Desde hace
varios días que no puedo dejar de comprender íntimamente el sufrimiento que
nos invade cuando nos arrepentimos de la forma en que tratamos a nuestros
padres. El dolor nos estruja el pecho, al recordar, porque de muchas cosas
que hicimos nos arrepentimos, sintiendo en el corazón la verdadera esencia
del pecado, del mal, y sus consecuencias.
Llegamos a una edad en la vida,
la llamada juventud, en que nos dejamos arrastrar por el vendaval de
nuestras inseguridades y nuestros miedos. Nuestra alma queda presa de esa
necesidad de afirmar nuestra esencia, de martillar de una vez por todas la
tapa del ataúd de esa pregunta que nos carcome: quien somos, de qué somos
capaces en la vida.
Por un error incomprensible, pero
tan antiguo como la historia de la humanidad, decidimos correr en la
dirección equivocada. En lugar de escuchar y mirar a quienes más nos aman,
nuestros propios padres, decidimos construirnos a nosotros mismos en la
diferenciación, en el distanciamiento, en la descalificación. Ignorantes de
que en la vida nada se construye por el camino de la destrucción, nos
lanzamos pico y hacha en mano a destrozar los corazones de quienes nos
trajeron al mundo.
Quizás porque alguien nos
aconsejó mal, o quizás porque queremos salir corriendo aún con las piernas
de nuestra rebeldía adolescente, lo concreto es que herimos y lastimamos a
nuestros propios padres. Ciegos ante el mal, supimos encontrar los puntos
donde más duele y así golpear una y otra vez en el mismo lugar. Parecía muy
fácil escuchar, comprender, ayudar y tener paciencia a cualquier
desconocido, pero no a ellos. Qué horror, baste pensar que para Dios el
amor y respeto por nuestros padres es tan importante que hasta les dedicó
uno de los Diez Mandamientos.
Digo estas palabras y puedo ver
los ojos tristes y desgarrados de tantas madres mientras son heridas por
palabras dolientes de sus hijos, por desprecios y agresiones gratuitas.
Digo estas palabras y puedo ver el gesto adusto de tantos padres
despreciados moral y humanamente por hijos que los dejan parados,
congelados, sin saber que responder, como responder.
Quizás es el mundo que ha empeorado,
porque cada vez es mayor el desprecio con que hijos tratan a padres, con
que abuelos son abandonados sin amor ni cuidado. Quizás es que el amor ha
perdido lugar en el mundo y ha dejado avanzar la cobardía, y es entonces
más fácil herir a aquellos que sabemos no pueden responder a nuestra
agresión, porque nos aman, nos aman de todo corazón.
Pero un día crecemos, se caen las
escamas que cubren nuestros ojos y vemos con claridad. El dolor entonces
nos envuelve y llena de llagas nuestro corazón, porque ya es tarde para
reparar el daño producido. No entendemos como fuimos capaces de ser tan
ciegos, como fuimos capaces de ser tan inhumanos. Nos vienen a la mente
cosas dichas, cosas hechas, momentos de dolor irreparable, heridas que no
cierran.
Si Dios nos concede la Gracia,
quizás podamos pedirles perdón antes de que terminen su caminar por la
vida. Darles amor, acariciarlos, abrazarlos, hacerlos sentirse amados y
respetados por los que son el fruto de su vida. Si es que se fueron antes
de que caigan las escamas que cubren nuestros ojos, pues allí no queda más
que el sufrimiento y la agonía ante la culpa que ha erosionado nuestro
interior, una y otra vez como una marea eterna que no cesa en su esfuerzo
de chocar con nuestra alma ya redondeada de tanta ola que viene y se
aleja.
Arrepentimiento a edades maduras,
dolores por cegueras sufridas en la juventud. Culpas que nos invaden,
diálogos antiguos que se repiten en nuestro interior una y otra vez.
Recuerdos que no se alejan, cosas dichas que no pueden ser reconstruidas,
marañas de pensamientos que hacen nido en nuestro corazón.
Digo estas palabras y puedo ver
los Ojos de Dios Padre, que también es maltratado por millones y millones
de hijos. Digo estas palabras y veo la mirada triste de María, Madre
ignorada y olvidada por tantos millones de hijos. Quizás es Dios el que
quiere que, como padres, compartamos con El este sufrimiento que es el de
ser despreciados por nuestros propios hijos, como a Él ocurre.
Miremos a nuestros padres, si es
que aún los tenemos. Recemos por sus almas, si es que ya se han ido.
Pidamos perdón a nuestro Dios, que sane nuestras heridas en la
Reconciliación, en la Confesión. Y llevemos de modo especial la Cruz de
Jesús si es que ahora nos toca ser padres, y vivirlo en carne propia.
Padre Bueno, danos de beber la
Copa de Tu Dolor, en reparación de todas las ofensas que recibes de Tus
hijos, ayer, hoy y siempre. Padre de Bondad, por la Dolorosa Pasión de Tu
Perfectísimo Hijo, Jesucristo, Ten Misericordia de nosotros y del mundo
entero.
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