domingo, 5 de mayo de 2013

Evangelio - Domingo VI Semana de Pascua


† Lectura del santo Evangelio según san Juan 14, 23-29
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: 
"El que me ama cumplirá mi palabra, y mi Padre lo amará y haremos en él nuestra morada. 
El que no me ama no cumplirá mis palabras, y la palabra que están oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Les he hablado de esto ahora que estoy con ustedes; pero el Consolador, el Espíritu Santo que mi Padre les enviará en mi nombre, les enseñará todas las cosas y les recordará todo cuanto yo les he dicho.
La paz les dejo, mi paz les doy, pero no se la doy como la dan los que son del mundo. 
No pierdan la paz ni se acobarden, me han oído decir que me voy, pero volveré a su lado.
Si me amaran, se alegrarían de que me vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. 
Se lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda crean".
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.

† Meditación diaria

Pascua. Sexto domingo
LA ESPERANZA DEL CIELO

— Hemos sido creados para el Cielo. Fomentar la esperanza.

En estos cuarenta días que median entre la Pascua y la Ascensión del Señor, la Iglesia nos invita a tener los ojos puestos en el Cielo, nuestra Patria definitiva, a la que el Señor nos llama. Esta invitación se hace más apremiante cuando se acerca el día en que Jesús sube a la derecha del Padre.
El Señor había prometido a sus discípulos que después de un poco de tiempo estaría con ellos para siempre.Todavía un poco y el mundo ya no me verá, pero vosotros me veréis...1. El Señor ha cumplido su promesa en estos días en que permanece junto a los suyos, pero esta presencia no se terminará cuando suba con su Cuerpo glorioso al Padre, pues con su Pasión y Muerte nos ha preparado un lugar en la casa del Padredonde hay muchas moradas2De nuevo vendré –les dice– y os llevaré junto a mí para que donde yo estoy estéis también vosotros3.
Los Apóstoles, que habían quedado entristecidos por la predicción de las negaciones de Pedro, son confortados con la esperanza del Cielo. La vuelta a la que hace referencia Jesús incluye su segunda venida al fin de mundo4 y el encuentro con cada alma cuando se separe del cuerpo. Nuestra muerte será eso: el encuentro con Cristo, a quien hemos procurado servir a lo largo de nuestra vida. Él nos llevará a la plenitud de la gloria, al encuentro con su Padre celestial, que es también Padre nuestro. Allí, en el Cielo, donde tenemos preparado un lugar, nos espera Jesucristo, a quien tenemos presente y hablamos en nuestra oración, con el que hemos dialogado tantas veces.
Del trato habitual con Jesucristo nace el deseo de encontrarnos con Él. La fe lima muchas asperezas de la muerte. El amor al Señor cambia por completo el sentido de ese momento final que llegará para todos. “Los que se quieren, procuran verse. Los enamorados solo tienen ojos para su amor. ¿No es lógico que sea así? El corazón humano siente esos imperativos. Mentiría si negase que me mueve tanto el afán de contemplar la faz de Jesucristo. Vultum tuum, Domine, requiram, buscaré, Señor, tu rostro”5.
El pensamiento del Cielo nos ayudará a vivir el desprendimiento de los bienes materiales y a superar circunstancias difíciles. Es muy agradable a Dios que fomentemos esta esperanza teologal, que está unida a la fe y al amor, y en muchas ocasiones tendremos especial necesidad de ella. “A la hora de la tentación piensa en el Amor que en el cielo te aguarda: fomenta la virtud de la esperanza, que no es falta de generosidad”6. También en los momentos en que el dolor y la tribulación arrecien, cuando cueste la fidelidad o la perseverancia en el trabajo o en el apostolado. ¡El premio es muy grande! Y está a la vuelta de la esquina, dentro de no mucho tiempo.
La meditación sobre el Cielo, hacia donde nos encaminamos, debe espolearnos para ser más generosos en nuestra lucha diaria, “porque la esperanza del premio conforta el alma para realizar las buenas obras”7.
El pensamiento de ese definitivo encuentro de amor, al que somos llamados, nos ayudará a estar vigilantes en las cosas grandes y en las pequeñas, haciéndolas acabadamente, como si fueran las últimas antes de irnos al Padre.

— Lo que Dios ha revelado sobre la vida eterna.

No existen palabras para expresar, ni de lejos, lo que será nuestra vida en el Cielo que Dios ha prometido a sus hijos. Sabemos, como recientemente se ha recordado, que “estaremos con Cristo y veremos a Dios (cfr. 1 Jn 3, 2); promesa y misterio admirables en los que consiste esencialmente nuestra esperanza. Si la imaginación no puede llegar allí, el corazón llega instintiva y profundamente”8.
Será una realidad dichosísima lo que ahora entrevemos por la revelación y que apenas podemos imaginar en nuestro ser actual. En el Antiguo Testamento se describe la felicidad del Cielo evocando la tierra prometida después de tan largo y duro caminar por el desierto. Allí, en la nueva y definitiva patria, se encuentran todos los bienes9, allí se terminarán las fatigas de tan largo y difícil peregrinaje.
El Señor nos habló de muchas maneras de la incomparable felicidad de quienes en este mundo amen con obras a Dios. La eterna bienaventuranza es una de las verdades que con más insistencia predicó nuestro Señor: La voluntad de mi Padre, que me ha enviado –declara–, es que yo no pierda a ninguno de los que me ha dado, sino que los resucite a todos en el último día. Por tanto, la voluntad de mi Padre... es que todo aquel que ve al Hijo, y cree en Él, tenga vida eterna, y yo le resucitaré en el último día10Oh Padre, dirá en la Última Cena,yo deseo ardientemente que aquellos que Tú mes has dado estén conmigo allí donde yo estoy, para que contemplen mi gloria, que Tú me has dado, porque Tú me amaste antes de la creación del mundo11.
La bienaventuranza eterna es comparada a un banquete que Dios prepara para todos los hombres, en el que quedarán saciadas todas las ansias de felicidad que lleva en el corazón el ser humano12.
Los Apóstoles nos hablan frecuentemente de esa felicidad que esperamos. San Pablo enseña que ahora vemos a Dios como en un espejo y bajo imágenes oscuras; pero entonces le veremos cara a cara13, y que la alegría y la felicidad allí son indescriptibles14.
La felicidad de la vida eterna consistirá ante todo en la visión directa e inmediata de Dios. Esta visión no es solo un perfectísimo conocimiento intelectual, sino también comunión de vida con Dios, Uno y Trino. Ver a Dios es encontrarse con Él, ser felices en Él. De la contemplación amorosa de las Tres divinas Personas se seguirá en nosotros un gozo ilimitado. Todas las exigencias de felicidad y de amor de nuestro pobre corazón quedarán colmadas, sin término y sin fin. “Vamos a pensar lo que será el Cielo. Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó a hombre por pensamiento cuáles cosas tiene Dios preparadas para los que le aman. ¿Os imagináis qué será llegar allí, y encontrarnos con Dios, y ver aquella hermosura, aquel amor que se vuelca en nuestros corazones, que sacia sin saciar? Yo me pregunto muchas veces al día: ¿qué será cuando toda la belleza, toda la bondad, toda la maravilla infinita de Dios se vuelque en este pobre vaso de barro que soy yo, que somos todos nosotros? Y entonces me explico bien aquello del Apóstol: ni ojo vio, ni oído oyó... Vale la pena, hijos míos, vale la pena”15.

— La resurrección de los cuerpos. El pensamiento del Cielo nos debe llevar a una lucha decidida y alegre por alcanzarlo.

Además del inmenso gozo de contemplar a Dios, de ver y de estar con Jesucristo glorificado, existe una bienaventuranza accidental, por la que gozaremos de los bienes creados que responden a nuestras aspiraciones. La compañía de las personas justas que más hemos querido en este mundo: familia, amigos; y también la gloria de nuestros cuerpos resucitados, porque nuestro cuerpo resucitado será numérica y específicamente idéntico al terreno: es preciso –indica San Pablo– que “este” ser corruptible se revista de incorruptibilidad, y que “este” ser mortal se revista de inmortalidad16“Este”, el nuestro, no otro semejante o muy parecido. “Importa mucho –afirma el Catecismo Romano– estar persuadidos de que este mismo cuerpo, y sin duda el mismo cuerpo que ha sido propio de cada uno, aunque se haya corrompido y reducido a polvo, sin embargo de eso ha de resucitar”17. Y San Agustín afirma con toda claridad: “Resucitará esta carne, la misma que muere y es sepultada (...). La carne que ahora enferma y padece dolores, esa misma ha de resucitar”18. Nuestra personalidad seguirá siendo la misma, y tendremos el propio cuerpo, pero revestido de gloria y esplendor, si hemos sido fieles. Nuestro cuerpo tendrá las cualidades propias de los cuerpos gloriosos: agilidad y sutileza –es decir, no estar sometidos a las limitaciones del espacio y del tiempo–, la impasibilidad –no habrá ya muerte, ni llanto ni gemido, ni habrá más dolor..., ni tendrán ya más hambre, ni más sed..., enjugará Dios toda lágrima de sus ojos19–, la claridad, la belleza.
“Creo en la resurrección de la carne”, confesamos en el Símbolo Apostólico. Nuestros cuerpos en el Cielo tendrán características diferentes de las actuales, pero seguirán siendo cuerpos y ocuparán un lugar20, como ahora el Cuerpo glorioso de Cristo y el de la Virgen. No sabemos cómo ni dónde está ni cómo se forma ese lugar. La tierra de ahora se habrá transfigurado: vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habrán desaparecido... he aquí que hago todas las cosas nuevas21. Muchos Padres y Doctores de la Iglesia, y también muchos santos, piensan que la renovación de todo lo creado se desprende de la misma revelación.
El recuerdo del Cielo, próxima ya la fiesta de la Ascensión del Señor, nos debe llevar a una lucha decidida y alegre por quitar los obstáculos que se interpongan entre nosotros y Cristo, nos impulsa a buscar sobre todo los bienes que perduran y a no desear a toda costa los consuelos que acaban.
Pensar en el Cielo da una gran serenidad. Nada aquí es irreparable, nada es definitivo, todos los errores pueden ser reparados. El único fracaso definitivo sería no acertar con la puerta que lleva a la Vida. Allí nos espera también la Santísima Virgen.

1 Jn 14, 19-20. — 2 Cfr. Jn 14, 2. — 3 Jn 14, 3. — 4 Cfr. 1 Cor 4, 5; 11, 26; 1 Jn 2, 28. — 5 San Josemaría Escrivá, en Hoja informativa, n. 1, de su proceso de beatificación, p. 5. — 6 ídem, Camino, n. 139. — 7 San Cirilo de Jerusalén, Catequesis, 348, 18, 1. — 8 S. C. para la doctrina de la fe, Carta sobre algunas cuestiones referentes a la escatología, 17-V-1979. — 9 Cfr. Ex 3, 17. — 10 Jn 6, 39-40. — 11 Jn 17, 24. — 12 Cfr. Lc 13, 29; 14, 15. —13 1 Cor 13, 12. — 14 1 Cor 2, 9. — 15 San Josemaría Escrivá, en Hoja informativa, n. 1, de su proceso de beatificación, p. 5. — 16 1 Cor 15, 53. — 17 Catecismo Romano, parte I, cap. XI, nn. 7-9; Cfr. S. C. para la doctrina de la fe, Declaración acerca de la traducción del artículo “carnis resurrectionem” del Símbolo Apostólico, 14-XII-1983. — 18 San Agustín, Sermón 264, 6. — 19 Cfr. Apoc 21, 3 ss. — 20 Cfr. M. Schmaus,Teología dogmática, vol. VII: Los Novísimos, Rialp, Madrid 1961, p. 514. — 21 Cfr. Apoc 21,1 ss.
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Otro comentario: Rev. D. Francesc CATARINEU i Vilageliu (Sabadell, Barcelona, España)

Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él
Hoy, antes de celebrar la Ascensión y Pentecostés, releemos todavía las palabras del llamado sermón de la Última Cena, en las que debemos ver diversas maneras de presentar un único mensaje, ya que todo brota de la unión de Cristo con el Padre y de la voluntad de Dios de asociarnos a este misterio de amor.

A Santa Teresita del Niño Jesús un día le ofrecieron diversos regalos para que eligiera, y ella —con una gran decisión aun a pesar de su corta edad— dijo: «Lo elijo todo». Ya de mayor entendió que este elegirlo todo se había de concretar en querer ser el amor en la Iglesia, pues un cuerpo sin amor no tendría sentido. Dios es este misterio de amor, un amor concreto, personal, hecho carne en el Hijo Jesús que llega a darlo todo: Él mismo, su vida y sus hechos son el máximo y más claro mensaje de Dios.

Es de este amor que lo abarca todo de donde nace la “paz”. Ésta es hoy una palabra añorada: queremos paz y todo son alarmas y violencias. Sólo conseguiremos la paz si nos volvemos hacia Jesús, ya que es Él quien nos la da como fruto de su amor total. Pero no nos la da como el mundo lo hace (cf. Jn 14,27), pues la paz de Jesús no es la quietud y la despreocupación, sino todo lo contrario: la solidaridad que se hace fraternidad, la capacidad de mirarnos y de mirar a los otros con ojos nuevos como hace el Señor, y así perdonarnos. De ahí nace una gran serenidad que nos hace ver las cosas tal como son, y no como aparecen. Siguiendo por este camino llegaremos a ser felices.

«El Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14,26). En estos últimos días de Pascua pidamos abrirnos al Espíritu: le hemos recibido al ser bautizados y confirmados, pero es necesario que —como ulterior don— rebrote en nosotros y nos haga llegar allá donde no osaríamos.
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Otro comentario: REDACCIÓN evangeli.net (elaborado a partir de textos de Benedicto XVI) (Città del Vaticano, Vaticano)
Jesús está siempre presente junto a nosotros y por nosotros
Hoy, el Jesús que se despide no va a alguna parte en un astro lejano. Él entra en la comunión de vida y poder con el Dios viviente, en la situación de superioridad de Dios sobre todo espacio.

No se ha marchado, sino que, en virtud del mismo poder de Dios, ahora está siempre presente junto a nosotros y por nosotros. En los discursos de despedida en el Evangelio de Juan, Jesús dice precisamente esto a sus discípulos: “Me voy y volveré a vosotros”. Aquí está sintetizada maravillosamente la peculiaridad del “irse” de Jesús, que es al mismo tiempo su “venir”, y con eso queda explicado también el misterio acerca de la cruz, la resurrección y la ascensión. Su irse es precisamente un venir, un nuevo modo de cercanía, de presencia permanente, que Juan pone también en relación con la “alegría”.

—Puesto que Jesús está junto al Padre, no está lejos, sino cerca de nosotros. Él no está ahora en un solo sitio, sino que está presente al lado de todos.
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Otro comentario: Beato Juan Pablo II (1920-2005), papa 
Encíclica “Dominum et vivificantem”, § 24 (trad. © Libreria Editrice Vaticana) 
“El Defensor, el Espíritu Santo... os recordará todo lo que os he dicho”

    Cristo, que “había entregado el espíritu en la cruz” (Jn 19,30) como Hijo del hombre y Cordero de Dios, una vez resucitado va donde los apóstoles para “soplar sobre ellos” (Jn 20,22)...  La venida del Señor llena de gozo a los presentes: “Su tristeza se convierte en gozo” (cf Jn 16,20), como ya había prometido antes de su pasión. Y sobre todo se verifica el principal anuncio del discurso de despedida: Cristo resucitado, como si preparara una nueva creación, “trae” el Espíritu Santo a los apóstoles. Lo trae a costa de su “partida”; les da este Espíritu como a través de las heridas de su crucifixión: “les mostró las manos y el costado”. En virtud de esta crucifixión les dice: “Recibid el Espíritu Santo”. 
   
    Se establece así una relación profunda entre el envío del Hijo y el del Espíritu Santo. No se da el envío del Espíritu Santo (después del pecado original) sin la Cruz y la Resurrección: “Si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito” (Jn 16,7). Se establece también una relación íntima entre la misión del Espíritu Santo y la del Hijo en la Redención. La misión del Hijo, en cierto modo, encuentra su “cumplimiento” en la Redención: “Recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros” (Jn 16,15).  La Redención es realizada totalmente por el Hijo, el Ungido, que ha venido y actuado con el poder del Espíritu Santo, ofreciéndose finalmente en sacrificio supremo sobre el madero de la Cruz. Y esta Redención, al mismo tiempo, es realizada constantemente en los corazones y en las conciencias humanas —en la historia del mundo— por el Espíritu Santo, que es el “otro Paráclito” (Jn 14,16).






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