Qué es la adoración eucarística?
Es
adorar a la divina presencia real de Jesucristo, Dios y hombre verdadero, en la
Eucaristía.
Jesucristo,
al comer la Pascua judía con los suyos, aquella noche en la que iba a ser
entregado, tomó pan en sus manos, dando gracias bendijo al Padre y lo pasó a
sus discípulos diciendo: “Tomad y comed todos de él, esto es mi cuerpo
que será entregado por vosotros”, al final de la cena, tomó el cáliz de
vino, volvió a dar gracias y a bendecir al Padre y pasándolo a los discípulos
dijo: “Tomad y bebed todos de él, este es el cáliz de mi sangre. Sangre
de la Alianza Nueva y Eterna que será derramada por vosotros y por muchos para
el perdón de los pecados.”
Él
dijo sobre el pan: “Esto es mi cuerpo”, y sobre el vino: “Esta
es mi sangre”. Pero, no sólo eso, agrego también: “Haced esto
en conmemoración mía”. Les dio a los apóstoles el mandato, “haced
esto”, el mandato de hacer lo mismo, de repetir el gesto y las
palabras sacramentales. Nacía así la Eucaristía y el sacerdocio
ministerial.
Cada
vez que el sacerdote pronuncia las palabras consagratorias es Jesucristo quien
lo ha hecho y se hace presente su cuerpo y su sangre, su Persona Divina. Porque
Jesucristo es Dios verdadero y hombre verdadero. Siendo Jesucristo Dios y
estando presente en la Eucaristía, entonces se le debe adoración.
En
la Eucaristía adoramos a Dios en Jesucristo, y Dios es Uno y Trino, porque en
Dios no hay divisiones. Jesucristo es Uno con el Padre y el Espíritu Santo y,
como enseña el Concilio de Trento, está verdaderamente, realmente,
substancialmente presente en la Eucaristía.
La
Iglesia cree y confiesa que «en el augusto sacramento de la
Eucaristía, después de la consagración del pan y del vino, se contiene
verdadera, real y substancialmente nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y
hombre, bajo la apariencia de aquellas cosas sensibles» (Trento 1551: Dz 874/1636).
La
divina Presencia real del Señor, éste es el fundamento primero de la devoción y
del culto al Santísimo Sacramento. Ahí está Cristo,
el Señor, Dios y hombre verdadero, mereciendo absolutamente nuestra adoración y
suscitándola por la acción del Espíritu Santo. No está, pues, fundada la piedad
eucarística en un puro sentimiento, sino precisamente en la fe. Otras
devociones, quizá, suelen llevar en su ejercicio una mayor estimulación de los
sentidos –por ejemplo, el servicio de caridad a los pobres–; pero la devoción
eucarística, precisamente ella, se fundamenta muy exclusivamente en la fe, en
la pura fe sobre el Mysterium fidei(«præstet fides supplementum sensuum defectui»:
que la fe conforte la debilidad del sentido; Pange lingua).
Por
tanto, «este culto de adoración se apoya en una razón seria y sólida, ya que la
Eucaristía es a la vez sacrificio y sacramento, y se distingue de los demás en
que no sólo comunica la gracia, sino que encierra de un modo estable al mismo
Autor de ella.
«Cuando
la Iglesia nos manda adorar a Cristo, escondido bajo los velos eucarísticos, y
pedirle los dones espirituales y temporales que en todo tiempo necesitamos,
manifiesta la viva fe con que cree que su
divino Esposo está bajo dichos velos, le expresa su gratitud y goza de su
íntima familiaridad» (Mediator Dei 164).
El
culto eucarístico, ordenado a los cuatro fines del santo Sacrificio, es culto
dirigido al glorioso Hijo encarnado, que vive y reina con el Padre, en la
unidad del Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Es, pues, un culto que
presta a la santísima Trinidad la adoración que se le debe (+Dominicæ
Cenæ 3).
La
Eucaristía es el mayor tesoro de la Iglesia ofrecido a todos para que todos
puedan recibir por ella gracias abundantes y bendiciones. La Eucaristía es el
sacramento del sacrificio de Cristo del que hacemos memoria y actualizamos en
cada Misa y es también su presencia viva entre nosotros. Adorar es entrar en
íntima relación con el Señor presente en el Santísimo Sacramento.
Adorar
a Jesucristo en el Santísimo Sacramento es la respuesta de fe y de amor hacia
Aquel que siendo Dios se hizo hombre, hacia nuestro Salvador que nos ha amado
hasta dar su vida por nosotros y que sigue amándonos de amor eterno. Es el
reconocimiento de la misericordia y majestad del Señor, que eligió el Santísimo
Sacramento para quedarse con nosotros hasta el fin de mundo.
El
cristiano, adorando a Cristo reconoce que Él es Dios, y el católico adorándolo
ante el Santísimo Sacramento confiesa su presencia real y verdadera y
substancial en la Eucarística. Los católicos que adoran no sólo cumplen con un
acto sublime de devoción sino que también dan testimonio del tesoro más grande
que tiene la Iglesia, el don de Dios mismo, el don que hace el Padre del Hijo,
el don de Cristo de sí mismo, el don que viene por el Espíritu: la Eucaristía.
El
culto eucarístico siempre es de adoración. Aún la comunión sacramental implica
necesariamente la adoración. Esto lo recuerda el Santo Padre Benedicto XVI enSacramentum
Caritatis cuando cita a san Agustín: “nadie coma de esta carne sin
antes adorarla…pecaríamos si no la adoráramos” (SC 66). En otro sentido, la
adoración también es comunión, no sacramental pero sí espiritual. Si la
comunión sacramental es ante todo un encuentro con la Persona de mi Salvador y
Creador, la adoración eucarística es una prolongación de ese encuentro. Adorar
es una forma sublime de permanecer en el amor del Señor.
Por
tanto, vemos que la adoración no es algo facultativo, optativo, que se puede o
no hacer, no es una devoción más, sino que es necesaria, es dulce obligación de
amor. El Santo Padre Benedicto XVI nos recordaba que la adoración no es un lujo
sino una prioridad.
Quien
adora da testimonio de amor, del amor recibido y de amor correspondido, y
además da testimonio de su fe.
Ante
el misterio inefable huelgan palabras, sólo silencio adorante, sólo presencia
que le habla a otra presencia. Sólo el ser creado ante el Ser, ante el
único Yo soy, de donde viene su vida. Es el estupor de quien
sabe que ¡Dios está aquí! ¡Verdaderamente aquí!
Adoremos a Cristo presente en la Eucaristía
(Extraído de La
adoración eucarística, José María Iraburu, Pamplona, Fundación Gratisdate,
2001)
Al finalizar su estudio sobre La
presencia real de Cristo en la Eucaristía, José Antonio Sayés escribe:
«La adoración, la alabanza y la acción de gracias están
presentes sin duda en la trama misma de la “acción de gracias” que es la
celebración eucarística y que en ella dirigimos al Padre por la mediación del
sacrificio de su Hijo.
«Pero la adoración, que es el sentimiento profundo y
desinteresado de reconocimiento y acción de gracias de toda criatura respecto
de su Creador, quiere expresarse como tal y alabar y honrar a Dios no sólo
porque en la celebración eucarística participamos y hacemos nuestro el
sacrificio de Cristo como culmen de toda la historia de salvación, sino por el
simple hecho de que Dios está
presente en el sacramento...
«Por otra parte, hemos de pensar que la Encarnación merece por
sí sola ser reconocida con la contemplación de la gloria del Unigénito que
procede del Padre (Jn 1,14)... La
conciencia viva de la presencia real de Cristo en la Eucaristía, prolongación
sacramental de la Encarnación, ha permitido a la Iglesia seguir siendo fiel al
misterio de la Encarnación en todas sus implicaciones y al misterio de la
mediación salvífica del cuerpo de Cristo, por el que se asegura el realismo de
nuestra participación sacramental en su sacrificio, se consuma la unidad de la
Iglesia y se participa ya desde ahora en la gloria futura» (312-313).
Adoremos, pues, al mismo Cristo en el misterio de su máximo
Sacramento. Adorémosle de todo corazón, en oración solitaria o en reuniones
comunitarias, privada o públicamente, en formas simples o con toda solemnidad.
–Adoremos a Cristo en el Sacrificio y en el Sacramento. La adoración eucarística fuera de la
Misa ha de ser, en efecto, preparación
y prolongación de la
adoración de Cristo en la misma celebración de la Eucaristía. Con razón hace
notar Pere Tena:
«La adoración eucarística ha nacido en la celebración, aunque
se haya desarrollado fuera de ella. Si se pierde el sentido de adoración en el
interior de la celebración, difícilmente se encontrará justificación para
promoverla fuera de ella... Quizá esta consideración pueda ser interesante
para revisar las celebraciones en las que los signos de referencia a una
realidad trascendente casi se esfuman» (212).
– Adoremos a
Cristo, presente en la Eucaristía: exaltemos al humillado. Es un
deber glorioso e indiscutible, que los fieles cristianos –cumpliendo la
profecía del mismo Cristo– realizamos bajo la acción del Espíritu Santo: «él
[el Espíritu Santo] me glorificará» (Jn 16,14).
En ocasión muy solemne, en el Credo
del Pueblo de Dios, declara Pablo VI: «la única e indivisible existencia de
Cristo, Señor glorioso en los cielos, no se multiplica, pero por el Sacramento
se hace presente en los varios lugares del orbe de la tierra, donde se realiza
el sacrificio eucarístico. La misma existencia,después de celebrado el sacrificio, permanece
presente en el Santísimo Sacramento, el cual, en el tabernáculo del altar, es
como el corazón vivo de nuestros templos. Por lo cual estamos obligados, por
obligación ciertamente gratísima, a honrar y adorar en la Hostia Santa que
nuestros ojos ven, al mismo Verbo encarnado que ellos no pueden ver, y que, sin
embargo, se ha hecho presente delante de nosotros sin haber dejado los cielos»
(n. 26).
– Adorando a
Cristo en la Eucaristía, bendigamos a la Santísima Trinidad, como lo
hacía el venerable Manuel González:
«Padre eterno, bendita sea la hora en que los labios de vuestro
Hijo Unigénito se abrieron en la tierra para dejar salir estas palabras: “sabed
que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Padre, Hijo y
Espíritu Santo, benditos seáis por cada uno de los segundos que está con
nosotros el Corazón de Jesús en cada uno de los Sagrarios de la tierra.
Bendito, bendito Emmanuel»
(Qué hace y qué dice el Corazón de Jesús en el Sagrario, 37).
– Adoremos a
Cristo en exposiciones breves o prolongadas. Respecto a las exposiciones más
prolongadas, por ejemplo, las de Cuarenta Horas, el Ritual litúrgico de la Eucaristía dispone:
«en las iglesias en que se reserva habitualmente la Eucaristía,
se recomienda cada año una exposición solemne del santísimo Sacramento,
prolongada durante algún tiempo, aunque no sea estrictamente continuado, a fin
de que la comunidad local pueda meditar y orar más intensamente este misterio.
Pero esta exposición, con el consentimiento del Ordinario del lugar, se hará solamente
si se prevé una asistencia conveniente de fieles» (86).
«Póngase el copón o la custodia sobre la mesa del altar. Pero si
la exposición se alarga durante un tiempo prolongado, y se hace con la
custodia, se puede utilizar el trono o expositorio, situado en un lugar más
elevado; pero evítese que esté demasiado alto y distante» (93).
Ante el Santísimo expuesto, el ministro y el acólito permanecen arrodillados,
concretamente durante la incensión (97). Y lo mismo, se entiende, el pueblo. Es
el mismo arrodillamiento que, siguiendo muy larga tradición, viene prescrito
por la Ordenación general del
Misal Romano «durante la
consagración» de la Eucaristía (21). Y recuérdese en esto que «la postura
uniforme es un signo de comunidad y unidad de la asamblea, ya que expresa y
fomenta al mismo tiempo la unanimidad de todos los participantes» (20).
– Adoremos a
Cristo con cantos y lecturas, con preces y silencio. «Durante la exposición, las
preces, cantos y lecturas deben organizarse de manera que los fieles atentos a
la oración se dediquen a Cristo, el Señor».
«Para alimentar la oración íntima, háganse lecturas de la
sagrada Escritura con homilía o breves exhortaciones, que lleven a una mayor
estima del misterio eucarístico. Conviene también que los fieles respondan con
cantos a la palabra de Dios. En momentos oportunos, debe guardarse un silencio
sagrado» (Ritual 95; +89).
– Adoremos a
Cristo, rezando la Liturgia de las Horas. «Ante el santísimo Sacramento,
expuesto durante un tiempo prolongado, puede celebrarse también alguna parte de
la Liturgia de las horas, especialmente las Horas principales [laudes y
vísperas].
«Por su medio, las alabanzas y acciones de gracias que se
tributan a Dios en la celebración de la Eucaristía, se amplían a las diferentes
horas del día, y las súplicas de la Iglesia se dirigen a Cristo y por él al
Padre en nombre de todo el mundo» (Ritual 96).
Las Horas litúrgicas, en efecto, están dispuestas precisamente para «extender a
los distintos momentos del día la alabanza y la acción de gracias, así como el
recuerdo de los misterios de la salvación, las súplicas y el gusto anticipado
de la gloria celeste, que se nos ofrecen en el misterio eucarístico, “centro y
cumbre de toda la vida de la comunidad cristiana” (CD 30)» (Ordenación general de la Liturgia
de las Horas 12).
– Adoremos a
Cristo, haciendo «visitas al Santísimo». En efecto, como dice Pío XII, «las
piadosas y aún cotidianas visitas a los divinos sagrarios», con otros modos de
piedad eucarística, «han contribuido de modo admirable a la fe y a la vida
sobrenatural de la Iglesia militante en la tierra, que de esta manera se hace
eco, en cierto modo, de la triunfante, que perpetuamente entona el himno de
alabanza a Dios y al Cordero “que ha sido sacrificado” (Ap 5,12; +7,10). Por
eso la Iglesia no sólo ha aprobado esos piadosos ejercicios, propagados por
toda la tierra en el transcurso de los siglos, sino que los ha recomendado con
su autoridad. Ellos proceden de la sagrada liturgia, y son tales que, si se
practican con el debido decoro, fe y piedad, en gran manera ayudan, sin duda
alguna, a vivir la vida litúrgica» (Mediator Dei 165-166).
No hay comentarios:
Publicar un comentario