En su primera aparición, el ángel les enseñó una oración de reparación a la
Trinidad, relatada de este modo por Sor Lucía: “Pasaron tan solo unos segundos
cuando un fuerte viento comenzó a mover los árboles y miramos hacia arriba para
ver lo que estaba pasando, ya que era un día tan calmado. Luego comenzamos a
ver, a distancia, sobre los árboles que se extendían hacia el este, una luz más
blanca que la nieve con la forma de un joven, algo transparente, tan brillante
como un cristal en los rayos del sol. Al acercarse pudimos ver sus rasgos. Nos
quedamos asombrados y absortos y no nos dijimos nada el uno al otro. Luego él
dijo: “No tengáis miedo. Soy el Ángel de la paz. Orad conmigo. Él se arrodilló,
doblando su rostro hasta el suelo. Con un impulso sobrenatural hicimos lo
mismo, repitiendo las palabras que le oímos decir: “Dios mío, yo creo, espero,
te adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, no te adoran, no te
esperan y no te aman”. Después de repetir esta oración tres veces el ángel se
incorporó y nos dijo: “Orad de esta forma. Los corazones de Jesús y María están
listos para escucharos”.
En su Tercera Aparición, el Ángel de Portugal les
enseña a adorar la Eucaristía, además de enseñarles las oraciones de amor y
reparación a la Trinidad; finalmente, les da la Comunión bajo las dos especies:
“Vimos a una luz extraña brillar sobre nosotros. Levantamos nuestras cabezas
para ver qué pasaba. El ángel tenía en su mano izquierda un cáliz y sobre él,
en el aire, estaba una hostia de donde caían gotas de sangre en el cáliz. El
ángel dejó el cáliz en el aire, se arrodilló cerca de nosotros y nos pidió que
repitiésemos tres veces: “Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, te
adoro profundamente, y te ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y
Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, presente en todos los sagrarios del
mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con los
cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los méritos infinitos de su
Sagrado Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de
los pobres pecadores. Después se levantó, tomó en sus manos el cáliz y la
hostia. La hostia me la dio a mí y el contenido del cáliz se lo dio a Jacinta y
a Francisco, diciendo al mismo tiempo: “Tomad y bebed el Cuerpo y la Sangre de
Jesucristo terriblemente agraviado por la ingratitud de los hombres. Ofreced
reparación por ellos y consolad a Dios. Una vez más él se inclinó al suelo
repitiendo con nosotros la misma oración tres veces: “Santísima Trinidad…” etc.
y desapareció. Abrumados por la atmósfera sobrenatural que nos envolvía,
imitamos al ángel en todo, arrodillándonos postrándonos como él lo hizo y
repitiendo las oraciones como él las decía”.
El pedido de penitencia y sacrificios por la
conversión de los pecadores es un pedido personal de la Virgen. En su Primera
Aparición les dice a los Pastorcitos[2]:
“¿Queréis ofreceros a Dios para soportar todos los sufrimientos que Él quisiera
enviaros como reparación de los pecados con que Él es ofendido y de súplica por
la conversión de los pecadores?” -Si queremos. –“Tendréis, pues, mucho que sufrir,
pero la gracia de Dios os fortalecerá”[3].
En la Tercera Aparición, vuelve a pedir que ofrezcamos sacrificios por la
conversión de los pecadores y en reparación por los ultrajes contra su
Inmaculado Corazón: “¡Sacrificaos por los pecadores y decid muchas veces, y
especialmente cuando hagáis un sacrificio: OH, Jesús, es por tu amor, por la
conversión de los pecadores y en reparación de los pecados cometidos contra el
Inmaculado Corazón de María!”. En la Cuarta Aparición: “Rezad, rezad mucho y
haced sacrificios por los pecadores, porque muchas almas van al infierno por no
tener quien se sacrifique y rece por ellas”. En la Sexta Aparición: “Soy la
Señora del Rosario (…) continúen rezando el Rosario todos los días”.
También el Ángel de Portugal les pide oración y
sacrificios por los pecadores, en su segunda aparición: “¿Qué estáis haciendo?
¡Rezad! ¡Rezad mucho! Los corazones de Jesús y de María tienen sobre vosotros
designios de misericordia. ¡Ofreced constantemente oraciones y sacrificios al
Altísimo!”.
La Virgen les hace tener una experiencia mística
del Amor de Dios y de su Presencia en la Eucaristía, enseñándoles una oración a
Jesús Eucaristía: “Diciendo esto la Virgen abrió sus manos por primera vez,
comunicándonos una luz muy intensa que parecía fluir de sus manos y penetraba
en lo más íntimo de nuestro pecho y de nuestros corazones, haciéndonos ver a
nosotros mismos en Dios, más claramente de lo que nos vemos en el mejor de los
espejos. Entonces, por un impulso interior que nos fue comunicado también,
caímos de rodillas, repitiendo humildemente: “Santísima Trinidad, yo te adoro.
Dios mío, Dios mío, yo te amo en el Santísimo Sacramento””.
También el pedido de rezar el Rosario. En la
misma aparición, les dice: “Rezad el rosario todos los días para alcanzar la
paz del mundo y el fin de la guerra”. En la Tercera Aparición les dice: “Quiero
que vengáis aquí el día 13 del mes que viene, y continuéis rezando el rosario
todos los días en honra a Nuestra Señora del Rosario con el fin de obtener la
paz del mundo y el final de la guerra”.
La reparación también es pedida por la Virgen,
con la devoción de los Cinco Primeros Sábados de mes, aunque esta devoción la
especificará años más tarde, en otras apariciones, las de Pontevedra, España.
En Fátima anunció el origen de la devoción: “(Jesús) quiere establecer en el
mundo la devoción a mi Corazón Inmaculado. A aquellos que abracen esta devoción
les prometo la salvación y serán predilectas de Dios estas almas, como flores
puestas por Mi para adornar su trono”, y en Pontevedra especificó cómo debía
ser[4]:
“Ese día estando en mi habitación en Pontevedra, España, se me apareció la
Santísima Virgen y, al lado, como suspendido en una nube luminosa, el Niño. La
Santísima Virgen me ponía la mano sobre mi hombro derecho y, al mismo tiempo,
me mostraba un corazón cercado de espinas que tenía en la mano”. Entonces dijo
el Niño: “Ten compasión del corazón de tu Santísima Madre que está cubierto de espinas
que los hombres ingratos le clavan continuamente sin que haya nadie que haga un
acto de reparación para arrancárselas”. Y en seguida dijo la Santísima Virgen:
“Mira, hija mía, mi corazón cercado de espinas que los hombres ingratos me
clavan continuamente con blasfemias e ingratitudes, tú, al menos, procura
consolarme y di que: Todos aquellos que durante cinco meses seguidos, en el
primer sábado, se confiesen y reciban la Santa Comunión, recen el Santo Rosario
y me hagan 15 minutos de compañía meditando en los misterios del Rosario, con
el fin de desagraviarme, yo prometo asistirlos en la hora de la muerte con
todas las gracias necesarias para su salvación”. “Ese día estando en mi
habitación en Pontevedra, España, se me apareció la Santísima Virgen y, al
lado, como suspendido en una nube luminosa, el Niño. La Santísima Virgen me
ponía la mano sobre mi hombro derecho y, al mismo tiempo, me mostraba un
corazón cercado de espinas que tenía en la mano”[5].
Dentro de todas las experiencias místicas que
experimentan los Pastorcitos, hay dos que se destacan, además de la experiencia
de recibir la Comunión Eucarística de manos del Ángel de Portugal: la
experiencia del Amor de Dios, descripto como “fuego que no arde”, y la
experiencia del Infierno. Con relación a la experiencia de Dios, decía así
Francisco: “Estábamos ardiendo en aquella luz que es Dios y no nos quemábamos.
¿Cómo es Dios? Esto no lo podemos decir. Pero qué pena que Él está tan triste;
¡si yo pudiera consolarle!”. Muy distinta es la experiencia con el otro fuego,
el del Infierno, que sí arde y duele, según el relato de Sor Lucía: “Al decir
estas últimas palabras abrió de nuevo las manos. El reflejo de la luz parecía
penetrar la tierra y vimos como un mar de fuego y sumergidos en este fuego los
demonios y las almas como si fuesen brasas trasparentes y negras o bronceadas,
de forma humana, que fluctuaban en el incendio llevada por las llamas que de
ellas mismas salían, juntamente con nubes de humo, cayendo hacia todos los
lados, semejante a la caída de pavesas en grandes incendios, pero sin peso ni
equilibrio, entre gritos y lamentos de dolor y desesperación que horrorizaban y
hacían estremecer de pavor. Los demonios se distinguían por sus formas
horribles y asquerosas de animales espantosos y desconocidos, pero trasparentes
como negros tizones en brasa. Asustados y como pidiendo socorro levantamos la
vista a nuestra Señora, que nos dijo con bondad y tristeza: “Habéis visto el
infierno, donde van las almas de los pobres pecadores. Para salvarlas Dios
quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón. Si hacen lo
que yo os digo se salvarán muchas almas y tendrán paz. La guerra terminará pero
si no dejan de ofender a Dios en el reinado de Pío XI comenzara otra peor”.
Con respecto a esta última, podemos hacer la
siguiente observación: en nuestros días, se oculta la realidad del Infierno y
sobre todo a los niños, pero en Fátima, la Virgen no solo no oculta la realidad
del Infierno a los niños, sino que, en cierta medida, los transporta allí, pues
los niños tienen una experiencia real y directa del Infierno, tan real, que
Lucía exclama asustada. Si la Virgen misma, en persona, les hace tener esta
experiencia mística del Infierno, para advertirnos acerca de las consecuencias
del desamor, la indiferencia y la rebelión contra Dios, ¿acaso cabe acusar a la
Virgen por revelar estas cosas a los niños? Por supuesto que no; la conclusión,
entonces, es que no se debe ocultar esta realidad de la eterna condenación,
como tampoco los medios que el cielo nos da para ganar el cielo: rezo del
Rosario, penitencia, sacrificios, adoración eucarística. En favor de esto,
podemos recordar que Jacinta, lejos de quedar “traumatizada” o “perturbada” por
la experiencia del Infierno, se preguntaba aún “porqué la Virgen no mostraba el
Infierno a los pecadores” -e incluso ella misma deseaba hacerlo-, porque
sostenía que si la Virgen lo hacía, los pecadores se convertirían y no se
condenarían. Estas son sus palabras: “¿Por qué es que Nuestra Señora no muestra
el infierno a los pecadores? Si lo viesen, ya no pecarían, para no ir allá. Has
de decir a aquella Señora que muestre el infierno a toda aquella gente. Verás
cómo se convierten. ¡Qué pena tengo de los pecadores! ¡Si yo pudiera mostrarles
el infierno!”. Jacinta también revela la causa principal de la condenación de
muchas almas en nuestros días, los pecados de la carne: “Los pecados que llevan
más almas al infierno son los de la carne”.
Rezo del Santo Rosario, oración, penitencia,
sacrificios, reparación, adoración a la Trinidad y a Dios Presente en la
Eucaristía, recuerdo del cielo y del infierno: estos son algunos de los
mensajes que la Madre de Dios nos transmite en las apariciones de Fátima, una
de las más grandiosas apariciones marianas de todos los tiempos.
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