Biografía “ En cuanto a mí,¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo! “ (Gal 6, 14).
Padre Pío de Pietrelcina, al igual que el apóstol Pablo, puso en la cumbre de su vida y de su apostolado la Cruz de su Señor como su fuerza, su sabiduría y su gloria. Inflamado de amor hacia Jesucristo, se conformó a Él por medio de la inmolación de sí mismo por la salvación del mundo. En el seguimiento y la imitación de Cristo Crucificado fue tan generoso y perfecto que hubiera podido decir “con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 19). Derramó sin parar los tesoros de la gracia que Dios le había concedido con especial generosidad a través de su ministerio, sirviendo a los hombres y mujeres que se acercaban a él, cada vez más numerosos, y engendrado una inmensa multitud de hijos e hijas espirituales.
Este dignísimo seguidor de San Francisco de Asís nació el 25 de mayo de 1887 en Pietrelcina, archidiócesis de Benevento, hijo de Grazio Forgione y de María Giuseppa De Nunzio. Fue bautizado al día siguiente recibiendo el nombre de Francisco. A los 12 años recibió el Sacramento de la Confirmación y la Primera Comunión.
El 6 de enero de 1903, cuando contaba 16 años, entró en el noviciado de la orden de los Frailes Menores Capuchinos en Morcone, donde el 22 del mismo mes vistió el hábito franciscano y recibió el nombre de Fray Pío. Acabado el año de noviciado, emitió la profesión de los votos simples y el 27 de enero de 1907 la profesión solemne.
Después de la ordenación sacerdotal, recibida el 10 de agosto de 1910 en Benevento, por motivos de salud permaneció en su familia hasta 1916. En septiembre del mismo año fue enviado al Convento de San Giovanni Rotondo y permaneció allí hasta su muerte.
Enardecido por el amor a Dios y al prójimo, Padre Pío vivió en plenitud la vocación de colaborar en la redención del hombre, según la misión especial que caracterizó toda su vida y que llevó a cabo mediante la dirección espiritual de los fieles, la reconciliación sacramental de los penitentes y la celebración de la Eucaristía. El momento cumbre de su actividad apostólica era aquél en el que celebraba la Santa Misa. Los fieles que participaban en la misma percibían la altura y profundidad de su espiritualidad.
En el orden de la caridad social se comprometió en aliviar los dolores y las miserias de tantas familias, especialmente con la fundación de la “Casa del Alivio del Sufrimiento”, inaugurada el 5 de mayo de 1956. Para el Siervo de Dios la fe era la vida: quería y hacía todo a la luz de la fe. Estuvo dedicado asiduamente a la oración. Pasaba el día y gran parte de la noche en coloquio con Dios. Decía: “En los libros buscamos a Dios, en la oración lo encontramos. La oración es la llave que abre el corazón de Dios”. La fe lo llevó siempre a la aceptación de la voluntad misteriosa de Dios.
Estuvo siempre inmerso en las realidades sobrenaturales. No era solamente el hombre de la esperanza y de la confianza total en Dios, sino que infundía, con las palabras y el ejemplo, estas virtudes en todos aquellos que se le acercaban.
El amor de Dios le llenaba totalmente, colmando todas sus esperanzas; la caridad era el principio inspirador de su jornada: amar a Dios y hacerlo amar. Su preocupación particular: crecer y hacer crecer en la caridad.
Expresó el máximo de su caridad hacia el prójimo acogiendo, por más de 50 años, a muchísimas personas que acudían a su ministerio y a su confesionario, recibiendo su consejo y su consuelo. Era como un asedio: lo buscaban en la iglesia, en la sacristía y en el convento. Y él se daba a todos, haciendo renacer la fe, distribuyendo la gracia y llevando luz. Pero especialmente en los pobres, en quienes sufrían y en los enfermos, él veía la imagen de Cristo y se entregaba especialmente a ellos.Ejerció de modo ejemplar la virtud de la prudencia, obraba y aconsejaba a la luz de Dios. Su preocupación era la gloria de Dios y el bien de las almas. Trató a todos con justicia, con lealtad y gran respeto.
Brilló en él la luz de la fortaleza. Comprendió bien pronto que su camino era el de la Cruz y lo aceptó inmediatamente con valor y por amor. Experimentó durante muchos años los sufrimientos del alma. Durante años soportó los dolores de sus llagas con admirable serenidad. Aceptó en silencio las numerosas intervenciones de las Autoridades y calló siempre ante las calumnias. Recurrió habitualmente a la mortificación para conseguir la virtud de la templanza, de acuerdo con el estilo franciscano. Era templado en la mentalidad y en el modo de vivir.
Consciente de los compromisos adquiridos con la vida consagrada, observó con generosidad los votos profesados. Obedeció en todo las órdenes de sus superiores, incluso cuando eran difíciles. Su obediencia era sobrenatural en la intención, universal en la extensión e integral en su realización. Vivió el espíritu de pobreza con total desprendimiento de sí mismo, de los bienes terrenos, de las comodidades y de los honores. Tuvo siempre una gran predilección por la virtud de la castidad. Su comportamiento fue modesto en todas partes y con todos.
Se consideraba sinceramente inútil, indigno de los dones de Dios, lleno de miserias y a la vez de favores divinos. En medio de tanta admiración del mundo, repetía: “Quiero ser sólo un pobre fraile que reza”.
Su salud, desde la juventud, no fue muy robusta y, especialmente, en los últimos años de su vida, empeoró rápidamente.
La hermana muerte lo sorprendió preparado y sereno el 23 de septiembre de 1968, a los 81 años de edad. La concurrencia a su funeral fue extraordinaria.
El 20 de febrero de 1971, apenas tres años después de la muerte del Siervo de Dios, Pablo VI, dirigiéndose a los Superiores de la orden Capuchina, dijo de él: “!Mirad qué fama ha tenido, qué clientela mundial ha reunido en torno a sí! Pero, ¿por qué? ¿Tal vez porque era un filósofo? ¿Porqué era un sabio? ¿Porqué tenía medios a su disposición? Porque celebraba la Misa con humildad, confesaba desde la mañana a la noche, y era, es difícil decirlo, un representante visible de las llagas de Nuestro Señor. Era un hombre de oración y de sufrimiento”.
El 20 de febrero de 1971, apenas tres años después de la muerte del Siervo de Dios, Pablo VI, dirigiéndose a los Superiores de la orden Capuchina, dijo de él: “!Mirad qué fama ha tenido, qué clientela mundial ha reunido en torno a sí! Pero, ¿por qué? ¿Tal vez porque era un filósofo? ¿Porqué era un sabio? ¿Porqué tenía medios a su disposición? Porque celebraba la Misa con humildad, confesaba desde la mañana a la noche, y era, es difícil decirlo, un representante visible de las llagas de Nuestro Señor. Era un hombre de oración y de sufrimiento”.
Ya durante su vida gozó de notable fama de santidad, debida a sus virtudes, a su espíritu de oración, de sacrificio y de entrega total al bien de las almas.
En los años siguientes a su muerte, la fama de santidad y de milagros creció constantemente, llegando a ser un fenómeno eclesial extendido por todo el mundo y a toda clase de personas.
De este modo, Dios manifestaba a la Iglesia su voluntad de glorificar en la tierra a su Siervo fiel. No pasó mucho tiempo hasta que la Orden de los Frailes Menores Capuchinos realizó los pasos previstos por la ley canónica para iniciar la causa de beatificación y canonización. Examinadas todas las circunstancias, la Santa Sede, a tenor del Motu Proprio “Sanctitas Clarior” concedió el nulla osta el 29 de noviembre de 1982. El Arzobispo de Manfredonia pudo así proceder a la introducción de la Causa y a la celebración del proceso de conocimiento (1983-1990). El 7 de diciembre de 1990 la Congregación para las Causas de los Santos reconoció la validez jurídica. Acabada la Positio, se discutió, como es costumbre, si el Siervo de Dios había ejercitado las virtudes en grado heroico. El 13 de junio de 1997 tuvo lugar el Congreso Peculiar de Consultores teólogos con resultado positivo. En la Sesión ordinaria del 21 de octubre siguiente, siendo ponente de la Causa Mons. Andrea María Erba, Obispo de Velletri-Segni, los Padres Cardenales y obispos reconocieron que el Padre Pío ejerció en grado heroico las virtudes teologales, cardinales y las relacionadas con las mismas.
El 18 de diciembre de 1997, en presencia de Juan Pablo II, fue promulgado el Decreto sobre la heroicidad de las virtudes.
Para la beatificación del Padre Pío, la Postulación presentó al Dicasterio competente la curación de la Señora Consiglia De Martino, de Salerno (Italia). Sobre este caso se celebró el preceptivo proceso canónico ante el Tribunal Eclesiástico de la Archidiócesis de Salerno-Campagna-Acerno de julio de 1996 a junio de 1997 y fue reconocida su validez con decreto del 26 de septiembre de 1997. El 30 de abril de 1998 tuvo lugar, en la Congregación para las Causas de los Santos, el examen de la Consulta Médica y, el 22 de junio del mismo año, el Congreso peculiar de Consultores teólogos. El 20 de octubre siguiente, en el Vaticano, se reunió la Congregación ordinaria de Cardenales y obispos, miembros del Dicasterio, siendo Ponente Mons. Andrea M. Erba, y el 21 de diciembre de 1998 se promulgó, en presencia de Juan Pablo II, el Decreto sobre el milagro.
El 2 de mayo de 1999 a lo largo de una solemne Concelebración Eucarística en la plaza de San Pedro Su Santidad Juan Pablo II, con su autoridad apostólica declaró Beato al Venerable Siervo de Dios Pío de Pietrelcina, estableciendo el 23 de septiembre como fecha de su fiesta litúrgica.Para la canonización del Beato Pío de Pietrelcina, la Postulación ha presentado al Dicasterio competente la curación del pequeño Mateo Pio Colella de San Giovanni Rotondo. Sobre el caso se ha celebrado el regular Proceso canónico ante el Tribunal eclesiástico de la archidiócesis de Manfredonia‑Vieste del 11 de junio al 17 de octubre del 2000. El 23 de octubre siguiente la documentación se entregó en la Congregación de las Causas de los Santos. El 22 de noviembre del 2001 tuvo lugar, en la Congregación de las Causas de los Santos, el examen médico. El 11 de diciembre se celebró el Congreso Particular de los Consultores Teólogos y el 18 del mismo mes la Sesión Ordinaria de Cardenales y Obispos. El 20 de diciembre, en presencia de Juan Pablo II, se ha promulgado el Decreto sobre el milagro y el 26 de febrero del 2002 se promulgó el Decreto sobre la canonización.
Los Estigmas
Un día, el 2 de septiembre de 1915, doña Josefa llamó a su hijo: "¡Padre Pío! ¡Padre Pío!" Después de unos momentos, su hijo salió de la cabaña agitando las manos, como si se las hubiera quemado.
Su madre de carácter siempre alegre, se sonrió y le dijo: ¿Qué trae ahora que viene tocando la guitarra con las dos manos?
Su madre de carácter siempre alegre, se sonrió y le dijo: ¿Qué trae ahora que viene tocando la guitarra con las dos manos?
"No es nada", contestó el Padre Pío, "dolores insignificantes".
En realidad el Padre Pío acababa de recibir los estigmas invisibles. Ya antes había sentido dolores en los pies y en las manos.
En 1912 los dolores se extendieron al corazón. En una carta de aquel tiempo, así escribía: "El corazón, las manos y los pies, me parecen estar traspasados por una espada".
El 10 de octubre de 1915 comunicó a su director espiritual, Padre Agustín, haber recibido los estigmas invisibles, sintiendo, especialmente en algunos días "agudísimo dolor".Un día en que estaba en el coro con los demás religiosos, después de que terminó el rezo de la Liturgia de las Horas, todos se retiraron, quedando solamente el Padre Pío recogido en su oración personal junto al padre Arcángel. Al toque de la campanilla para la comunidad, los dos se levantan. Las manos del Padre Pío están sangrando. El Padre Arcángel preocupado, le pregunta: "¿Se ha herido?".
Con paso incierto y con el rostro pálido se fue a presentar al Superior, quien al verlo quedó petrificado. Además de las manos y los pies, también el costado sangraba abundantemente. Lo raro también era que la sangre no coagulaba y, además, emanaba un agradable perfume.
El Superior enseguida pone al tanto al Padre Provincial. Como es de imaginar, la noticia no duró mucho tiempo oculta. El estupor y la alegría llenó los corazones de miles de personas, que iban a ver al "santo". Todo el mundo quería confesarse con el Padre Pío o participar en su Santa Misa.
En realidad el Padre Pío acababa de recibir los estigmas invisibles. Ya antes había sentido dolores en los pies y en las manos.
En 1912 los dolores se extendieron al corazón. En una carta de aquel tiempo, así escribía: "El corazón, las manos y los pies, me parecen estar traspasados por una espada".
El 10 de octubre de 1915 comunicó a su director espiritual, Padre Agustín, haber recibido los estigmas invisibles, sintiendo, especialmente en algunos días "agudísimo dolor".Un día en que estaba en el coro con los demás religiosos, después de que terminó el rezo de la Liturgia de las Horas, todos se retiraron, quedando solamente el Padre Pío recogido en su oración personal junto al padre Arcángel. Al toque de la campanilla para la comunidad, los dos se levantan. Las manos del Padre Pío están sangrando. El Padre Arcángel preocupado, le pregunta: "¿Se ha herido?".
Con paso incierto y con el rostro pálido se fue a presentar al Superior, quien al verlo quedó petrificado. Además de las manos y los pies, también el costado sangraba abundantemente. Lo raro también era que la sangre no coagulaba y, además, emanaba un agradable perfume.
El Superior enseguida pone al tanto al Padre Provincial. Como es de imaginar, la noticia no duró mucho tiempo oculta. El estupor y la alegría llenó los corazones de miles de personas, que iban a ver al "santo". Todo el mundo quería confesarse con el Padre Pío o participar en su Santa Misa.
El caso preocupó mucho al Superior Provincial quién se propuso estudiar bien su caso. Pidió fotografías y las envió, junto con un amplio reporte a la Santa Sede. Como respuesta, recibió la orden de intensificar el estudio médico y sustraer al Padre Pío de la curiosidad popular. Se le prohibió celebrar misa en público y confesar.
El Padre Pío calla y obedece. Durante dos largos años vivió una vida perfecta de claustro y bajo las órdenes de los médicos, que no encontraban las causas naturales de sus heridas, no dejaban en paz al padre.
Un día un doctor le hizo esta pregunta:
-Padre, dígame ¿Por qué tiene lesiones exactamente allí y no en otra parte?
-Más bien debería ser usted el que me conteste, doctor: ¿por qué he de tenerlas en otras partes y no allí?
Al Padre Pío no le faltaban ni el sentido del humor ni las respuestas sagaces.
El Padre Pío calla y obedece. Durante dos largos años vivió una vida perfecta de claustro y bajo las órdenes de los médicos, que no encontraban las causas naturales de sus heridas, no dejaban en paz al padre.
Un día un doctor le hizo esta pregunta:
-Padre, dígame ¿Por qué tiene lesiones exactamente allí y no en otra parte?
-Más bien debería ser usted el que me conteste, doctor: ¿por qué he de tenerlas en otras partes y no allí?
Al Padre Pío no le faltaban ni el sentido del humor ni las respuestas sagaces.
la Bilocación
En el convento de San Elías de Pennisi, Fray Pío experimentó por primera vez el fenómeno de la bilocación. La noche del 18 de enero de 1905, mientras se encontraba en el coro, recogido en profunda oración, se sintió trasladado a una casa señorial de la ciudad de Údine, donde estaba muriéndose un hombre y naciendo una niña.
El caso curioso fue narrado por el mismo religioso que, por obediencia lo puso por escrito y, después de muchos años, por la joven que entonces había nacido."Hace días- escribe Fray Pío- me pasó algo insospechado: Mientras me encontraba en el coro con Fray Atanasio, eran como las 23 horas del 18 de este mes cuando me encontré en una casa señorial donde moría un papá mientras nacía una niña. Se me apareció entonces la Santísima Virgen que me dijo: ‘Te confío esta criatura, es una piedra preciosa en su estado bruto. Trabájala, límpiala, hazla lo más brillante posible, porque un día quiero usarla para adornarme…’ Le contesté a la Virgen: ‘¿Cómo podría ser posible, si yo soy todavía un estudiante y no sé si un día podré tener la suerte y la alegría de ser sacerdote? Y aunque llegue a ser sacerdote, ¿cómo podré ocuparme de esta niña, viviendo yo tan lejos de aquí?’ La Virgen me respondió: ‘No dudes. Será ella quien irá a buscarte, pero antes la encontrarás en la Basílica de San Pedro en Roma’. Después de esto… me encontré otra vez en el coro".
Este escrito fue cuidadosamente guardado por el director espiritual del Padre Pío, el padre Agustín de San Marco en Lamis. La niña de la que se habla en el escrito se llama Giovanna Rizzani. Su Papá estaba inscrito en la Masonería. Durante su última enfermedad, su lujosa residencia fue rigurosamente vigilada día y noche por los masones, situada en la calle Tiberio de Ciani No. 33 de la ciudad italiana de Údine. Esto, para impedir el paso de cualquier sacerdote.
Horas antes de morir, su esposa Leonilde- que era muy religiosa- estaba cerca del lecho del moribundo recogida en oración y lágrimas. De repente vio salir de la recámara y alejarse por el pasillo a un fraile capuchino. Se levantó enseguida, lo llamó y lo siguió mientras el fraile desaparecía.
La señora estaba extremadamente angustiada pensando en su esposo que se moría sin los auxilios religiosos. En aquel momento, oyó gemir al perro que estaba amarrado en el jardín de la casa, como si el animal percibiera la muerte ya próxima del amo.
El caso curioso fue narrado por el mismo religioso que, por obediencia lo puso por escrito y, después de muchos años, por la joven que entonces había nacido."Hace días- escribe Fray Pío- me pasó algo insospechado: Mientras me encontraba en el coro con Fray Atanasio, eran como las 23 horas del 18 de este mes cuando me encontré en una casa señorial donde moría un papá mientras nacía una niña. Se me apareció entonces la Santísima Virgen que me dijo: ‘Te confío esta criatura, es una piedra preciosa en su estado bruto. Trabájala, límpiala, hazla lo más brillante posible, porque un día quiero usarla para adornarme…’ Le contesté a la Virgen: ‘¿Cómo podría ser posible, si yo soy todavía un estudiante y no sé si un día podré tener la suerte y la alegría de ser sacerdote? Y aunque llegue a ser sacerdote, ¿cómo podré ocuparme de esta niña, viviendo yo tan lejos de aquí?’ La Virgen me respondió: ‘No dudes. Será ella quien irá a buscarte, pero antes la encontrarás en la Basílica de San Pedro en Roma’. Después de esto… me encontré otra vez en el coro".
Este escrito fue cuidadosamente guardado por el director espiritual del Padre Pío, el padre Agustín de San Marco en Lamis. La niña de la que se habla en el escrito se llama Giovanna Rizzani. Su Papá estaba inscrito en la Masonería. Durante su última enfermedad, su lujosa residencia fue rigurosamente vigilada día y noche por los masones, situada en la calle Tiberio de Ciani No. 33 de la ciudad italiana de Údine. Esto, para impedir el paso de cualquier sacerdote.
Horas antes de morir, su esposa Leonilde- que era muy religiosa- estaba cerca del lecho del moribundo recogida en oración y lágrimas. De repente vio salir de la recámara y alejarse por el pasillo a un fraile capuchino. Se levantó enseguida, lo llamó y lo siguió mientras el fraile desaparecía.
La señora estaba extremadamente angustiada pensando en su esposo que se moría sin los auxilios religiosos. En aquel momento, oyó gemir al perro que estaba amarrado en el jardín de la casa, como si el animal percibiera la muerte ya próxima del amo.
La señora, no aguantando el gemido del perro, fue a soltarlo. En esos momentos sintió los dolores del parto y allí mismo dio a luz a una niña. El administrador de la casa corrió para ayudarle. De lejos vieron la escena los dos masones que vigilaban la entrada y también el párroco que quería entrar a la casa para auxiliar al moribundo.
El administrador, después de que ayudó a la señora a alcanzar la recámara, bajó indignado contra los masones que impedían el paso al sacerdote y les gritó: "Dejen entrar al padre. Ustedes pueden impedirle que asista al moribundo, pero no tienen derecho a impedirle que vaya a bautizar a la niña que acaba de nacer prematuramente".
Fue así como se dejó pasar al sacerdote, que además de bautizar a la niña, administró los últimos sacramentos al moribundo arrepentido.
A la muerte del señor Juan Bautista Rizzani, la joven viuda se trasladó a Roma con sus papás. Allí, la pequeña Giovanna creció educada cristianamente.
El administrador, después de que ayudó a la señora a alcanzar la recámara, bajó indignado contra los masones que impedían el paso al sacerdote y les gritó: "Dejen entrar al padre. Ustedes pueden impedirle que asista al moribundo, pero no tienen derecho a impedirle que vaya a bautizar a la niña que acaba de nacer prematuramente".
Fue así como se dejó pasar al sacerdote, que además de bautizar a la niña, administró los últimos sacramentos al moribundo arrepentido.
A la muerte del señor Juan Bautista Rizzani, la joven viuda se trasladó a Roma con sus papás. Allí, la pequeña Giovanna creció educada cristianamente.
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