sábado, 25 de mayo de 2013

Evangelio - Domingo Solemnidad de la Santísima Trinidad

† Lectura del santo Evangelio según san Juan 16, 12-15
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: 
"Aún tengo muchas cosas qué decirles, pero todavía no las pueden comprender. Pero cuando venga el Espíritu de la verdad, él los guiará hasta la verdad plena; porque no hablará por su propia cuenta, sino que dirá lo que haya oído, y les anunciará las cosas que van a suceder. El me glorificará, porque primero recibirá de mí lo que les vaya comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío; por eso he dicho que tomará de lo mío y se lo comunicará a ustedes". 
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.

† Meditación diaria 
Domingo después de Pentecostés
LA SANTÍSIMA TRINIDAD*
Solemnidad

* La Iglesia celebra hoy el misterio central de nuestra fe, la Santísima Trinidad, fuente de todos los dones y gracias, el misterio inefable de la vida íntima de Dios. La liturgia de la Misa nos invita a tratar con intimidad a cada una de las Tres Divinas Personas: al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. La fiesta fue establecida para todo Occidente en 1334 por el Papa Juan XXII, y quedó fijada para este domingo después de la venida del Espíritu Santo, el último de los misterios de nuestra salvación. Hoy podemos repetir muchas veces, despacio, con particular atención: Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.


— Revelación del misterio trinitario.

Tibi laus, Tibi gloria, Tibi gratiarum actio... A Ti la alabanza, a Ti la gloria, a Ti hemos de dar gracias por los siglos de los siglos, ¡oh Trinidad Beatísima!1.
Después de haber renovado los misterios de la salvación –desde el Nacimiento de Cristo en Belén hasta la venida del Espíritu Santo en Pentecostés–, la liturgia nos propone el misterio central de nuestra fe: la Santísima Trinidad, fuente de todos los dones y gracias, misterio inefable de la vida íntima de Dios.
Poco a poco, con una pedagogía divina, Dios fue manifestando su realidad íntima, nos ha ido revelando cómo es Él, en Sí, independiente de todo lo creado. En el Antiguo Testamento da a conocer sobre todo la Unidad de su Ser, y su completa distinción del mundo y su modo de relacionarse con él, como Creador y Señor. Se nos enseña de muchas maneras que Dios, a diferencia del mundo, es increado; que no está limitado a un espacio (es inmenso), ni al tiempo (es eterno). Su poder no tiene límites (es omnipotente): Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón -nos invita la liturgia- que el Señor es el único Dios allá arriba en el cielo y aquí abajo en la tierra; no hay otro2. Solo Tú, Señor.
El Antiguo Testamento proclama sobre todo la grandeza de Yahvé, único Dios, Creador y Señor de todo el Universo. Pero también se revela corno el pastor que busca a su rebaño, que cuida a los suyos con mimo y ternura, que perdona y olvida las frecuentes infidelidades del pueblo elegido... A la vez, se va manifestando la paternidad de Dios Padre, la Encarnación de Dios Hijo, que es anunciada por los Profetas, y la acción del Espíritu Santo, que lo vivifica todo.
Pero es Cristo quien nos revela la intimidad del misterio trinitario y la llamada a participar en él. Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo3. Él nos reveló también la existencia del Espíritu Santo junto con el Padre y lo envió a la Iglesia para que la santificara hasta el fin de los tiempos; y nos reveló la perfectísima Unidad de vida entre las divinas Personas4.
El misterio de la Santísima Trinidad es el punto de partida de toda la verdad revelada y la fuente de donde procede la vida sobrenatural y a donde nos encaminamos: somos hijos del Padre, hermanos y coherederos del Hijo, santificados continuamente por el Espíritu Santo para asemejarnos cada vez más a Cristo. Así crecemos en el sentido de nuestra filiación divina. Esto nos hace ser templos vivos de la Santísima Trinidad.
Por ser el misterio central de la vida de la Iglesia, la Trinidad Beatísima es continuamente invocada en toda la liturgia. En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu fuimos bautizados, y en su nombre se nos perdonan los pecados; al comenzar y al terminar muchas oraciones, nos dirigimos al Padre, por mediación de Jesucristo, en unidad del Espíritu Santo. Muchas veces a lo largo del día repetimos los cristianos: Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
“-¡Dios es mi Padre! -Si lo meditas, no saldrás de esta consoladora consideración.
“-¡Jesús es mi Amigo entrañable! (otro Mediterráneo), que me quiere con toda la divina locura de su Corazón.
“-¡El Espíritu Santo es mi Consolador!, que me guía en el andar de todo mi camino.
“Piénsalo bien. -Tú eres de Dios..., y Dios es tuyo”5.

— El trato con cada una de las Personas divinas.

La vida divina –a cuya participación hemos sido llamados– es fecundísima. Eternamente el Padre engendra al Hijo, y el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. Esta generación del Hijo y la espiración del Espíritu Santo no es algo que aconteció en un momento determinado, dejando como fruto estable las Tres Divinas Personas: esas procedencias (los teólogos las llaman “procesiones”) son eternas.
En el caso de las generaciones humanas, un padre engendra a un hijo, pero ese padre y ese hijo permanecen después del mismo acto de engendrar, incluso aunque muera uno de los dos. El hombre que es padre no solo es “padre”: antes y después de engendrar es “hombre”. La esencia, sin embargo, de Dios Padre está en que todo su ser consiste en dar la vida al Hijo. Eso es lo que lo determina como Persona divina, distinta de las demás. En la vida natural, el hijo que es engendrado tiene otra realidad. Pero la esencia del Unigénito de Dios es precisamente ser Hijo6. Y es a través de Él, haciéndonos semejantes a Él, por un impulso constante del Espíritu Santo, como nosotros alcanzamos y crecemos en el sentido de nuestra filiación divina. Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Habéis recibido no un Espíritu de esclavitud para recaer en el temor; sino un Espíritu de adopción, que nos hace gritar: Abba! (¡Padre!). Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios; y si somos hijos, también herederos de Dios y coherederos con Cristo7.
La paternidad y la filiación humanas son algo que acontece a las personas, pero no expresan todo su ser. En Dios, la Paternidad, la Filiación y la Espiración constituyen todo el Ser del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo8.
Desde que el hombre es llamado a participar de la misma vida divina por la gracia recibida en el Bautismo, está destinado a participar cada vez más en esta Vida. Es un camino que es preciso andar continuamente. Del Espíritu Santo recibimos constantes impulsos, mociones, luces, inspiraciones para ir más deprisa por ese camino que lleva a Dios, para estar cada vez en una “órbita” más cercana al Señor. “El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales!
“Hemos corrido como el ciervo, que ansía las fuentes de las aguas (Sal 41, 2); con sed, rota la boca, con sequedad. Queremos beber en ese manantial de agua viva. Sin rarezas, a lo largo del día nos movemos en ese abundante y claro venero de frescas linfas que saltan hasta la vida eterna (cfr. Jn 4, 14). Sobran las palabras, porque la lengua no logra expresarse; ya el entendimiento se aquieta. No se discurre, ¡se mira! Y el alma rompe otra vez a cantar con cantar nuevo, porque se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios, a todas horas”9.

— Oración a la Trinidad Beatísima.

La Trinidad Santa habita en nuestra alma como en un templo. Y San Pablo nos hace saber que el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado10. Y ahí, en la intimidad del alma, nos hemos de acostumbrar a tratar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo. “Tú, Trinidad eterna, eres mar profundo, en el que cuanto más penetro, más descubro, y cuanto más descubro, más te busco”11, le decimos en la intimidad de nuestra alma.
“¡Oh, Dios mío, Trinidad Beatísima! Sacad de mi pobre ser el máximo rendimiento para vuestra gloria y haced de mí lo que queráis en el tiempo y en la eternidad. Que ya no ponga jamás el menor obstáculo voluntario a vuestra acción transformadora (...). Segundo por segundo, con intención siempre actual, quisiera ofreceros todo cuanto soy y tengo; y que mi pobre vida fuera en unión íntima con el Verbo Encarnado un sacrificio incesante de alabanza de gloria de la Trinidad Beatísima (...).
“¡Oh, Dios mío, cómo quisiera glorificaros! ¡Oh, si a cambio de mi completa inmolación, o de cualquier otra condición, estuviera en mi mano incendiar el corazón de todas vuestras criaturas y la Creación entera en las llamas de vuestro amor, qué de corazón quisiera hacerlo! Que al menos mi pobre corazón os pertenezca por entero, que nada me reserve para mí ni para las criaturas, ni uno solo de sus latidos. Que ame inmensamente a todos mis hermanos, pero únicamente con Vos, por Vos y para Vos (...). Quisiera, sobre todo, amaros con el corazón de San José, con el Corazón Inmaculado de María, con el Corazón adorable de Jesús. Quisiera, finalmente, hundirme en ese Océano infinito, en ese Abismo de fuego que consume al Padre y al Hijo en la unidad del Espíritu Santo y amaros con vuestro mismo infinito amor (...).
“¡Padre Eterno, Principio y Fin de todas las cosas! Por el Corazón Inmaculado de María os ofrezco a Jesús, vuestro Verbo Encarnado, y por Él, con Él y en Él, quiero repetiros sin cesar este grito arrancado de lo más hondo de mi alma: Padre, glorificad continuamente a vuestro Hijo, para que vuestro Hijo os glorifique en la unidad del Espíritu Santo por los siglos de los siglos (Jn 17, 1).
“¡Oh, Jesús, que habéis dicho: Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiera revelárselo (Mt 11, 27)!: “¡Mostradnos al Padre y esto nos basta!” (Jn 14, 8).
“Y Vos, ¡oh, Espíritu de Amor!, enseñadnos todas las cosas (Jn 14, 26) y formad con María en nosotros a Jesús(Gal 4, 19), hasta que seamos consumados en la unidad (Jn 17, 23) en el seno del Padre (Jn 1, 18). Amén”12.

1 Trisagio angélico. — 2 Primera lectura. Ciclo B. Dt 4, 39. — 3 Mt 11, 27. — 4 Evangelio de la Misa. Ciclo C. Jn16, 12-15. — 5 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 2. — 6 Cfr. J. M. Pero-Sanz, El Símbolo atanasiano, Palabra, Madrid 1976, p. 51. — 7 Segunda lectura. Ciclo C, Rom 8, 14-17. — 8 Un cartujo, La Trinidad y la vida interior, Rialp, Madrid 1958, 2ª ed., pp. 45-47. — 9 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 306-307. — 10 Segunda lectura. Ciclo C. Rom 5, 5. — 11 Santa Catalina de Siena, Diálogo, 167. — 12 Sor Isabel de la Trinidad,Elevación a la Santísima Trinidad, en Obras completas. Ed. Monte Carmelo, 4ª ed. Burgos 1985, pp. 757-758.
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Otro comentario: Cardenal Jorge MEJÍA Archivista y Bibliotecario de la S.R.I. (Città del Vaticano, Vaticano)
Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa
Hoy celebramos la solemnidad del misterio que está en el centro de nuestra fe, del cual todo procede y al cual todo vuelve. El misterio de la unidad de Dios y, a la vez, de su subsistencia en tres Personas iguales y distintas. Padre, Hijo y Espíritu Santo: la unidad en la comunión y la comunión en la unidad. Conviene que los cristianos, en este gran día, seamos conscientes de que este misterio está presente en nuestras vidas: desde el Bautismo —que recibimos en nombre de la Santísima Trinidad— hasta nuestra participación en la Eucaristía, que se hace para gloria del Padre, por su Hijo Jesucristo, gracias al Espíritu Santo. Y es la señal por la cual nos reconocemos como cristianos: la señal de la Cruz en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

La misión del Hijo, Jesucristo, consiste en la revelación de su Padre, del cual es la imagen perfecta, y en el don del Espíritu, también revelado por el Hijo. La lectura evangélica proclamada hoy nos lo muestra: el Hijo recibe todo del Padre en la perfecta unidad: «Todo lo que tiene el Padre es mío», y el Espíritu recibe lo que Él es, del Padre y del Hijo. Dice Jesús: «Por eso he dicho: ‘Recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros’» (Jn 16,15). Y en otro pasaje de este mismo discurso (15,26): «Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, Él dará testimonio de mí».

Aprendamos de esto la gran y consoladora verdad: la Trinidad Santísima, lejos de ponerse aparte, distante e inaccesible, viene a nosotros, habita en nosotros y nos transforma en interlocutores suyos. Y esto por medio del Espíritu, quien así nos guía hasta la verdad completa (cf. Jn 16,13). La incomparable “dignidad del cristiano”, de la cual habla varias veces san León el Grande, es ésta: poseer en sí el misterio de Dios y, entonces, tener ya, desde esta tierra, la propia “ciudadanía” en el cielo (cf. Flp 3,20), es decir, en el seno de la Trinidad Santísima.
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Otro comentario: REDACCIÓN evangeli.net (elaborado a partir de textos de Benedicto XVI) (Città del Vaticano, Vaticano)
Dios, Unidad en la Trinidad, suma y profunda comunión de amor y de vida
Hoy la liturgia nos invita a alabar a Dios no sólo por una maravilla realizada por Él, sino sobre todo por cómo es Él; por la belleza y la bondad de su ser. Se nos invita a contemplar, por decirlo así, el Corazón de Dios, su realidad más profunda, que es la de ser Unidad en la Trinidad, suma y profunda comunión de amor y de vida.

Toda la Sagrada Escritura nos habla de Él; proclama incluso su propio nombre: Misericordia, Gracia, Fidelidad (cf. Ex 34,6). Dios es Uno en cuanto que es todo y sólo Amor, pero, precisamente por ser Amor es apertura, acogida, diálogo; y en su relación con nosotros, hombres pecadores, es misericordia, compasión, gracia, perdón.

—En este entregarse de Dios actúa toda la Trinidad: el Padre, que pone a nuestra disposición a Quien más ama; el Hijo que, de acuerdo con el Padre, se despoja de su gloria para entregarse a nosotros; y el Espíritu, que sale del sereno abrazo divino para inundar los desiertos de la humanidad.
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