Evangelio según San Lucas 9,1-6.
Jesús convocó a los Doce y les dio poder y autoridad para expulsar a toda clase de demonios y para curar las enfermedades.
Y los envió a proclamar el Reino de Dios y a sanar a los enfermos,
diciéndoles: "No lleven nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni tampoco dos túnicas cada uno.
Permanezcan en la casa donde se alojen, hasta el momento de partir.
Si no los reciben, al salir de esa ciudad sacudan hasta el polvo de sus pies, en testimonio contra ellos".
Fueron entonces de pueblo en pueblo, anunciando la Buena Noticia y curando enfermos en todas partes.
Palabra del Señor.
Gloria a Ti Señor Jesús.
25ª semana. Miércoles
VISITAR A LOS ENFERMOS
— Imitar a Cristo en su compasión por los que sufren.
Entre las obras de misericordia corporales, la Iglesia ha vivido desde los primeros tiempos la de visitar y acompañar a quien padece una enfermedad, aliviándole en lo posible y ayudándole a santificar ese estado. Ha insistido siempre en la necesidad y en la urgencia de esta manifestación de caridad, que tanto nos asemeja al Maestro y que tanto bien hace al enfermo y a quien la practica. «Ya se trate de niños que han de nacer, ya de personas ancianas, de accidentados o de necesitados de cura, de impedidos física o mentalmente, siempre se trata del hombre, cuya credencial de nobleza está escrita en las primeras páginas de la Biblia: Dios creó al hombre a su imagen (Gen1, 27). Por otra parte, se ha dicho a menudo que se puede juzgar de una civilización según su manera de conducirse con los débiles, con los niños, con los enfermos, con las personas de la tercera edad...»1. Allí donde se encuentra un enfermo ha de ser «el lugar humano por excelencia donde cada persona es tratada con dignidad; donde experimente, a pesar del sufrimiento, la proximidad de hermanos, de amigos»2.
Los Evangelios no se cansan de ponderar el amor y la misericordia de Jesús con los dolientes y sus constantes curaciones de enfermos. San Pedro compendia la vida de Jesús en Palestina con estas palabras en casa de Cornelio: Jesús el de Nazaret... pasó haciendo el bien y sanando...3. «Curaba a los enfermos, consolaba a los afligidos, alimentaba a los hambrientos, liberaba a los hombres de la sordera, de la ceguera, de la lepra, del demonio y de diversas disminuciones físicas; tres veces devolvió la vida a los muertos. Era sensible a todo sufrimiento humano, tanto del cuerpo como del alma»4. No pocas veces se hizo encontradizo con el dolor y la enfermedad. Cuando ve al paralítico de la piscina, que llevaba ya treinta y ocho años con su dolencia, le preguntó espontáneamente: ¿Quieres curar?5. En otra ocasión se ofrece a ir a la casa donde estaba el siervo enfermo del Centurión6. No huye de las dolencias tenidas por contagiosas y más desagradables: al leproso de Cafarnaún, a quien podía haber curado a distancia, se le acercó y, tocándole, le curó7. Y, como leemos en el Evangelio de la Misa de hoy8, cuando envía por vez primera a los Apóstoles para anunciar la llegada del Reino, les dio a la vez potestad para curar enfermedades.
Nuestra Madre la Iglesia enseña que visitar al enfermo es visitar a Cristo9, servir al que sufre es servir al mismo Cristo en los miembros dolientes de su Cuerpo místico. ¡Qué alegría tan grande oír un día de labios del Señor: Ven, bendito de mi Padre, porque estuve enfermo y me visitaste...! Me ayudaste a sobrellevar aquella enfermedad, el cansancio, la soledad, el desamparo...
Examinemos hoy cómo es nuestro trato con quienes sufren, qué tiempo les dedicamos, qué atención... «—Niño. —Enfermo. —Al escribir estas palabras, ¿no sentís la tentación de ponerlas con mayúscula?
»Es que, para un alma enamorada, los niños y los enfermos son Él»10.
— Llevar a cabo lo que Él haría en esas circunstancias.
La misericordia en el hombre es uno de los frutos de la caridad, y consiste en «cierta compasión de la miseria ajena, nacida en nuestro corazón, por la que –si podemos– nos vemos movidos a socorrerla»11. Es propio de la misericordia volcarse sobre quien padece dolor o necesidad, y tornar sus dolores y apuros como cosa propia, para remediarlos en la medida en que podamos. Por eso, cuando visitamos a un enfermo no estamos como cumpliendo un deber de cortesía; por el contrario, hacemos nuestro su dolor, procuramos aliviarlo, quizá con una conversación amable y positiva, con noticias que le agraden, prestándole pequeños servicios, ayudándole a santificar ese tesoro de la enfermedad que Dios ha puesto en sus manos, quizá facilitándole la oración, o leyéndole algún libro bueno, cuando sea oportuno... Procuramos obrar como Cristo lo haría, pues en su nombre prestamos esas pequeñas ayudas, y nos comportamos a la vez como si acudiéramos a visitar a Cristo enfermo, que tiene necesidad de nuestra compañía y de nuestros desvelos.
Cuando visitamos a una persona enferma o de alguna manera necesitada hacemos el mundo más humano, nos acercamos al corazón del hombre, a la vez que derramamos sobre él la caridad de Cristo, que Él mismo pone en nuestro corazón. «Se podría decir –escribe el Papa Juan Pablo II– que el sufrimiento presente bajo tantas formas diversas en el mundo, está también presente para irradiar el amor al hombre, precisamente en ese desinteresado don del propio “yo” en favor de los demás hombres, de los hombres que sufren. Podría decirse que el mundo del sufrimiento humano invoca sin pausa otro mundo: el del amor humano; y aquel amor desinteresado, que brota en su corazón y en sus obras, el hombre lo debe de algún modo al sufrimiento»12. ¡Cuánto bien podemos hacer siendo misericordiosos con el sufrimiento ajeno! ¡Cuántas gracias produce en nuestra alma! El Señor agranda nuestro corazón y nos hace entender la verdad de aquellas palabras del Señor:Es mejor dar que recibir13. Jesús es siempre un buen pagador.
— Con la caridad, la mirada se hace más penetrante para percibir los bienes divinos.
La misericordia –afirma San Agustín– es «el lustre del alma», pues la hace aparecer buena y hermosa14 y cubre la muchedumbre de los pecados15, pues «el que comienza a compadecerse de la miseria de otro, empieza a abandonar el pecado»16. Por eso es tan oportuno que nos acompañe ese amigo que tratamos de acercar a Dios cuando vamos a visitar a un enfermo. La preocupación por los demás, por sus necesidades, por sus apuros y sufrimientos, da al alma una especial finura para entender el amor de Dios. Afirma San Agustín que amando al prójimo limpiamos los ojos para poder ver a Dios17. La mirada se hace más penetrante para percibir los bienes divinos. El egoísmo endurece el corazón, mientras que la caridad dispone para gozar de Dios. Aquí la caridad es ya un comienzo de la vida eterna18, y la vida eterna consistirá en un acto ininterrumpido de caridad19. ¿Qué mejor recompensa, por ir a visitarlo, podría darnos el Señor, sino Él mismo? ¿Qué mayor premio que aumentar nuestra capacidad de querer a los demás? «Por mucho que ames, nunca querrás bastante.
»El corazón humano tiene un coeficiente de dilatación enorme. Cuando ama, se ensancha en un crescendo de cariño que supera todas las barreras.
»Si amas al Señor, no habrá criatura que no encuentre sitio en tu corazón»20.
Ancianos y enfermos, personas tristes y abandonadas, forman hoy una legión cada vez mayor de seres dolientes que reclaman la atención y la ayuda particular de nosotros los cristianos. «Habrá entre ellos quienes sufran en sus domicilios los rigores de la enfermedad o de la pobreza vergonzante, aunque esos quizá sean los menos. Existen actualmente, como es sabido, numerosos hospitales o residencias de ancianos, promovidos por el Estado y por otras instituciones, bien dotados en lo material y destinados a acoger a un creciente número de necesitados. Pero esos grandes edificios albergan con frecuencia a multitudes de individuos solitarios, que viven espiritualmente en completo abandono, sin compañía ni cariño de parientes y amigos»21. Nuestra atención y compañía a estas personas que sufren atraerá sobre nosotros la misericordia del Señor, de la que andamos tan necesitados.
En la Liturgia de las Horas, se dirige hoy al Señor una petición que bien podemos hacer nuestra al terminar la oración: Haz que sepamos descubrirte a Ti en todos nuestros hermanos, sobre todo en los que sufren y en los pobres22. Muy cerca de quienes sufren encontramos siempre a María. Ella dispone nuestro corazón para que nunca pasemos de largo ante un amigo enfermo, y ante quien padece necesidad en el alma o en el cuerpo.
1 Pablo VI, Alocución 24-V-1974. — 2 Ibídem. — 3 Hech 10, 38. — 4 Juan Pablo II, Carta Apost. Salvifici doloris, 11-II-1984, 16. — 5 Jn 5, 6. — 6 Cfr. Mt 8, 7. — 7 Mt 8, 3. — 8 Lc 9, 1-6. — 9 Cfr. Mt 25, 36-44 ss. — 10 San Josemaría Escrivá, Camino, n. 19. — 11 San Agustín, La Ciudad de Dios, 9, 5. — 12 Juan Pablo II, loc cit., 29. — 13Hech 20, 35. — 14 San Agustín, en Catena Aurea, vol. VI, p. 48. — 15 Cfr. 1 Pdr 4, 8. — 16 San Agustín, loc., cit. — 17 ídem, Comentario al Evangelio de San Juan, 17, 8. — 18 1 Jn 3, 14. — 19 Cfr. Santo Tomás, Suma Teológica, 1-2, q. 114, a. 4. — 20 San Josemaría Escrivá, Vía Crucis, VIII, 5. — 21 J. Orlandis, 8 Bienaventuranzas, EUNSA. Pamplona 1982, p. 105. — 22 Liturgia de las Horas, Preces de Laudes. _____________________________________________________________________________________________
Otro comentario: REDACCIÓN evangeli.net (elaborado a partir de textos de Benedicto XVI) (Città del Vaticano, Vaticano)
La sucesión de los Apóstoles. El Colegio apostólico
Hoy, Jesús convoca a los Doce, que representaban al futuro Pueblo de Dios. Gracias a su fiel testimonio y el de sus sucesores (los obispos), la palabra y la vida de Jesús se han hecho presentes de modo permanente entre nosotros, formando la Tradición viva de la Iglesia.
La sucesión en la función episcopal ha dado continuidad al ministerio de los Apóstoles. A los Doce se les asoció, en primer lugar, Matías (sustituyendo a Judas Iscariote), y después, Pablo, y luego Bernabé, y más tarde otros, hasta la definitiva configuración —en la segunda y tercera generación— del ministerio del obispo. Por tanto, la continuidad apostólica se expresa en esta cadena histórica. Y en esta "continuada sucesión" del Colegio apostólico se encuentra la garantía de perseverancia de la comunidad eclesial reunida "por" y "en" Cristo.
—Esta continuidad es no solamente sucesión histórica, sino que también debe entenderse en sentido espiritual: la sucesión apostólica en el ministerio es considerada como lugar privilegiado de la acción y de la transmisión del Espíritu Santo.
La sucesión en la función episcopal ha dado continuidad al ministerio de los Apóstoles. A los Doce se les asoció, en primer lugar, Matías (sustituyendo a Judas Iscariote), y después, Pablo, y luego Bernabé, y más tarde otros, hasta la definitiva configuración —en la segunda y tercera generación— del ministerio del obispo. Por tanto, la continuidad apostólica se expresa en esta cadena histórica. Y en esta "continuada sucesión" del Colegio apostólico se encuentra la garantía de perseverancia de la comunidad eclesial reunida "por" y "en" Cristo.
—Esta continuidad es no solamente sucesión histórica, sino que también debe entenderse en sentido espiritual: la sucesión apostólica en el ministerio es considerada como lugar privilegiado de la acción y de la transmisión del Espíritu Santo.
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Otro comentario: Rev. D. Jordi CASTELLET i Sala (Sant Hipòlit de Voltregà, Barcelona, España)
Convocando Jesús a los Doce, les dio autoridad y poder sobre todos los demonios, y para curar enfermedades
Hoy vivimos unos tiempos en que nuevas enfermedades mentales alcanzan difusiones insospechadas, como nunca había habido en el curso de la historia. El ritmo de vida actual impone estrés a las personas, carrera para consumir y aparentar más que el vecino, todo ello aliñado con unas fuertes dosis de individualismo, que construyen una persona aislada del resto de los mortales. Esta soledad a la que muchos se ven obligados por conveniencias sociales, por la presión laboral, por convenciones esclavizantes, hace que muchos sucumban a la depresión, las neurosis, las histerias, las esquizofrenias u otros desequilibrios que marcan profundamente el futuro de aquella persona.
«Convocando Jesús a los Doce, les dio autoridad y poder sobre todos los demonios, y para curar enfermedades» (Lc 9,1). Males, éstos, que podemos identificar en el mismo Evangelio como enfermedades mentales.
El encuentro con Cristo, que es la Persona completa y realizada, aporta un equilibrio y una paz que son capaces de serenar los ánimos y de hacer reencontrar a la persona con ella misma, aportándole claridad y luz en su vida, bueno para instruir y enseñar, educar a los jóvenes y a los mayores, y encaminar a las personas por el camino de la vida, aquélla que nunca se ha de marchitar.
Los Apóstoles «recorrían los pueblos, anunciando la Buena Nueva» (Lc 9,6). Es ésta también nuestra misión: vivir y meditar el Evangelio, la misma palabra de Jesús, a fin de dejarla penetrar en nuestro interior. Así, poco a poco, podremos encontrar el camino a seguir y la libertad a realizar. Como ha escrito Juan Pablo II, «la paz ha de realizarse en la verdad (...); ha de hacerse en la libertad».
Que sea el mismo Jesucristo, que nos ha llamado a la fe y a la felicidad eterna, quien nos llene de su esperanza y amor, Él que nos ha dado una nueva vida y un futuro inagotable.
«Convocando Jesús a los Doce, les dio autoridad y poder sobre todos los demonios, y para curar enfermedades» (Lc 9,1). Males, éstos, que podemos identificar en el mismo Evangelio como enfermedades mentales.
El encuentro con Cristo, que es la Persona completa y realizada, aporta un equilibrio y una paz que son capaces de serenar los ánimos y de hacer reencontrar a la persona con ella misma, aportándole claridad y luz en su vida, bueno para instruir y enseñar, educar a los jóvenes y a los mayores, y encaminar a las personas por el camino de la vida, aquélla que nunca se ha de marchitar.
Los Apóstoles «recorrían los pueblos, anunciando la Buena Nueva» (Lc 9,6). Es ésta también nuestra misión: vivir y meditar el Evangelio, la misma palabra de Jesús, a fin de dejarla penetrar en nuestro interior. Así, poco a poco, podremos encontrar el camino a seguir y la libertad a realizar. Como ha escrito Juan Pablo II, «la paz ha de realizarse en la verdad (...); ha de hacerse en la libertad».
Que sea el mismo Jesucristo, que nos ha llamado a la fe y a la felicidad eterna, quien nos llene de su esperanza y amor, Él que nos ha dado una nueva vida y un futuro inagotable.
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