sábado, 29 de junio de 2013

Evangelio - Domingo XIII Semana del Tiempo Ordinario

† Lectura del santo Evangelio según san Lucas 9, 51-62
Gloria a ti, Señor.
Cuando ya se acercaba el tiempo en que tenía que salir de este mundo, Jesús tomó la firme determinación de emprender el viaje a Jerusalén. 
Envió mensajeros por delante; y ellos fueron a una aldea de Samaria para conseguirle alojamiento, pero los samaritanos no quisieron recibirlo porque supieron que iba a Jerusalén. 
Ante esta negativa, sus discípulos Santiago y Juan le dijeron: 
"Señor, si quieres, hagamos bajar fuego del cielo para que acabe con ellos" 
Pero Jesús se volvió hacia ellos y los reprendió.
Después se fueron a otra aldea.
Mientras iban de camino alguien le dijo a Jesús: 
"Te seguiré adondequiera que vayas". 
Jesús le respondió: 
"Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza".
A otro Jesús le dijo: 
"Sígueme". 
Pero él le respondió: 
"Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre". 
Jesús le replicó: 
"Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú ve y anuncia el Reino de Dios".
Otro le dijo: 
"Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de mi familia". 
Jesús le contestó: 
"El que empuña el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios".
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.

† Meditación diaria
Décimo tercer Domingo

ciclo C

NO MIRAR ATRÁS
— Exigencias de la vocación: prontitud en la entrega, desprendimiento, no poner condiciones...
Las lecturas de la Misa nos ayudan a meditar las exigencias que la propia vocación lleva consigo en el servicio a Dios y a los hombres. La Primera lectura1 muestra cómo Elías es enviado por Dios desde el Horeb, para que consagrara como profeta de Yahvé a Eliseo. Bajó Elías del monte y encontró a Eliseo arando; pasó a su lado y le echó encima el manto, indicando con este gesto que Dios lo tomaba a su exclusivo servicio. Eliseo respondió con prontitud y con plenitud, sin dejar atrás nada que le retuviera: cogió la yunta de bueyes y los mató, hizo fuego con los aperos, asó la carne y ofreció de comer a su gente. Luego se levantó y marchó tras Elías...
San Lucas nos presenta en el Evangelio de la Misa2 a tres personas que pretenden seguir al Señor. El primero se acerca a Jesús mientras iban de camino en ese largo viaje, el último, hacia Jerusalén y hacia el Calvario. Las disposiciones de este nuevo discípulo parecen excelentes: te seguiré a dondequiera que vayas, le dice al Maestro. Y ante esta muestra de generosidad, el Señor quiere dejarle claro el género de vida que le espera si de verdad le sigue, para que luego no se llame a engaño. La misión de Cristo es un ir y venir constante, predicando el Evangelio y dando la salvación a todos, y no tiene dónde reclinar la cabeza. Así ha de ser la vida de los que le sigan: han de estar desprendidos de las cosas y su disponibilidad ha de ser completa.
Al segundo, es el mismo Señor quien le llama: Sígueme, le dice. Este posible discípulo que es invitado a seguir de cerca al Maestro quiere oír la llamada, pero no inmediatamente; piensa en un tiempo más oportuno, porque le retiene un asunto familiar. No se da cuenta de que, cuando Dios llama, ese es precisamente el momento más oportuno, aunque en apariencia, miradas con ojos humanos las circunstancias que rodean una vocación, puedan encontrarse razones que aconsejen dilatar la entrega para más adelante. Dios tiene unos planes más altos para el discípulo y para quienes, aparentemente, saldrían perjudicados por su marcha. Tiene todo dispuesto desde la eternidad para que de esa elección resulte el bien de todos. La disponibilidad de quien siga a Cristo ha de ser pronta, alegre, desprendida, sin condiciones3. Dilatar la entrega ante Jesús que pasa a nuestro lado puede significar que más tarde, cuando intentemos de nuevo darle alcance, ya no lo encontramos. El Señor sigue su camino. Es grave ceder a la “tentación de las dilaciones” ante la entrega que pide Cristo4.
Dios nos llama, a cada uno en unas peculiares circunstancias. Veamos hoy en nuestra oración si estamos respondiendo con prontitud, con desasimiento, sin condiciones, a la peculiar vocación que Cristo nos ha dado.
— Las pruebas de la fidelidad.
El tercero de los discípulos (solo San Lucas lo menciona) quiere volver atrás para despedirse de los suyos. Quizá desea estar un tiempo, el último, con los de su familia. Este parece que ya “ha puesto la mano en el arado”, que está decidido a seguir al Maestro. Pero la llamada del Señor siempre urge porque la mies es mucha y los operarios son pocos. Y hay mieses que se estropean porque no hay quien las recoja. Entretenerse, mirar atrás, poner “peros” a la entrega, todo es lo mismo. Jesús le dice:Nadie que pone su mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios.
La nueva labor del que es llamado es como la del arado palestino, que es difícil de guiar y más aún en la tierra dura de las orillas del lago de Genesaret. No se puede mirar atrás después de haber puesto la mano en el arado; no se puede volver la cara atrás después de la llamada del Señor. Para ser fieles, y felices, es preciso tener siempre los ojos fijos en Jesús5, como el corredor que, iniciada la carrera, no se distrae en otros asuntos: solo le importa la meta; como el labrador que se fija en un punto de referencia y hacia él dirige el arado. Si mira atrás, el surco le sale torcido.
A veces, la tentación de mirar atrás puede llegar a causa de las propias limitaciones, del ambiente que choca frontalmente con los compromisos contraídos, de la conducta de personas que tendrían que ser ejemplares y no lo son y, por eso mismo, parecen querer dar a entender que el ser fiel no es un valor fundamental de la persona; en otras ocasiones puede llegar esa tentación a causa de la falta de esperanza, al ver la santidad como lejana a pesar de los esfuerzos, de luchar una y otra vez. “Después del entusiasmo inicial, han comenzado las vacilaciones, los titubeos, los temores. —Te preocupan los estudios, la familia, la cuestión económica y, sobre todo, el pensamiento de que no puedes, de que quizá no sirves, de que te falta experiencia de la vida.
“Te daré un medio seguro para superar esos temores –tentaciones del diablo o de tu falta de generosidad!–: “desprécialos”, quita de tu memoria esos recuerdos. Ya lo predicó de modo tajante el Maestro hace veinte siglos: “¡no vuelvas la cara atrás!”“6. Por el contrario, en esas situaciones, que pueden cargarse de añoranzas, hemos de mirar a Cristo que nos dice: Sé fiel, sigue adelante. Y siempre que nuestra mirada se dirige a Jesús adelantamos un buen trecho en el camino. “No existe jamás razón suficiente para volver la cara atrás”7.
“Mirar atrás -enseña San Atanasio- no es sino tener pesares y volver a tomarle gusto a las cosas del mundo”8. Es la tibieza, que se introduce en el corazón de quien no tiene los ojos puestos en el Señor; es no haber llenado el corazón de Dios y de las cosas nobles de la propia vocación.
Mirar atrás, a lo que se dejó, “a lo que pudo ser”, con nostalgia o tristeza puede significar en muchos casos romper la reja del arado contra una piedra, o por lo menos que el surco, la misión encomendada, salga torcido... Y en la tarea sobrenatural a la que el Señor nos llama a todos, lo que está en juego son las almas.
Nosotros queremos solo tener ojos para mirar a Cristo y todas las cosas nobles en Él. Por eso podemos decir con el Salmo responsorial de la Misa: El Señor es mi lote y mi heredad. Me enseñarás el sendero de mi vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha9. “El sendero de la vida” es la propia vocación, que hemos de mirar con amor y agradecimiento.
— Virtudes que sostienen nuestro camino hacia el Señor.
El Espíritu Santo ha querido, a través de San Lucas, señalarnos las palabras a estos tres discípulos para que las apliquemos a la llamada que hemos recibido de Dios.
El hombre se define por la vocación recibida. Cada hombre es aquello para lo que Dios lo ha creado, y la vida humana no tiene otro sentido que ir conociendo y realizando libremente esa voluntad divina. “El hombre se realiza o se pierde, según que cumpla en su vida el designio concreto que sobre él tiene Dios”10. Todos hemos recibido una vocación, es decir, una llamada a conocer a Dios, a reconocerle como fuente de vida; una invitación a entrar en la intimidad divina, al trato personal, a la oración; una llamada a hacer de Cristo el centro de la propia existencia, a seguirle, a tomar decisiones teniendo siempre presente su querer; una llamada a conocer a los demás hombres como personas e hijos de Dios, y, por tanto, una llamada a superar de manera radical el egoísmo para vivir la fraternidad, para llevar a cabo un apostolado fecundo y hacer que conozcan a Dios; una llamada para entender que esto se ha de realizar en la propia vida, según las condiciones en las que Dios ha colocado a cada uno y según la misión que personalmente le corresponde desarrollar11.
La fidelidad a la propia vocación lleva consigo responder a las llamadas que Dios hace a lo largo de la vida. Habitualmente se trata de una fidelidad en lo pequeño de cada jornada, de amar a Dios en el trabajo, en las alegrías y penas que conlleva toda existencia, de rechazar con firmeza aquello que de alguna manera signifique mirar donde no podemos encontrar a Cristo. La fidelidad se apoya en una serie de virtudes esenciales, sin las cuales se haría difícil o imposible seguir al Maestro: la humildad para reconocer que –como aquella estatua colosal de la que nos habla el Libro de Daniel12– tenemos los pies de barro; la prudencia y la sinceridad, que son consecuencias de la humildad; la caridad y la fraternidad, que impiden encerrarnos en nosotros mismos; el espíritu de mortificación, que lleva a la templanza, a la sobriedad, a la lucha contra la comodidad y el aburguesamiento, a no buscar compensaciones, que acabarían resultando amargas, pues alejan del Señor; el espíritu de oración, que nos lleva a tratar a Dios como a un Amigo, como al Amigo de toda la vida. “El que no deja de ir adelante –enseña Santa Teresa–, aunque tarde, llega. No me parece es otra cosa perder el camino sino dejar la oración”13.
Le decimos al Señor que queremos ser fieles, que no deseamos otra cosa en la vida que seguirle de cerca en las horas buenas y en las malas. Él es el eje alrededor del cual gira nuestra vida, es el centro al que se dirigen todas nuestras acciones. Señor, sin Ti nuestra vida quedaría rota y descentrada.
Acudamos al terminar nuestra oración a la Virgen fidelísima, nuestra Madre Santa María.
1 1 Rey 19, 16; 19-21. — 2 Lc 9, 57-62. — 3 F. Fernández-Carvajal, El Evangelio de San Lucas, Palabra, 5.ª ed., Madrid 1988, in loc. — 4 Cfr. F. Suárez, La Virgen Nuestra Señora, Rialp, 17ª ed., Madrid 1984, pp. 70-71. — 5 Heb 12, 2. — 6 San Josemaría Escrivá, Surco, n. 133. — 7ídem, Es Cristo que pasa, 160. — 8 San Atanasio, Vida de San Antonio, 3. — 9 Sal 15, 11. — 10J. L. Illanes, Mundo y santidad, Rialp, Madrid 1984, p. 108. — 11 Cfr. ibídem, p. 110. — 12 Cfr.Dan 2, 33. — 13 Santa Teresa, Vida, 19, 5.
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Otro comentario: Pbro. José MARTÍNEZ Colín (Culiacán, México)
Sígueme

Hoy, el Evangelio nos invita a reflexionar sobre nuestro seguimiento de Cristo. Importa saber seguirlo como Él lo espera. Santiago y Juan aún no habían aprendido el mensaje de amor y de perdón: «Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?» (Lc 9,54). Los otros convocados aún no se desprendían realmente de sus lazos familiares. Para seguir a Jesucristo y cumplir con nuestra misión, hay que hacerlo libres de toda atadura: «Nadie que (...) mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios» (Lc 9,62).

Con motivo de una Jornada Misionera Mundial, Juan Pablo II hizo un llamamiento a los católicos a ser misioneros del Evangelio de Cristo a través del diálogo y el perdón. El lema había sido: «La misión es anuncio de perdón». Dijo el Papa que sólo el amor de Dios es capaz de hermanar a los hombres de toda raza y cultura, y podrá hacer desaparecer las dolorosas divisiones, los contrastes ideológicos, las desigualdades económicas y los violentos atropellos que oprimen todavía a la Humanidad. Mediante la evangelización, los creyentes ayudan a los hombres a reconocerse como hermanos.

Si nos sentimos verdaderos hermanos, podremos comenzar a comprendernos y a dialogar con respeto. El Papa ha subrayado que el empeño por un diálogo atento y respetuoso es una condición para un auténtico testimonio del amor salvífico de Dios, porque quien perdona abre el corazón a los demás y se hace capaz de amar. El Señor nos lo dejó dicho en la Última Cena: «Que os améis los unos a los otros, así como Yo os he amado (...). En esto reconocerán todos que sois discípulos míos» (Jn 13,34-35).

Evangelizar es tarea de todos, aunque de modo diferente. Para algunos será acudir a muchos países donde aún no conocen a Jesús. A otros, en cambio, les corresponde evangelizar a su alrededor. Preguntémonos, por ejemplo, si quienes nos rodean saben y viven las verdades fundamentales de nuestra fe. Todos podemos y debemos apoyar, con nuestra oración, sacrificio y acción, la labor misionera, además del testimonio de nuestro perdón y comprensión para con los demás.
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Otro comentario: Beato Juan XXIII (1881-1963), papa 
Diario del alma, junio 1957( antes de su elección al Papado) 

“Te seguiré adondequiera que vayas”

“En el atardecer, danos tu luz, Señor.” Estamos en el atardecer. Estoy en los sesenta-y-seis años de mi vida que es un don magnífico del Padre celestial. Las dos terceras partes de mis contemporáneos han pasado ya a la otra vida. Así que yo también me tengo que preparar para el gran momento. El pensamiento de la muerte no me produce inquietud... Mi salud es excelente y todavía robusta, pero no me tengo que fiar. Me quiero preparar a poder responder: “Aquí estoy”, a la llamada, tal vez inesperada. La vejez –que es otro gran don del Señor- tiene que ser para mí motivo de callada alegría interior y de abandono diario al Señor mismo, al que me dirijo como un niño hacia los brazos abiertos de su padre.

Mi ya larga y humilde vida se ha ido devanando como una madeja bajo el signo de la simplicidad y de la pureza. No me cuesta nada reconocer y repetir que no soy más ni valgo más que un pobre pordiosero. El Señor me hizo nacer en el seno de una familia pobre. El ha pensado en todo. Yo le he dejado hacer... Es verdad que “la voluntad de Dios es mi paz.” Y mi esperanza está puesta totalmente en la misericordia de Jesús...

Pienso que el Señor me tiene reservado, para mi completa mortificación y purificación, para admitirme en su gozo eterno, alguna gran aflicción o pena, del cuerpo y del espíritu antes de que me muera. Bien, pues, lo acepto de todo corazón, que sirva todo para su mayor gloria y el bien de mi alma y de mis queridos hijos espirituales. Temo la debilidad de mi resistencia y le pido que me ayude ya que no tengo casi ninguna confianza en mí mismo, pero una total confianza en el Señor Jesús.

Hay dos puertas que dan al paraíso: la inocencia y la penitencia. ¿Quién puede pretender, oh hombre frágil, encontrar la primera abierta de par en par? Pero la segunda es acceso seguro. Jesús pasó por ella con su cruz cargado, expiando nuestros pecados. El nos invita a seguirlo.
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Otro comentario: REDACCIÓN evangeli.net (elaborado a partir de textos de Benedicto XVI) (Città del Vaticano, Vaticano)
El riesgo del rechazo del Evangelio
Hoy, a nuestro alrededor vemos cada día que muchos permanecen indiferentes. La confianza en la acción del Espíritu Santo nos debe impulsar siempre a ir y predicar el Evangelio, debe movernos al valiente testimonio de la fe; pero, además de la posibilidad de una respuesta positiva al don de la fe, existe también el riesgo del rechazo del Evangelio, de la no acogida del encuentro vital con Cristo.

Ya san Agustín planteaba este problema: “Nosotros hablamos —decía—, echamos la semilla, esparcimos la semilla. Hay quienes desprecian, quienes reprochan, quienes ridiculizan. Si tememos a éstos, ya no tenemos nada que sembrar y el día de la siega nos quedaremos sin cosecha”.

—El rechazo, por lo tanto, no puede desalentarnos. Como cristianos somos testigos de este terreno fértil: nuestra propia fe, aún con nuestras limitaciones, muestra que existe la tierra buena, donde la semilla de la Palabra de Dios produce frutos abundantes de justicia. Y toda la historia de la Iglesia con todos los problemas demuestra también que existe la tierra buena, existe la semilla buena, y da fruto.

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