DE LA LECTURA ESPIRITUAL, POR SAN ALFONSO MARÍA
DE LIGORIO
No siempre se puede tener a mano al padre
espiritual que nos aconseje en nuestras obras, y sobre todo en nuestras dudas;
pues la lectura puede suplirlos, suministrándonos luces, enseñándonos el camino
para huir de los engaños del demonio y de nuestro amor propio, y para aceptar
conocer la voluntad de Dios. Por eso asegura San Atanasio que «no es posible
encontrar quien, dedicándose al servicio del Señor, no sea gran amante de la lectura
espiritual».
Se comprende, pues, que todos los santos fundadores hayan
recomendados tanto este piadoso ejercicio a sus religiosos. San Benito
prescribió que todos hicieran lectura cada día, y que dos monjes se encargara
de recorrer ese tiempo las celdas, para ver si era observado este punto; caso
de encontrar algún negligente en su cumplimiento, quería que se le impusiera
una penitencia. Y antes que todos los fundadores, lo había prescrito San Pablo
a Timoteo: «Aplícate a la lectura»: Nótese la palabra que emplea: attende;
es decir, que por muchos que fueran los cuidados que le exigieran sus ovejas
–Timoteo era obispo–, quería San Pablo que se dedicara a la lectura de libros
santos, no como de pasada y por breve tiempo, sino aplicándose expresamente a
ella con detención.
Tan grande
es el provecho que causan los libros buenos, cuanto es grande el daño que
causan los libros malos; así como aquellos han sido con frecuencia causa de
conversión de muchos pecadores, así estos (los libros malos, revistas de
cotilleos, y cualquier otros que no inviten al camino de la virtud) causan la
ruina de muchos jóvenes. El autor de los libros buenos es el Espíritu de Dios,
así como de los libros malos son del espíritu del demonio, que a muchos logra
engañar frecuentemente, disimulando el veneno que tales libros encierran.
·
En primer lugar, así como la lectura de los malos libros, según
queda escrito, llena el alma de sentimientos mundanos y perniciosos, la lectura
de los buenos libros llena el espíritu de pensamientos y deseos santos. ¿Qué
pensamientos santos puede cultivar un alma ocupada, en lecturas de libros
curiosos y profanos, que hace germinar en su cabeza ideas mundanas y en el
corazón una legión de afectos terrenos? ¿Cómo se va a mantener en la presencia
de Dios y como va a hacer actos y afectos piadosos? El molino muele el grano
que se le hecha; si se le hecha mal grano, ¿cómo queremos que de harina buena?
Irá a la oración y a la comunión, y en vez de estar pensando en Dios y haciendo
actos de amor y de confianza, estará profundamente distraída, porque le vendrá
en tropel a la memoria todas las vanas ideas de sus lecturas. En cambio, quien
tiene la mente bien nutrida de especies devotas, como máximas espirituales,
ejemplos de virtud de los santos, se verá acompañada de tales pensamientos, no
solo durante la oración, sino también fuera de ella; por lo cual podrá ser casi
continuo su recogimiento en Dios. San Bernardo lo explica todo esto con
una bella comparación sobre aquel pasaje de San Mateo: Buscad y
hallareis. “Buscad leyendo –explica el santo– y encontrareis
meditando; la lectura pone el alimento en la boca para masticarlo por la
meditación”.
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En segundo lugar, el alma embebecida en santos pensamientos por
medio de la lectura, estará mejor dispuesta para rechazar las tentaciones
interna. Con este fin, San Jerónimo se la aconsejaba a su discípula Salvina: «No
dejes de las manos los libros divinos, que serán un escudo donde reboten las
flechas de los malos pensamientos».
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En tercer lugar, la lectura nos sirve para ver las manchas del
alma, y viéndolas, más fácilmente las podremos quitar. El mismo San Jerónimo
escribió a Demetriades «que se sirviera de la lectura como de un espejo»; con
lo cual quería significar que, así como el espejo nos descubre las manchas del
rostro, la lectura de los libros santos descubre las manchas de la conciencia.
«En ella –nota San Gregorio hablando de la lectura– vemos que tenemos de
hermoso y lo que tenemos de deforme, por ella apreciamos nuestros progresos»;
vemos si hemos adelantado o hemos retrocedidos en las vías de Dios.
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En cuarto lugar, por la lectura de los libros santos recibimos
muchas luces, y sentimos las llamadas divinas. Advierte San Jerónimo que «Cuando
oramos, le hablamos (a Dios) cuando leemos, le oímos».
No siempre, como decía antes, podremos tener junto a vosotras
(almas que buscan la santidad) al padre espiritual, ni siempre podremos oír la
palabra de santos predicadores, que nos den luces y nos dirijan acertadamente
por los caminos de Dios, pero tenemos quien lo sustituye en los buenos libros.
¡Cuantos santos han abandonado el mundo y se han dado a Dios por la lectura de un libro espiritual!
Bien es conocido el ejemplo de San Agustín, que, estando
miserablemente aherrojado por sus pasiones y sus vicios, fue iluminado por luz
celestial que le vino por la lectura de una Epístola de San Pablo, salió de las
tinieblas y comenzó a caminar hacia la santidad. Lo mismo le aconteció a San
Ignacio de Loyola; siendo todavía soldado, para vencer el aburrimiento de las
horas que tenía que estar en el lecho, a causa de las heridas comenzó a leer un
libro de Vida de santo, que por la providencia divina le vino a las manos; eso
le bastó para comenzar a ser santo, convertido en padre (en la vida espiritual)
y fundador de esa religión de la Compañía de Jesús, que tantos días de gloria
ha dado a la Iglesia.
San Juan Colombini leyó también por casualidad, y casi contra su
voluntad, un libro devoto, y eso bastó para hacerle dejar el mundo y hacerle
fundador de una orden religiosa. De dos cortesanos del emperador Teodosio.
Cuenta San Agustín que entraron un día en un monasterio: dos de ellos se puso a
curiosear una Vida de San Antonio que encontró en una celda; pero de tal modo
le fueron dominando los santos pensamientos que leía, que allí mismo tomó la
resolución de dejar el mundo, y luego habló a su compañero con tal fervor, que
los dos decidieron dedicarse en aquel monasterio, al servicio de Dios.
En las crónicas de los carmelitas descalzos se lee que una
señora de Viena se había arreglado una tarde para asistir a un sarao; pero
cuando hubo llegado al salón y viendo que la fiesta se había suspendido, se
llenó de rabia y para distraer el mal humor tomó un libro espiritual que por la
providencia de Dios le vino a sus mano; el libro trataba del desprecio del
mundo, y tanto la convenció, que dio un adiós al mundo y se hizo carmelita.
Pero no se crea que los libros devotos ayudaron a los santos al
principio de sus conversiones, fueron su ayuda toda su vida, para conservar y
aumentar cada día más su perfección.
El glorioso Santo Domingo cogía sus libros de devoción, los
estrechabas efusivamente y exclamaba «Estos son los pechos que me dan leche».
¿Cómo podían los santos anacoretas pasarse tan largos años en el
desierto, lejos de todo comercio humano, sino con la ayuda de la oración y la
compañía de los libros espirituales? Para el gran siervo de Dios, Tomás de
Kempis, no había mayor recreación que estar en un rincón de su celda con un
libro que le hablara de Dios. Ya recordé en otro lugar las palabras del
Venerable Vicente Caraffa “Que para él no había en el mundo vida más envidiable
que esconderse en una gruta solitaria, con un pedazo de pan y un libro de
devoción”. San Felipe Neri dedicándose todos los ratos libres que tenía para
leer libros espirituales, y sobre todo, vidas de santos.
— ¿Y cuales son los mejores libros para mí?
— ¿Y cuales son los mejores libros para mí?
Pues os respondo, ante todo aquellos libros en que vuestra alma
encuentra más pasto de devoción y que más fuerza tienen para unirse con Dios.
Son preciosas para este fin, las obras de San Francisco de Sales, de Santa
Teresa de Jesús, del P. Granada, del P. Rodríguez y del P. Nieremberg.
Escoged
aquellas materias que conozcáis ser más provechosa para vuestra perfección.
LEED CON PREFERENCIA VIDAS DE SANTOS.
¡Qué hermosa ayuda tenemos en las Vidas de los santos! Los
libros ascéticos nos dan instrucciones sobre el modo de practicar las virtudes;
pero en las vidas de los santos vemos como las han practicado muchos hombres de
carne y hueso como nosotros. Aunque otra cosa hiciera su ejemplo, por lo menos
nos hace humillarnos y confundir la frente con el polvo; viendo lo mucho que
han hecho los santos, no tendremos más remedio que avergonzarnos de lo poco que
hemos hecho y que hacemos nosotros por Dios.
De San Francisco de Asís escribía San Buenaventura que«el recuerdo de los santos como un montón
de carbones encendidos, le levantaban un incendio divino en el alma».
Con el fin de sacar mayor provecho o fruto posible de la lectura, conviene, en
primer lugar, encomendarse a Dios antes de empezar, pidiéndole que ilumine
nuestra mente sobre aquello que vamos a leer. Ya dije antes que el Señor mismo
se digna hablarnos por medio de los libros espirituales; de ahí la conveniencia
de invocarle al comenzar: Hablar, Señor, que vuestro escucha, porque quiere
obedeceros en todo lo que le indiquéis ser Voluntad Vuestra.
En segundo lugar, hay que leer, no para adquirir ciencia o por
curiosidad, sino con intención de progresar en el amor de Dios. Leer para
adquirir ciencia no es lectura espiritual; es un estudio que nada dice al alma.
Pero todavía es más grave leer por mera afición, como hacen algunos que se dan
a devorar libros, sin otro fin de terminarlos pronto y dar pasto a su
curiosidad. ¿Qué provecho pueden esperar de tales lecturas? Todo el tiempo
cumpliendo en ellas es tiempo perdido. Bien advertía San Gregorio «Hay muchos
que leen y se quedan en ayuna», como si nada hubieran leído, porque han leído
por pura curiosidad, y de eso reprendió el santo al médico Teodoro, porque al
leer las Sagradas Escrituras lo hacia tan atropelladamente, que no podía sacar
ninguna utilidad.
Para sacar provecho de los libros espirituales hay que leerlos
pausadamente y con reflexión:«Alimenta
tu alma, –aconseja
Cesáreo– con los libros divinos».
Pues si el alimento ha de aprovechar no basta tragarlo, hay que someterlo a la
masticación; he ahí la tercera condición para sacar abundantes frutos de la
lectura espiritual: hay que masticar o considerar despacio lo que se lee,
haciendo las oportunas aplicaciones del santo a sí mismo. Y cuando se llega a
un pasaje que impresiona más, –indica San Efrén– que se vuelva a leer.
Además, cuando en la lectura se recibe alguna luz especial, por
alguna máxima o algún acto de virtud allí referido y se siente que aquello
asimila el corazón conviene cerrar el libro, levantar el espíritu a Dios y
tomar alguna resolución, o hacer algún acto fervoroso o una suplica ardiente a
Dios; «Que la lectura deje paso a la oración»,
–apunta San Bernardo–. Será muy buena cosa retirarse entonces a orar, mientras
se sienta la influencia de aquel vivo sentimiento que nos conmovió imitemos a
la abeja, que no se posa en la segunda flor mientras no ha libado toda la
sustancia de la primera: no importa que se pase así todo el tiempo destinado a
la lectura, porque de ordinario, suele ser para mayor provecho del espíritu;
bien puede suceder que la lectura de un versículo deje más fruto que si se
hubiese leído una pagina entera.
Conviene, antes de acabar la lectura, escoger de entre lo leído
algún piadoso pensamiento para llevarlo consigo, como llevamos una flor al
salir de un jardín donde nos hemos recreado unas horas con sus delicias.
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