La pesca milagrosa era la prueba que hacía falta para convencer a un pescador, como era Simón Pedro. Al llegar a tierra, se arroja a los pies de Jesús diciendo: «¡Apártate de mí, Señor, que soy un pecador!». Pero Jesús le respondió con estas palabras que representan la cima del relato y el motivo por el cual el episodio ha sido recordado: «No temas, desde ahora serás pescador de hombres».
Jesús se sirvió de dos imágenes para ilustrar la tarea de sus colaboradores. La de pescadores y la de pastores. Las dos imágenes requieren actualmente de explicación, si no queremos que el hombre moderno las encuentre poco respetuosas de su dignidad y las rechace. ¡A nadie le gusta hoy ser «pescado» por alguien, o ser una oveja del rebaño!
La primera observación que hay que hacer es ésta. En la pesca ordinaria, el pescador busca su provecho, no ciertamente el de los peces. Lo mismo el pastor. Él apacienta y custodia el rebaño no por el bien de éste, sino por el suyo, porque el rebaño le proporciona leche, lana y corderos. En el significado evangélico sucede lo contrario: es el pescador el que sirve al pez; es el pastor quien se sacrifica por las ovejas, hasta dar la vida por ellas. Por otro lado, cuando se trata de hombres, ser «pescados» o «recuperados» no es desgracia, sino salvación. Pensemos en las personas a merced de las olas, en alta mar, tras un naufragio, de noche, en el frío; ver una red o una chalupa que se les lanza no es una humillación, sino la suprema de sus aspiraciones. Es así como debemos concebir la tarea de pescadores de hombres: como echar un bote salvavidas a quienes se debaten en el mar, frecuentemente tempestuoso, de la vida.
Pero la dificultad de la que hablaba reaparece bajo otra forma. Supongamos que tenemos necesidad de pastores y de pescadores. ¿Pero por qué algunas personas deben tener el papel de pescadores y otros el de peces, algunos el de pastores y otros el de ovejas y rebaño? La relación entre pescadores y peces, como entre pastores y ovejas, sugiere la idea de desigualdad, de superioridad. A nadie le gusta ser un número en el rebaño y reconocer a un pastor por encima.
Aquí debemos acabar con un prejuicio. En la Iglesia nadie es sólo pescador, o sólo pastor, y nadie es sólo pez u oveja. Todos somos, a título diverso, una y otra cosa a la vez. Cristo es el único que es sólo pescador y sólo pastor. Antes de ser pescador de hombres, Pedro mismo fue pescado y recuperado varias veces. Literalmente repescado cuando, caminando sobre las aguas, tuvo miedo y comenzó a hundirse; fue recuperado sobre todo después de su traición. Tuvo que experimentar qué significa encontrarse como una «oveja perdida» para que aprendiera qué significa ser buen pastor; tuvo que ser repescado del fondo del abismo en el que había caído para que aprendiera qué quiere decir ser pescador de hombres.
Si, a título diverso, todos los bautizados son pescados y pescadores a la vez, entonces aquí se abre un gran campo de acción para los laicos. Los sacerdotes estamos más preparados para hacer de pastores que para hacer de pescadores. Hallamos más fácil alimentar, con la Palabra y los sacramentos, a las personas que vienen espontáneamente a la iglesia, que ir nosotros mismos a buscar a los alejados. Queda por lo tanto en gran parte desasistido el papel de pescadores. Los laicos cristianos, por su inserción más directa en la sociedad, son los colaboradores insustituibles en esta tarea.
Una vez echadas las redes por la palabra de Jesús, Pedro y los que estaban con él en la barca capturaron tal cantidad de peces que las redes se rompían. Entonces, está escrito, «hicieron señas a sus compañeros de la otra barca para que vinieran a ayudarlos». También hoy el sucesor de Pedro y cuantos están con él en la barca –los obispos y los sacerdotes- hacen señas a los de la otra barca –los laicos- para que vayan a ayudarlos.
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