domingo, 4 de mayo de 2014

Ancora de Salvación: De la lectura espiritual, por San Alfonso María de Ligorio

DE LA LECTURA ESPIRITUAL, POR SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO

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No siempre se puede tener a mano al padre espiritual que nos aconseje en nuestras obras, y sobre todo en nuestras dudas; pues la lectura puede suplirlos, suministrándonos luces, enseñándonos el camino para huir de los engaños del demonio y de nuestro amor propio, y para aceptar conocer la voluntad de Dios. Por eso asegura San Atanasio que «no es posible encontrar quien, dedicándose al servicio del Señor, no sea gran amante de la lectura espiritual».
Se comprende, pues, que todos los santos fundadores hayan recomendados tanto este piadoso ejercicio a sus religiosos. San Benito prescribió que todos hicieran lectura cada día, y que dos monjes se encargara de recorrer ese tiempo las celdas, para ver si era observado este punto; caso de encontrar algún negligente en su cumplimiento, quería que se le impusiera una penitencia. Y antes que todos los fundadores, lo había prescrito San Pablo a Timoteo: «Aplícate a la lectura»: Nótese la palabra que emplea: attende; es decir, que por muchos que fueran los cuidados que le exigieran sus ovejas –Timoteo era obispo–, quería San Pablo que se dedicara a la lectura de libros santos, no como de pasada y por breve tiempo, sino aplicándose expresamente a ella con detención.
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Tan grande es el provecho que causan los libros buenos, cuanto es grande el daño que causan los libros malos; así como aquellos han sido con frecuencia causa de conversión de muchos pecadores, así estos (los libros malos, revistas de cotilleos, y cualquier otros que no inviten al camino de la virtud) causan la ruina de muchos jóvenes. El autor de los libros buenos es el Espíritu de Dios, así como de los libros malos son del espíritu del demonio, que a muchos logra engañar frecuentemente, disimulando el veneno que tales libros encierran.
·         En primer lugar, así como la lectura de los malos libros, según queda escrito, llena el alma de sentimientos mundanos y perniciosos, la lectura de los buenos libros llena el espíritu de pensamientos y deseos santos. ¿Qué pensamientos santos puede cultivar un alma ocupada, en lecturas de libros curiosos y profanos, que hace germinar en su cabeza ideas mundanas y en el corazón una legión de afectos terrenos? ¿Cómo se va a mantener en la presencia de Dios y como va a hacer actos y afectos piadosos? El molino muele el grano que se le hecha; si se le hecha mal grano, ¿cómo queremos que de harina buena? Irá a la oración y a la comunión, y en vez de estar pensando en Dios y haciendo actos de amor y de confianza, estará profundamente distraída, porque le vendrá en tropel a la memoria todas las vanas ideas de sus lecturas. En cambio, quien tiene la mente bien nutrida de especies devotas, como máximas espirituales, ejemplos de virtud de los santos, se verá acompañada de tales pensamientos, no solo durante la oración, sino también fuera de ella; por lo cual podrá ser casi continuo su recogimiento en Dios. San Bernardo lo explica todo esto con una bella comparación sobre aquel pasaje de San Mateo: Buscad y hallareis. “Buscad leyendo –explica el santo– y encontrareis meditando; la lectura pone el alimento en la boca para masticarlo por la meditación”.
·         En segundo lugar, el alma embebecida en santos pensamientos por medio de la lectura, estará mejor dispuesta para rechazar las tentaciones interna. Con este fin, San Jerónimo se la aconsejaba a su discípula Salvina: «No dejes de las manos los libros divinos, que serán un escudo donde reboten las flechas de los malos pensamientos».
·         En tercer lugar, la lectura nos sirve para ver las manchas del alma, y viéndolas, más fácilmente las podremos quitar. El mismo San Jerónimo escribió a Demetriades «que se sirviera de la lectura como de un espejo»; con lo cual quería significar que, así como el espejo nos descubre las manchas del rostro, la lectura de los libros santos descubre las manchas de la conciencia. «En ella –nota San Gregorio hablando de la lectura– vemos que tenemos de hermoso y lo que tenemos de deforme, por ella apreciamos nuestros progresos»; vemos si hemos adelantado o hemos retrocedidos en las vías de Dios.
·         En cuarto lugar, por la lectura de los libros santos recibimos muchas luces, y sentimos las llamadas divinas. Advierte San Jerónimo que «Cuando oramos, le hablamos (a Dios) cuando leemos, le oímos».
No siempre, como decía antes, podremos tener junto a vosotras (almas que buscan la santidad) al padre espiritual, ni siempre podremos oír la palabra de santos predicadores, que nos den luces y nos dirijan acertadamente por los caminos de Dios, pero tenemos quien lo sustituye en los buenos libros.

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¡Cuantos santos han abandonado el mundo y se han dado a Dios por la lectura de un libro espiritual!

Bien es conocido el ejemplo de San Agustín, que, estando miserablemente aherrojado por sus pasiones y sus vicios, fue iluminado por luz celestial que le vino por la lectura de una Epístola de San Pablo, salió de las tinieblas y comenzó a caminar hacia la santidad. Lo mismo le aconteció a San Ignacio de Loyola; siendo todavía soldado, para vencer el aburrimiento de las horas que tenía que estar en el lecho, a causa de las heridas comenzó a leer un libro de Vida de santo, que por la providencia divina le vino a las manos; eso le bastó para comenzar a ser santo, convertido en padre (en la vida espiritual) y fundador de esa religión de la Compañía de Jesús, que tantos días de gloria ha dado a la Iglesia.
San Juan Colombini leyó también por casualidad, y casi contra su voluntad, un libro devoto, y eso bastó para hacerle dejar el mundo y hacerle fundador de una orden religiosa. De dos cortesanos del emperador Teodosio. Cuenta San Agustín que entraron un día en un monasterio: dos de ellos se puso a curiosear una Vida de San Antonio que encontró en una celda; pero de tal modo le fueron dominando los santos pensamientos que leía, que allí mismo tomó la resolución de dejar el mundo, y luego habló a su compañero con tal fervor, que los dos decidieron dedicarse en aquel monasterio, al servicio de Dios.
En las crónicas de los carmelitas descalzos se lee que una señora de Viena se había arreglado una tarde para asistir a un sarao; pero cuando hubo llegado al salón y viendo que la fiesta se había suspendido, se llenó de rabia y para distraer el mal humor tomó un libro espiritual que por la providencia de Dios le vino a sus mano; el libro trataba del desprecio del mundo, y tanto la convenció, que dio un adiós al mundo y se hizo carmelita.
Pero no se crea que los libros devotos ayudaron a los santos al principio de sus conversiones, fueron su ayuda toda su vida, para conservar y aumentar cada día más su perfección.
El glorioso Santo Domingo cogía sus libros de devoción, los estrechabas efusivamente y exclamaba «Estos son los pechos que me dan leche».
¿Cómo podían los santos anacoretas pasarse tan largos años en el desierto, lejos de todo comercio humano, sino con la ayuda de la oración y la compañía de los libros espirituales? Para el gran siervo de Dios, Tomás de Kempis, no había mayor recreación que estar en un rincón de su celda con un libro que le hablara de Dios. Ya recordé en otro lugar las palabras del Venerable Vicente Caraffa “Que para él no había en el mundo vida más envidiable que esconderse en una gruta solitaria, con un pedazo de pan y un libro de devoción”. San Felipe Neri dedicándose todos los ratos libres que tenía para leer libros espirituales, y sobre todo, vidas de santos.
— ¿Y cuales son los mejores libros para mí?
Pues os respondo, ante todo aquellos libros en que vuestra alma encuentra más pasto de devoción y que más fuerza tienen para unirse con Dios. Son preciosas para este fin, las obras de San Francisco de Sales, de Santa Teresa de Jesús, del P. Granada, del P. Rodríguez y del P. Nieremberg.
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Escoged aquellas materias que conozcáis ser más provechosa para vuestra perfección. LEED CON PREFERENCIA VIDAS DE SANTOS.
¡Qué hermosa ayuda tenemos en las Vidas de los santos! Los libros ascéticos nos dan instrucciones sobre el modo de practicar las virtudes; pero en las vidas de los santos vemos como las han practicado muchos hombres de carne y hueso como nosotros. Aunque otra cosa hiciera su ejemplo, por lo menos nos hace humillarnos y confundir la frente con el polvo; viendo lo mucho que han hecho los santos, no tendremos más remedio que avergonzarnos de lo poco que hemos hecho y que hacemos nosotros por Dios.
De San Francisco de Asís escribía San Buenaventura que«el recuerdo de los santos como un montón de carbones encendidos, le levantaban un incendio divino en el alma». Con el fin de sacar mayor provecho o fruto posible de la lectura, conviene, en primer lugar, encomendarse a Dios antes de empezar, pidiéndole que ilumine nuestra mente sobre aquello que vamos a leer. Ya dije antes que el Señor mismo se digna hablarnos por medio de los libros espirituales; de ahí la conveniencia de invocarle al comenzar: Hablar, Señor, que vuestro escucha, porque quiere obedeceros en todo lo que le indiquéis ser Voluntad Vuestra.
En segundo lugar, hay que leer, no para adquirir ciencia o por curiosidad, sino con intención de progresar en el amor de Dios. Leer para adquirir ciencia no es lectura espiritual; es un estudio que nada dice al alma. Pero todavía es más grave leer por mera afición, como hacen algunos que se dan a devorar libros, sin otro fin de terminarlos pronto y dar pasto a su curiosidad. ¿Qué provecho pueden esperar de tales lecturas? Todo el tiempo cumpliendo en ellas es tiempo perdido. Bien advertía San Gregorio «Hay muchos que leen y se quedan en ayuna», como si nada hubieran leído, porque han leído por pura curiosidad, y de eso reprendió el santo al médico Teodoro, porque al leer las Sagradas Escrituras lo hacia tan atropelladamente, que no podía sacar ninguna utilidad.
Para sacar provecho de los libros espirituales hay que leerlos pausadamente y con reflexión:«Alimenta tu alma, –aconseja Cesáreo– con los libros divinos». Pues si el alimento ha de aprovechar no basta tragarlo, hay que someterlo a la masticación; he ahí la tercera condición para sacar abundantes frutos de la lectura espiritual: hay que masticar o considerar despacio lo que se lee, haciendo las oportunas aplicaciones del santo a sí mismo. Y cuando se llega a un pasaje que impresiona más, –indica San Efrén– que se vuelva a leer.
Además, cuando en la lectura se recibe alguna luz especial, por alguna máxima o algún acto de virtud allí referido y se siente que aquello asimila el corazón conviene cerrar el libro, levantar el espíritu a Dios y tomar alguna resolución, o hacer algún acto fervoroso o una suplica ardiente a Dios; «Que la lectura deje paso a la oración», –apunta San Bernardo–. Será muy buena cosa retirarse entonces a orar, mientras se sienta la influencia de aquel vivo sentimiento que nos conmovió imitemos a la abeja, que no se posa en la segunda flor mientras no ha libado toda la sustancia de la primera: no importa que se pase así todo el tiempo destinado a la lectura, porque de ordinario, suele ser para mayor provecho del espíritu; bien puede suceder que la lectura de un versículo deje más fruto que si se hubiese leído una pagina entera.
Conviene, antes de acabar la lectura, escoger de entre lo leído algún piadoso pensamiento para llevarlo consigo, como llevamos una flor al salir de un jardín donde nos hemos recreado unas horas con sus delicias.



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