En la Solemnidad de Pentecostés, la Iglesia celebra el último acto de Cristo como Redentor: el envío del Espíritu Santo. Y no es un mero recuerdo sino que esta fiesta, como todas las del año litúrgico, contiene una gracia peculiar que se va aplicando cada vez que se reitera, consistente ahora en una nueva efusión del Espíritu.
Hasta su llegada, diez días después de la Ascensión del Señor, los apóstoles se habían sentido incapaces de realizar el mandato final del Divino Maestro:
¡Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio!.
Pero aquel Espíritu que había reposado sobre las aguas primigenias suscitando la Creación, el que descansando en el seno de María la fecundó para nuestra salvación, ese mismo Espíritu que se posesionó del cuerpo del Señor el día de su resurrección, pasó, en Pentecostés, del cuerpo glorificado de Jesús a su Cuerpo Místico, la Iglesia naciente, impulsando a los apóstoles a enfrentar al mundo, ebrios del vino nuevo de la vid que es Cristo, nuevo odre de los nuevos tiempos.
Así como en el Cenáculo el Espíritu Santo se derramó sobre cada uno de los presentes en orden a una misión específica, ahora se derrama sobre la Iglesia para que cada uno de sus miembros cumpla una misión peculiar: obra milagros por los santos, proclama la verdad por los predicadores, es virgen en la castidad de unos e imita la unión de Cristo y de la Iglesia en el matrimonio de otros, manifestándose en todos para el bien común.
No dejemos, pues, que caduque en nosotros el Soplo de Dios que, habiéndonos penetrado en el Bautismo y la Confirmación, debe permanecer en nuestro corazón dándonos sabiduría, encendiendo nuestra alma y preparándonos para el Pentecostés final, cuando Dios sea todo en todos, el día de la cosecha definitiva cuando el Espíritu llene toda la casa de la historia con la llama de su caridad y el fuego de su juicio.
¡Ven Espíritu Santo, inúndanos con el fuego de tu amor, y crea en nosotros un corazón nuevo capaz de renovar la faz de la tierra!
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