† Lectura del santo Evangelio según san Marcos 16, 15-20
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once, y les dijo:
"Vayan por todo el mundo y proclamen la buena noticia a toda criatura. El que crea y se bautice, se salvará, pero el que no crea, se condenará. A los que crean, les acompañarán estas señales: expulsarán demonios en mi nombre, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes con sus manos y, aunque beban veneno, no les hará daño; impondrán las manos a los enfermos y éstos sanarán".
Después de hablarles, el Señor Jesús fue elevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos salieron a predicar por todas partes, el Señor los asistía y confirmaba la palabra acompañandola con señales.
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.
"Vayan por todo el mundo y proclamen la buena noticia a toda criatura. El que crea y se bautice, se salvará, pero el que no crea, se condenará. A los que crean, les acompañarán estas señales: expulsarán demonios en mi nombre, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes con sus manos y, aunque beban veneno, no les hará daño; impondrán las manos a los enfermos y éstos sanarán".
Después de hablarles, el Señor Jesús fue elevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos salieron a predicar por todas partes, el Señor los asistía y confirmaba la palabra acompañandola con señales.
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.
† Meditación diaria
Solemnidad de la Ascensión del Señor
JESÚS NOS ESPERA EN EL CIELO
— Culmina en este misterio la exaltación de Cristo glorioso.
Una bendición fue el último gesto de Jesús en la tierra, según el Evangelio de San Lucas1. Los Once han partido desde Galilea al monte que Jesús les había indicado, el monte de los Olivos, cercano a Jerusalén. Los discípulos, al ver de nuevo al Resucitado, le adoraron2, se postraron ante Él como ante su Maestro y su Dios. Ahora son mucho más profundamente conscientes de lo que ya, mucho tiempo antes, tenían en el corazón y habían confesado: que su Maestro era el Mesías3. Están asombrados y llenos de alegría al ver que su Señor y su Dios ha estado siempre tan cercano. Después de aquellos cuarenta días en su compañía podrán ser testigos de lo que han visto y oído; el Espíritu Santo los confirmará en las enseñanzas de Jesús, y les enseñará la verdad completa.
El Maestro les habla con la Majestad propia de Dios: Se me ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra4. Jesús confirma la fe de los que le adoran, y les enseña que el poder que van a recibir deriva del propio poder divino. La facultad de perdonar los pecados, de renacer a una vida nueva mediante el Bautismo... es el poder del mismo Cristo que se prolonga en la Iglesia. Esta es la misión de la Iglesia: continuar por siempre la obra de Cristo, enseñar a los hombres las verdades acerca de Dios y las exigencias que llevan consigo esas verdades, ayudarles con la gracia de los sacramentos...
Les dice Jesús: recibiréis el Espíritu Santo que descenderá sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra.
Y después de decir esto, mientras ellos miraban, se elevó, y una nube lo ocultó a sus ojos5. Así nos describe San Lucas la Ascensión del Señor en la Primera lectura de la Misa.
Poco a poco se fue elevando. Los Apóstoles se quedaron largo rato mirando a Jesús que asciende con toda majestad mientras les da su última bendición, hasta que una nube lo ocultó. Era la nube que acompañaba la manifestación de Dios6: «era un signo de que Jesús había entrado ya en los cielos»7.
La vida de Jesús en la tierra no concluye con su muerte en la Cruz, sino con la Ascensión a los Cielos. Es el último misterio de la vida del Señor aquí en la tierra. Es un misterio redentor, que constituye, con la Pasión, la Muerte y la Resurrección, el misterio pascual. Convenía que quienes habían visto morir a Cristo en la Cruz entre insultos, desprecios y burlas, fueran testigos de su exaltación suprema. Se cumplen ahora ante la vista de los suyos aquellas palabras que un día les dijera: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios8. Y aquellas otras: Ya no estoy en el mundo, pero ellos están en el mundo y voy a Ti, Padre Santo9.
La Ascensión del Señor a los Cielos la contemplamos en el segundo misterio glorioso del Santo Rosario. «Se fue Jesús con el Padre. —Dos Ángeles de blancas vestiduras se aproximan a nosotros y nos dicen: Varones de Galilea, ¿qué hacéis mirando al cielo? (Hech 1, 11).
»Pedro y los demás vuelven a Jerusalén –cum gaudio magno– con gran alegría. (Lc 24, 52). —Es justo que la Santa Humanidad de Cristo reciba el homenaje, la aclamación y adoración de todas las jerarquías de los Ángeles y de todas las legiones de los bienaventurados de la Gloria»10.
— La Ascensión fortalece y alienta nuestro deseo de alcanzar el Cielo. Fomentar esta esperanza.
«Hoy no solo hemos sido constituidos poseedores del paraíso –enseña San León Magno en esta solemnidad–, sino que con Cristo hemos ascendido, mística pero realmente, a lo más alto de los Cielos, y conseguido por Cristo una gracia más inefable que la que habíamos perdido»11.
La Ascensión fortalece y alienta nuestra esperanza de alcanzar el Cielo y nos impulsa constantemente a levantar el corazón, como nos invita a hacer el prefacio de la Misa, con el fin de buscar las cosas de arriba. Ahora nuestra esperanza es muy grande, pues el mismo Cristo ha ido a prepararnos una morada12.
El Señor se encuentra en el Cielo con su Cuerpo glorificado, con la señal de su Sacrificio redentor13, con las huellas de la Pasión que pudo contemplar Tomás, que claman por la salvación de todos nosotros. La Humanidad Santísima del Señor tiene ya en el Cielo su lugar natural, pero Él, que dio su vida por cada uno, nos espera allí. «Cristo nos espera. Vivimos ya como ciudadanos del cielo (Flp 3, 20), siendo plenamente ciudadanos de la tierra, en medio de dificultades, de injusticias, de incomprensiones, pero también en medio de la alegría y de la serenidad que da el saberse hijo amado de Dios (...).
»Si, a pesar de todo, la subida de Jesús a los cielos nos deja en el alma un amargo regusto de tristeza, acudamos a su Madre, como hicieron los apóstoles: entonces tornaron a Jerusalén... y oraban unánimemente... con María, la Madre de Jesús (Hech 1, 12-14)»14.
La esperanza del Cielo llenará de alegría nuestro diario caminar. Imitaremos a los Apóstoles, que «se aprovecharon tanto de la Ascensión del Señor que todo cuanto antes les causaba miedo, después se convirtió en gozo. Desde aquel momento elevaron toda la contemplación de su alma a la divinidad sentada a la diestra del Padre; la misma visión de su cuerpo no era obstáculo para que la inteligencia, iluminada por la fe, creyera que Cristo, ni descendiendo se había apartado del Padre, ni con su Ascensión se había separado de sus discípulos»15.
— La Ascensión y la misión apostólica del cristiano.
Cuando estaban mirando atentamente al cielo mientras Él se iba, se presentaron junto a ellos dos hombres con vestiduras blancas que dijeron: Hombres de Galilea, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, vendrá de igual manera que le habéis visto subir16. «También como los Apóstoles, permanecemos entre admirados y tristes al ver que nos deja. No es fácil, en realidad, acostumbrarse a la ausencia física de Jesús. Me conmueve recordar que, en un alarde de amor, se ha ido y se ha quedado; se ha ido al Cielo y se nos entrega como alimento en la Hostia Santa. Echamos de menos, sin embargo, su palabra humana, su forma de actuar, de mirar, de sonreír, de hacer el bien. Querríamos volver a mirarle de cerca, cuando se sienta al lado del pozo cansado por el duro camino (Cfr. Jn 4, 6), cuando llora por Lázaro (Cfr. Jn 11, 35), cuando ora largamente (Cfr. Lc 6,12), cuando se compadece de la muchedumbre (Cfr. Mt 15, 32, Mc 8, 2).
»Siempre me ha parecido lógico y me ha llenado de alegría que la Santísima Humanidad de Jesucristo suba a la gloria del Padre, pero pienso también que esta tristeza, peculiar del día de la Ascensión, es una muestra del amor que sentimos por Jesús, Señor Nuestro. Él, siendo perfecto Dios, se hizo hombre, perfecto hombre, carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. Y se separa de nosotros, para ir al cielo. ¿Cómo no echarlo en falta?»17.
Los ángeles dicen a los Apóstoles que es hora de comenzar la inmensa tarea que les espera, que no se debe perder un instante. Con la Ascensión termina la misión terrena de Cristo y comienza la de sus discípulos, la nuestra. Y hoy, en nuestra oración, es bueno que oigamos aquellas palabras con las que el Señor intercede ante Dios Padre por nosotros mismos: no pido que los saques del mundo, de nuestro ambiente, del propio trabajo, de la propia familia..., sino que los preserves del mal18. Porque quiere el Señor que cada uno en su lugar continúe la tarea de santificar el mundo, para mejorarlo y ponerlo a sus pies: las almas, las instituciones, las familias, la vida pública... Porque solo así el mundo será un lugar donde se valore y respete la dignidad humana, donde se pueda convivir en paz, con la verdadera paz, que tan ligada está a la unión con Dios.
«Nos recuerda la fiesta de hoy que el celo por las almas es un mandato del Señor, que, al subir a su gloria, nos envía como testigos suyos por el orbe entero. Grande es nuestra responsabilidad: porque ser testigo de Cristo supone, antes que nada, procurar comportarnos según su doctrina, luchar para que nuestra conducta recuerde a Jesús, evoque su figura amabilísima»19.
Quienes conviven o se relacionan con nosotros nos han de ver leales, sinceros, alegres, trabajadores; nos hemos de comportar como personas que cumplen con rectitud sus deberes y saben actuar como hijos de Dios en las incidencias que acarrea cada día. Las mismas normas corrientes de la convivencia –que para muchos quedan en algo externo, necesario para el trato social– han de ser fruto de la caridad, manifestaciones de una actitud interior de interés por los demás: el saludo, la cordialidad, el espíritu de servicio...
Jesús se va, pero se queda muy cerca de cada uno. De un modo particular lo encontramos en el Sagrario más próximo, quizá a menos de un centenar de metros de donde vivimos o trabajamos. No dejemos de ir muchas veces, aunque solo podamos con el corazón en la mayoría de las ocasiones, a decirle que nos ayude en la tarea apostólica, que cuente con nosotros para extender por todos los ambientes su doctrina.
Los Apóstoles marcharon a Jerusalén en compañía de Santa María. Junto a Ella esperan la llegada del Espíritu Santo. Dispongámonos nosotros también en estos días a preparar la próxima fiesta de Pentecostés muy cerca de nuestra Señora.
1 Lc 24, 51. — 2 Cfr. Mt 28, 17. — 3 Cfr. Mt 16, 18. — 4 Mt 28, 18. — 5 Primera lectura. Hech 1, 7 ss. — 6 Cfr. Ex 13, 22; Lc 9, 34 ss. — 7 San Juan Crisóstomo,Homilías sobre los Hechos, 2. — 8 Jn 20, 17. — 9 Jn 17, 11. — 10 San Josemaría Escrivá, Santo Rosario, Rialp, 24ª ed., Madrid 1979, Segundo misterio glorioso. — 11San León Magno, Homilía I sobre la Ascensión. — 12 Cfr. Jn 14, 2. — 13 Cfr. Apoc. 5, 6. — 14 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 126. — 15 San León Magno,Sermón 74, 3. — 16 Hech 1, 11.— 17 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 117. — 18 Jn 17, 15. — 19 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 122.
_________________________________________________________________________________
Otro comentario: San Agustín (354-430), obispo de Hipona (África del Norte), doctor de la Iglesia, Padre de la Iglesia Latina
Sermones sobre san Juan, nº 101
Sermones sobre san Juan, nº 101
Estas palabras del Salvador: «Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y nadie os quitará vuestra alegría» no deben ser referidas a este tiempo en que, después de su resurrección, se dejó ver en su misma carne por sus discípulos y les dijo que le tocaran, sino a ese otro tiempo del cual él mismo ya había dicho: «El que me ama, lo amará mi Padre y lo amaré yo y me mostraré a él» (Jn 14,21). Esta visión no es para esta vida sino para la vida del mundo venidero. No es por un tiempo sino que no tendrá fin. «La vida eterna es que te conozcan a ti al único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo» (Jn 17,3). El apóstol Pablo dice sobre esta visión y conocimiento: «Ahora vemos como en un espejo de adivinar, entonces veremos cara a cara. Mi conocer es por ahora inmaduro, entonces podré conocer como Dios me conoce» (1C 13,12).
Este es el fruto del trabajo de la Iglesia, ésta lo da a luz ahora en el deseo, entonces lo dará a luz en la visión; ahora en el dolor, entonces en el gozo, ahora en la súplica, entonces en la alabanza. Este fruto no tendrá fin porque nada nos va a satisfacer sino lo que es infinito. Es ese deseo el que hizo decir a Felipe: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta» (Jn 14,8).
Este es el fruto del trabajo de la Iglesia, ésta lo da a luz ahora en el deseo, entonces lo dará a luz en la visión; ahora en el dolor, entonces en el gozo, ahora en la súplica, entonces en la alabanza. Este fruto no tendrá fin porque nada nos va a satisfacer sino lo que es infinito. Es ese deseo el que hizo decir a Felipe: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta» (Jn 14,8).
_______________________________________________________________________________
Otro comentario: Rev. D. Antoni CAROL i Hostench (Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)
Presencia de Dios en el mundo
Hoy día —a la vista de las desgracias que ocurren en nuestro mundo— es frecuente la pregunta: "¿Dónde está Dios?". Jesús, de un modo misterioso, afirma que le volveremos a ver, y que eso nos causará gozo. Además, nos ha desvelado el rostro de Dios: Él es Padre.
A Dios no se le escapa el mundo de las manos. Él no ejerce un "gobierno policial" (como solemos hacer nosotros), sino providencial. Dios no es un "árbitro". Como Padre providente, Dios "deja hacer", pero "no nos deja". Es decir, respeta los dinamismos de este mundo (las leyes de la naturaleza y las decisiones de nuestra libertad, incluso las erróneas), pero —en su infinita bondad y sabiduría— lo reconduce todo hacia la salvación de la humanidad. Ejemplos: César Augusto, Herodes, Poncio Pilatos, aun actuando erróneamente, fueron instrumentos providenciales al servicio de nuestra redención…
—Jesús, quisiera decir a todos: no nos inventemos "dioses"; dejemos que Dios sea Dios, y confiémonos con gozo a sus "brazos" de Padre.
A Dios no se le escapa el mundo de las manos. Él no ejerce un "gobierno policial" (como solemos hacer nosotros), sino providencial. Dios no es un "árbitro". Como Padre providente, Dios "deja hacer", pero "no nos deja". Es decir, respeta los dinamismos de este mundo (las leyes de la naturaleza y las decisiones de nuestra libertad, incluso las erróneas), pero —en su infinita bondad y sabiduría— lo reconduce todo hacia la salvación de la humanidad. Ejemplos: César Augusto, Herodes, Poncio Pilatos, aun actuando erróneamente, fueron instrumentos providenciales al servicio de nuestra redención…
—Jesús, quisiera decir a todos: no nos inventemos "dioses"; dejemos que Dios sea Dios, y confiémonos con gozo a sus "brazos" de Padre.
_____________________________________________________________________
Otro comentario: Rev. D. Joan Pere PULIDO i Gutiérrez Secretario del obispo de Sant Feliu (Sant Feliu de Llobregat, España)
Vuestra tristeza se convertirá en gozo
Hoy contemplamos de nuevo la Palabra de Dios con la ayuda del evangelista Juan. En estos últimos días de Pascua sentimos una inquietud especial por hacer nuestra esta Palabra y entenderla. La misma inquietud de los primeros discípulos, que se expresa profundamente en las palabras de Jesús —«Dentro de poco ya no me veréis, y dentro de otro poco me volveréis a ver» (Jn 16,16)— concentra la tensión de nuestras inquietudes de fe, de búsqueda de Dios en nuestra vida cotidiana.
Los cristianos de hoy sentimos la misma urgencia que los cristianos del primer siglo. Queremos ver a Jesús, necesitamos experimentar su presencia en medio de nosotros, para reforzar nuestra fe, esperanza y caridad. Por esto, nos provoca tristeza pensar que Él no esté entre nosotros, que no podamos sentir y tocar su presencia, sentir y escuchar su palabra. Pero esta tristeza se transforma en alegría profunda cuando experimentamos su presencia segura entre nosotros.
Esta presencia, así nos lo recordaba Juan Pablo II en su última Carta encíclica Ecclesia de Eucharistia, se concreta —específicamente— en la Eucaristía: «La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia. Ésta experimenta con alegría cómo se realiza continuamente, en múltiples formas, la promesa del Señor: ‘He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo’ (Mt 28,20). (...) La Eucaristía es misterio de fe y, al mismo tiempo, “misterio de luz”. Cada vez que la Iglesia la celebra, los fieles pueden revivir de algún modo la experiencia de los dos discípulos de Emaús: «Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron» (Lc 24,31)».
Pidamos a Dios una fe profunda, una inquietud constante que se sacie en la fuente eucarística, escuchando y entendiendo la Palabra de Dios; comiendo y saciando nuestra hambre en el Cuerpo de Cristo. Que el Espíritu Santo llene de luz nuestra búsqueda de Dios.
Los cristianos de hoy sentimos la misma urgencia que los cristianos del primer siglo. Queremos ver a Jesús, necesitamos experimentar su presencia en medio de nosotros, para reforzar nuestra fe, esperanza y caridad. Por esto, nos provoca tristeza pensar que Él no esté entre nosotros, que no podamos sentir y tocar su presencia, sentir y escuchar su palabra. Pero esta tristeza se transforma en alegría profunda cuando experimentamos su presencia segura entre nosotros.
Esta presencia, así nos lo recordaba Juan Pablo II en su última Carta encíclica Ecclesia de Eucharistia, se concreta —específicamente— en la Eucaristía: «La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia. Ésta experimenta con alegría cómo se realiza continuamente, en múltiples formas, la promesa del Señor: ‘He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo’ (Mt 28,20). (...) La Eucaristía es misterio de fe y, al mismo tiempo, “misterio de luz”. Cada vez que la Iglesia la celebra, los fieles pueden revivir de algún modo la experiencia de los dos discípulos de Emaús: «Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron» (Lc 24,31)».
Pidamos a Dios una fe profunda, una inquietud constante que se sacie en la fuente eucarística, escuchando y entendiendo la Palabra de Dios; comiendo y saciando nuestra hambre en el Cuerpo de Cristo. Que el Espíritu Santo llene de luz nuestra búsqueda de Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario