Entre las verdades de nuestra fe que Dios nos
da la gracia de creer – la fe como sabemos, es también adhesión a las
verdades que Dios ha revelado y que la Iglesia nos transmite – hay algunas
a las que prestamos menos atención, o que nos asustan un poco y nos hacen
sentir incómodos, y de las que a los sacerdotes tampoco nos gusta mucho
hablar. Esto quizás se debe a la forma en la que se predicaba acerca de
estas verdades en el pasado. Estas verdades tienen que ver con lo que en
los catecismos se llaman los ‘novísimos’, es decir ‘las últimas cosas’, lo
que acontece después de nuestra muerte. Los ‘novísimos’ son cuatro: muerte,
juicio, infierno y cielo, a los que se añade a veces un quinto, el
purgatorio. En la teología cristiana todo esto recibe el nombre de
‘escatología’.
Pero aunque sean verdades que tenemos un poco arrinconadas y de las que no
nos gusta hablar, todos tenemos conciencia de lo importante que son. Muchas
veces la vida misma nos las pone delante de un modo inexorable, como cuando
experimentamos la enfermedad o la muerte de un ser querido. O cuando nos
damos cuenta del paso del tiempo, como el día de nuestro cumpleaños, como
me pasa a mí hoy. Otras veces es la Iglesia, con su amor y sabiduría
maternal, la que nos las pone delante, como en estas fechas, al final del
año litúrgico, cuando quiere que escuchemos el discurso escatológico de
Jesús. Discurso difícil de interpretar por su lenguaje apocalíptico tan
alejado del nuestro y por los distintos acontecimientos que Jesús anuncia y
que se entremezclan. En el texto evangélico de San Lucas, Jesús habla del
final de los tiempos, del día de su segunda venida, de la Parusía, pero
también de falsos mesías que aparecerán, de persecución de los discípulos y
también de la destrucción del templo de Jerusalén y de la ciudad que tuvo
lugar en el año 70, poco tiempo después de que Jesús hablara de ello.
No es este el lugar para tratar detenidamente la escatología cristiana ni
de hacer un resumen de sus contenidos: muerte, juicio particular,
purgatorio, cielo, infierno, juicio universal, parusía, etc. Todas estas
verdades las tenemos expuestas en cualquier catecismo, como el Catecismo de
la Iglesia Católica, que es el más autorizado y que debe ser para todos
nosotros un libro de referencia, acompañado quizás por el Compendio, que es
de más fácil lectura y asimilación. Pero sí es este lugar y tiempo para
reflexionar a la luz de la Palabra de Dios sobre nuestra forma de situarnos
ante nuestro fin, ante nuestra muerte, y ante el cielo, cuyas puertas nos
ha abierto Cristo. La vida misma nos va preparando para ello. La enfermedad
y la vejez son preparación para el cielo. En la enfermedad, si la vivimos
con fe y esperanza, aprendemos a unirnos a la cruz de Cristo para la
salvación de la humanidad. La vejez para el creyente es un camino de
descendimiento en el que aprende la santa humildad, aprende a hacerse cada
vez más niño que, como dice Jesús, es condición necesaria para entrar en
reino de lo cielos. La muerte de seres queridos también nos cuestiona y las
palabras de la Escritura de que todos deberemos presentarnos ante el
tribunal de Cristo nos interpelan.
Pero los cristianos vivimos todo esto con esperanza, esperanza que tiene su
fundamento en la resurrección de Cristo, que es el centro de nuestra fe y
del mensaje de la Iglesia. Cristo nos ha abierto el cielo y no debemos
dejar que se cierre, que perdamos la esperanza, lo que tristemente pasa con
frecuencia. Cuando vivimos con esperanza todo cambia, todo tiene una luz
distinta, como nuestra enfermedad y muerte y la de los seres queridos. Con
esperanza percibimos a los hermanos difuntos como presentes y
experimentamos la fuerza de su intercesión por nosotros. Con esperanza,
sentimos como María está presente en el de momento de la muerte, como gran
intercesora para vencer nuestra testarudez y contumacia. Con esperanza
vemos como el cielo y el infierno son la plenitud de lo que ya vivimos.
¡Cuántos infiernos hemos experimentado a lo largo de nuestra vida!
Infiernos de soledad, de pecado, de líos de los que no sabíamos cómo
salir... ¡Con qué facilidad podemos imaginarnos el infierno como extrema soledad,
como ausencia de Dios, como imposibilidad de comunión con los demás, como
odio...! Del mismo modo, ¡cuántas experiencias de cielo nos ha regalado el
Señor a lo largo de nuestra vida! Al sentirnos perdonados y perdonar, al
vivir la amistad profunda y verdadera, la comunión sincera y el amor más
fuerte que la muerte, al participar en la liturgia espléndida de la
Iglesia... No es difícil imaginamos el cielo como la plenitud desbordante
de todo esto.
No nos dejemos cerrar el cielo por nuestros pecados o por amoldar nuestra
mente a la sociedad en la que vivimos con su secularismo y materialismo. No
perdamos la esperanza. Es lo que da sentido a nuestro peregrinar por esta
tierra muchas veces complicado y nos da fuerza y alegría al saber hacia
dónde vamos. ¡Qué distinto es celebrar un funeral con gente creyente y otro
con gente que viene por compromiso, con poca o ninguna fe! Es muy distinto
lo que siente y lo que percibe el celebrante: en un caso tristeza sin
esperanza o con una esperanza débil y sin convencimiento; en otro caso,
tristeza sí, pero junto a una alegría y a un consuelo profundo que nace de
la fe en Jesús resucitado y vencedor de la muerte.
Lo que más desean los verdaderos cristianos es encontrarse con Cristo,
estar con Él, que Él vuelva para establecer definitivamente su Reino, para
hacer justicia, para traer ‘el cielo nuevo y la tierra nueva’ donde ya no
habrá llanto, ni sufrimiento, ni pobreza. Es lo que expresa ese grito de
los primeros cristianos, que conservamos en la Escritura y en la liturgia
en su lengua original y que repetimos nosotros en Adviento: Maranathá,
‘Ven, Señor, Jesús’. San Pablo dice a sus amados cristianos de Filipos, que
él lo que desea es ‘emprender la marcha para estar con Cristo, que es
muchísimo mejor’, aunque acepta lo que el Señor quiera, que él prevé será
quedarse para continuar su ministerio apostólico. Nuestra gran Santa Teresa
de Jesús, decía que esta vida es ‘una mala noche en una mala posada’ y se
quejaba: “muero porque no muero”. No nos dejemos arrebatar el cielo, no
perdamos la esperanza, no nos olvidemos de la buena noticia de la
resurrección que es la que fundamenta todo el edificio de nuestra fe y de
nuestra vida.
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