Un testimonio sacerdotal
El lunes por la noche, sonó el teléfono a las 6:55 de la noche. Me levanté tan dormido, que no tenía ni una ligera idea de la hora que era. Tuve la vaga idea de que era más tarde. Me llamaban del hospital provincial. Una persona estaba muriéndose y me pedía la familia que le administrara la unción de los enfermos.
En veinte minutos estaba junto a la cama. Me acerqué a su oído y le dije que le iba a administrar la absolución de sus pecados. Si me escucha, haga un acto de arrepentimiento de sus pecados, le dije. Recé junto a su oído el Yo confieso. Después repetí la triple aclamación del Kyrie Eleison. Tras ello, le di la absolución bajo condición. El anciano no abrió los ojos en todo el rato.
Después vino el sacramento de la unción. Los ritos se desarrollaron con su pausa, con su solemnidad. Su respiración era lenta, aunque no anormal. Pude hablar con la familia que reunida alrededor de la cama, atendía atenta a mis plegarias. Al acabar, hablé con ellos unos minutos. Después, me volví al moribundo y le dije adiós. Y justo en ese momento la respiración cesa. Era fácil de verlo, porque tenía una mascara con una bolsa que se hinchaba. Y la bolsa dejó de hincharse y deshincharse. Se quedó totalmente quieta.
Extrañado de que mi despedida coincidiera con ese hecho, me fijé un poco más. Me dio la sensación de que una ligerísima respiración seguía, pero no estoy seguro. Varias veces, me ha sucedido que el moribundo ha permanecido con vida, justo hasta recibir el sacramento. Como si Dios quisiera que lo recibiera y retrasara el momento de la partida.
¿Qué debe suceder en el alma en ese momento definitivo de la vida? ¿Qué transformaciones suceden en lo más profundo del espíritu, a través de esos ritos? Allá vamos. Nos acercamos a la puerta, a la Puerta por excelencia.
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