Lectura del santo Evangelio según san Lucas 24,46-53
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo, Jesús se apareció a sus discípulos y les dijo:
"Está escrito que el Mesías tenía que padecer y había de resucitar de entre los muertos al tercer día, y que en su nombre se había de predicar a todas las naciones, comenzando por Jerusalén, la necesidad de volverse a Dios y el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de esto. Ahora yo les voy a enviar al que mi Padre les prometió. Permanezcan, pues, en la ciudad, hasta que reciban la fuerza de lo alto".
Después salió con ellos fuera de la ciudad, hacia un lugar cercano a Betania; levantando las manos, los bendijo, y mientras los bendecía, se fue apartando de ellos y elevándose al cielo. Ellos, después de adorarlo, regresaron a Jerusalén, llenos de gozo, y permanecían constantemente en el templo, alabando a Dios.
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor
"Está escrito que el Mesías tenía que padecer y había de resucitar de entre los muertos al tercer día, y que en su nombre se había de predicar a todas las naciones, comenzando por Jerusalén, la necesidad de volverse a Dios y el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de esto. Ahora yo les voy a enviar al que mi Padre les prometió. Permanezcan, pues, en la ciudad, hasta que reciban la fuerza de lo alto".
Después salió con ellos fuera de la ciudad, hacia un lugar cercano a Betania; levantando las manos, los bendijo, y mientras los bendecía, se fue apartando de ellos y elevándose al cielo. Ellos, después de adorarlo, regresaron a Jerusalén, llenos de gozo, y permanecían constantemente en el templo, alabando a Dios.
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor
† Meditación diaria
Pascua. Séptimo domingo
Decenario al Espíritu Santo
EL DON DE SABIDURÍA
— Nos da un conocimiento amoroso de Dios, y de las personas y las cosas creadas en cuanto hacen referencia a Él. Está íntimamente unido a la virtud de la caridad.
Existe un conocimiento de Dios y de lo que a Él se refiere al que solo se llega con santidad. El Espíritu Santo, mediante el don de sabiduría, lo pone al alcance de las almas sencillas que aman al Señor: Yo te glorifico, Padre, Señor del Cielo y de la tierra –exclamó Jesús delante de unos niños–, porque has tenido encubiertas estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños1. Es un saber que no se aprende en libros sino que es comunicado por Dios mismo al alma, iluminando y llenando de amor a un tiempo la mente y el corazón, el entendimiento y la voluntad. Mediante la luz que da el amor, el cristiano tiene un conocimiento más íntimo y gustoso de Dios y de sus misterios.
“Cuando tenemos en nuestra boca una fruta, apreciamos entonces su sabor mucho mejor que si leyéramos las descripciones que de ella hacen todos los tratados de Botánica. ¿Qué descripción podría ser comparable al sabor que experimentamos cuando probamos una fruta? Así, cuando estamos unidos a Dios y gustamos de Él por la íntima experiencia, esto nos hace conocer mucho mejor las cosas divinas que todas las descripciones que puedan hacer los eruditos y los libros de los hombres más sabios”2. Este conocimiento se experimenta de manera particular en el don de la sabiduría.
De manera semejante a como una madre conoce a su hijo a través del amor que le tiene, así el alma, mediante la caridad, llega a un conocimiento profundo de Dios que saca del amor su luz y su poder de penetración en los misterios. Es un don del Espíritu Santo porque es fruto de la caridad infundida por Él en el alma y nace de la participación de su sabiduría infinita. San Pablo oraba por los primeros cristianos, para que fuesen fortalecidos por la acción de su Espíritu (...), para que (...), arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento3. Comprender, estando cimentados en el amor..., dice el Apóstol. Es un conocimiento profundo y amoroso.
Santo Tomás de Aquino enseña4 que el objeto de este don es Dios mismo y las cosas divinas, en primer lugar y de modo principal, pero también lo son las cosas de este mundo en cuanto se ordenan a Dios y de Él proceden.
A ningún conocimiento más alto de Dios podemos aspirar que a este saber gustoso, que enriquece y facilita nuestra oración y toda nuestra vida de servicio a Dios y a los hombres por Dios: La sabiduría –dice la Sagrada Escritura– vale más que las piedras preciosas, y cuanto hay de codiciable no puede comparársele5. La preferí a los cetros y a los tronos, y en comparación con ella tuve en nada la riqueza (...). Todo el oro ante ella es un grano de arena, y como el lodo es la plata ante ella. La amé más que a la salud y a la hermosura y antepuse a la luz su posesión, porque el resplandor que de ella brota es inextinguible. Todos los bienes me vinieron juntamente con ella (...), porque la sabiduría es quien los trae, pero yo ignoraba que fuese ella la madre de todos (...). Es para los hombres un tesoro inagotable, y los que de él se aprovechan se hacen partícipes de la amistad de Dios6.
El don de sabiduría está íntimamente unido a la virtud teologal de la caridad, que da un especial conocimiento de Dios y de las personas, que dispone al alma para poseer “una cierta experiencia de la dulzura de Dios”7, en Sí mismo y en las cosas creadas, en cuanto se relacionan con Él.
Por estar este don tan hondamente ligado a la caridad, estaremos mejor dispuestos para que se manifieste en nosotros en la medida en que nos ejercitemos en esta virtud. Cada día son incontables las oportunidades que tenemos a nuestro alcance de ayudar y servir a los demás. Pensemos hoy en nuestra oración si son abundantes estos pequeños servicios, si realmente nos esforzamos por hacer la vida más amable a quienes están junto a nosotros.
— Mediante este don participamos de los mismos sentimientos de Jesucristo en relación a quienes nos rodean. Nos enseña a ver los acontecimientos dentro del plan providencial de Dios, que siempre se manifiesta como Padre nuestro.
“Entre los dones del Espíritu Santo, diría que hay uno del que tenemos especial necesidad todos los cristianos: el don de sabiduría que, al hacernos conocer a Dios y gustar de Dios, nos coloca en condiciones de poder juzgar con verdad sobre las situaciones y las cosas de esta vida”8. Con la visión profunda que da al alma este don, el cristiano que sigue de cerca al Señor contempla la realidad creada con una mirada más alta, pues participa de algún modo de la visión que Dios tiene en Sí mismo de todo lo creado. Todo lo juzga con la claridad de este don.
Los demás son entonces una ocasión continua para ejercer la misericordia, para hacer un apostolado eficaz acercándolos al Señor. El cristiano comprende mejor la inmensa necesidad que tienen los hombres de que se les ayude en su caminar hacia Cristo. Se ve a los demás como a personas muy necesitadas de Dios, como Jesús las veía.
Los santos, iluminados por este don, han entendido en su verdadero sentido los sucesos de esta vida: los que consideramos como grandes e importantes y los de apariencia pequeña. Por eso, no llaman desgracia a la enfermedad, a las tribulaciones que han debido padecer, porque comprendieron que Dios bendice de muchas maneras, y frecuentemente con la Cruz; saben que todas las cosas, también lo humanamente inexplicable, coopera al bien de los que aman a Dios9.
“Las inspiraciones del Espíritu Santo, a las que este don hace que seamos dóciles, nos aclaran poco a poco el orden admirable del plan providencial, aun y precisamente en aquellas cosas que antes nos dejaban desconcertados, en los casos dolorosos e imprevistos, permitidos por Dios en vista de un bien superior”10.
Las mociones de la gracia a través del don de sabiduría nos traen una gran paz, no solo para nosotros, sino también para el prójimo; nos ayudan a llevar la alegría allí donde vamos, y a encontrar esa palabra oportuna que ayuda a reconciliar a quienes están desunidos. Por eso a este don corresponde la bienaventuranza de los pacíficos, aquellos que, teniendo paz en sí mismos, pueden comunicarla a los demás. Esta paz, que el mundo no puede dar, es el resultado de ver los acontecimientos dentro del plan providente de Dios, que no se olvida en ningún momento de sus hijos.
— El don de sabiduría y la vida de contemplación en nuestra vida ordinaria.
El don de sabiduría nos da una fe amorosa, penetrante, una claridad y seguridad en el misterio inabarcable de Dios, que nunca pudimos sospechar. Puede ser en relación a la presencia y cercanía de Dios, o a la presencia real de Jesucristo en el Sagrario, que nos produce una felicidad inexplicable por encontrarnos delante de Dios. “Permanece allí, sin decir nada o simplemente repitiendo algunas palabras de amor, en contemplación profunda, con los ojos fijos en la Hostia Santa, sin cansarse de mirarle. Le parece que Jesús penetra por sus ojos hasta lo más profundo de ella misma...”11.
Lo ordinario, sin embargo, será que encontremos a Dios en la vida corriente, sin particulares manifestaciones, pero con la íntima seguridad de que nos contempla, que ve nuestros quehaceres, que nos mira como hijos suyos... En medio de nuestro trabajo, en la familia, el Espíritu Santo nos enseña, si somos fieles a sus gracias, que todo aquello es el medio normal que Dios ha puesto a nuestro alcance para servirle aquí y contemplarle luego por toda la eternidad.
En la medida en que vamos purificando nuestro corazón, entendemos mejor la verdadera realidad del mundo, de las personas (a quienes vemos como hijos de Dios) y de los acontecimientos, participando en la visión misma de Dios sobre lo creado, siempre según nuestra condición de creaturas.
El don de sabiduría ilumina nuestro entendimiento y enciende nuestra voluntad para poder descubrir a Dios en lo corriente de todos los días, en la santificación del trabajo, en el amor que ponemos por acabar con perfección la tarea, en el esfuerzo que supone estar siempre dispuestos a servir a los demás.
Esta acción amorosa del Espíritu Santo sobre nuestra vida solo será posible si cuidamos con esmero los tiempos que tenemos especialmente dedicados a Dios: la Santa Misa, los ratos de meditación personal, la Visita al Santísimo... Y esto en las temporadas normales y en las que tenemos un trabajo que parece superar nuestra capacidad de sacarlo adelante; cuando tenemos una devoción más fácil y sencilla y cuando llega la aridez; en los viajes, en el descanso, en la enfermedad... Y junto al cuidado de estos momentos más particularmente dedicados a Dios, no ha de faltarnos el interés para que en el trasfondo de nuestro día se encuentre siempre el Señor. Presencia de Dios alimentada con jaculatorias, acciones de gracias, petición de ayuda, actos de desagravio, pequeñas mortificaciones que nacen con ocasión de nuestra labor o que buscamos libremente...
“Que la Madre de Dios y Madre nuestra nos proteja, con el fin de que cada uno de nosotros pueda servir a la Iglesia en la plenitud de la fe, con los dones del Espíritu Santo y con la vida contemplativa. Cada uno realizando los deberes personales, que le son propios; cada uno en su oficio y profesión, y en el cumplimiento de las obligaciones de su estado, honre gozosamente al Señor”12.
1 Mt 11, 25. — 2 L. M. Martínez, El Espíritu Santo, Studium, 6ª ed., Madrid 1959, p. 201. — 3 Ef 3, 16-19. — 4 Cfr. Santo Tomás, Suma Teológica, 1, q. 45, a. 2. — 5 Prov 8, 11. — 6 Sab 7, 8-14. — 7 Santo Tomás, Suma Teológica, 1-2, q. 112, a. 5. — 8 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 133. — 9 Cfr. Rom 8, 28. — 10 R. Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior, Palabra, 4ª ed., Madrid 1982, vol II, p. 195. — 11 A. Riaud,La acción del Espíritu Santo en las almas, Palabra, 4ª ed., Madrid 1983, p. 82. — 12 San Josemaría Escrivá,Amigos de Dios, 316.
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Otro comentario: P. Abad Dom Josep ALEGRE Abad de Santa Mª de Poblet (Tarragona, España)
Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo
Hoy, Ascensión del Señor, recordamos nuevamente la “misión que” nos sigue confiada: «Vosotros seréis testigos de estas cosas» (Lc 24,48). La Palabra de Dios sigue siendo actualidad viva hoy: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo (...) y seréis mis testigos» (Hch 1,8) hasta los confines del mundo. La Palabra de Dios es exigencia de urgente actualidad: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15).
En esta Solemnidad resuena con fuerza esa invitación de nuestro Maestro, que —revestido de nuestra humanidad— terminada su misión en este mundo, nos deja para sentarse a la diestra del Padre y enviarnos la fuerza de lo alto, el Espíritu Santo.
Pero yo no puedo sino preguntarme: —El Señor, ¿actúa a través de mí? ¿Cuáles son los signos que acompañan a mi testimonio? Algo me recuerda los versos del poeta: «No puedes esperar hasta que Dios llegue a ti y te diga: ‘Yo soy’. Un dios que declara su poder carece de sentido. Tienes que saber que Dios sopla a través de ti desde el comienzo, y si tu pecho arde y nada denota, entonces está Dios obrando en él».
Y éste debe ser nuestro signo: el fuego que arde dentro, el fuego que —como en el profeta Jeremías— no se puede contener: la Palabra viva de Dios. Y uno necesita decir: «¡Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de alegría! Sube Dios entre aclamaciones, ¡salmodiad para nuestro Dios, salmodiad!» (Sal 47,2.6-7).
Su reinado se esta gestando en el corazón de los pueblos, en tu corazón, como una semilla que está ya a punto para la vida. —Canta, danza, para tu Señor. Y, si no sabes cómo hacerlo, pon la Palabra en tus labios hasta hacerla bajar al corazón: —Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, dame espíritu de sabiduría y revelación para conocerte. Ilumina los ojos de mi corazón para comprender la esperanza a la que me llamas, la riqueza de gloria que me tienes preparada y la grandeza de tu poder que has desplegado con la resurrección de Cristo.
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En esta Solemnidad resuena con fuerza esa invitación de nuestro Maestro, que —revestido de nuestra humanidad— terminada su misión en este mundo, nos deja para sentarse a la diestra del Padre y enviarnos la fuerza de lo alto, el Espíritu Santo.
Pero yo no puedo sino preguntarme: —El Señor, ¿actúa a través de mí? ¿Cuáles son los signos que acompañan a mi testimonio? Algo me recuerda los versos del poeta: «No puedes esperar hasta que Dios llegue a ti y te diga: ‘Yo soy’. Un dios que declara su poder carece de sentido. Tienes que saber que Dios sopla a través de ti desde el comienzo, y si tu pecho arde y nada denota, entonces está Dios obrando en él».
Y éste debe ser nuestro signo: el fuego que arde dentro, el fuego que —como en el profeta Jeremías— no se puede contener: la Palabra viva de Dios. Y uno necesita decir: «¡Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de alegría! Sube Dios entre aclamaciones, ¡salmodiad para nuestro Dios, salmodiad!» (Sal 47,2.6-7).
Su reinado se esta gestando en el corazón de los pueblos, en tu corazón, como una semilla que está ya a punto para la vida. —Canta, danza, para tu Señor. Y, si no sabes cómo hacerlo, pon la Palabra en tus labios hasta hacerla bajar al corazón: —Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, dame espíritu de sabiduría y revelación para conocerte. Ilumina los ojos de mi corazón para comprender la esperanza a la que me llamas, la riqueza de gloria que me tienes preparada y la grandeza de tu poder que has desplegado con la resurrección de Cristo.
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Otro comentario: REDACCIÓN evangeli.net (elaborado a partir de textos de Benedicto XVI) (Città del Vaticano, Vaticano)
La Ascensión: invitación a la comunión con Jesús, invisiblemente presente
Hoy, la Ascensión nos invita a una comunión profunda con Jesús muerto y resucitado, invisiblemente presente en la vida de cada uno de nosotros.
Desde esta perspectiva comprendemos por qué el evangelista san Lucas afirma que, después de la Ascensión, los discípulos volvieron a Jerusalén "con gran gozo". La causa de su gozo radica en que lo que había acontecido no había sido en realidad una separación, una ausencia permanente del Señor; más aún, en ese momento tenían la certeza de que el Crucificado-Resucitado estaba vivo, y en Él se habían abierto para siempre a la humanidad las puertas de Dios, las puertas de la vida eterna. Su Ascensión no implicaba la ausencia temporal del mundo, sino que más bien inauguraba la forma nueva, definitiva y perenne de su presencia, en virtud de su participación en el poder regio de Dios.
—Precisamente a sus discípulos, llenos de intrepidez por la fuerza del Espíritu Santo, corresponderá hacer perceptible su presencia con el testimonio, el anuncio y el compromiso misionero.
Desde esta perspectiva comprendemos por qué el evangelista san Lucas afirma que, después de la Ascensión, los discípulos volvieron a Jerusalén "con gran gozo". La causa de su gozo radica en que lo que había acontecido no había sido en realidad una separación, una ausencia permanente del Señor; más aún, en ese momento tenían la certeza de que el Crucificado-Resucitado estaba vivo, y en Él se habían abierto para siempre a la humanidad las puertas de Dios, las puertas de la vida eterna. Su Ascensión no implicaba la ausencia temporal del mundo, sino que más bien inauguraba la forma nueva, definitiva y perenne de su presencia, en virtud de su participación en el poder regio de Dios.
—Precisamente a sus discípulos, llenos de intrepidez por la fuerza del Espíritu Santo, corresponderá hacer perceptible su presencia con el testimonio, el anuncio y el compromiso misionero.
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