miércoles, 15 de enero de 2014

La curiosidad, una tentación para el pecado - Car. John Henry Newman


“No entres por la senda de los malos ni vayas por el camino de los hombres perversos. Evítalo, no pases por él, apártate de él y sigue adelante”
(Pr 4, 14-15)

                                                                 

Una de las causas principales del mal que se advierte en el mundo, en el que desgraciadamente participamos todos en mayor o menor medida, es nuestra curiosidad por mantener una cierta relación con las tinieblas, lograr alguna experiencia de pecado, y conocer cómo son las satisfacciones de lo pecaminoso. Muchas personas – aunque no lo manifiesten con palabras tan claras – consideran poco varonil y algo vergonzoso, no tener experiencia del pecado, como si supusiera un distanciamiento anormal del mundo, una infantil ignorancia de la vida, una simpleza y estrechez de mente, un temor supersticioso y servil.

  No conocer el pecado por experiencia atrae sobre un hombre las risas y las burlas de sus compañeros. Y no es extraño que así ocurra a los descendientes de aquella pareja culpable a la que en el principio ofreció Satanás la entrada en un singular mundo de ciencia y satisfacciones, como premio a la desobediencia del mandamiento divino. “Cuando la mujer vio que el árbol era bueno para comer, agradable a la vista y excelente para lograr sabiduría, tomó de su fruto y comió; y dio también a su marido, que comió igualmente” (Gen 3, 6). El pecado de nuestros primeros padres obedeció a un cierto descontento porque se les quitó parte de los muchos dones que Dios les había concedido. Igualmente, el origen principal de las idolatrías de los judíos fue una búsqueda caprichosa de cosas prohibidas, la curiosidad por conocer qué era ser como los paganos; nosotros hemos heredado de Adán una naturaleza semejante.

  La curiosidad nos mueve extrañamente a la desobediencia, con el fin de lograr experiencia en el gusto de desobedecer. Así “nos alegramos en nuestra juventud y mantenemos el buen humor en nuestros años jóvenes; andamos por donde nos lleva el corazón y a gusto de nuestros ojos” (Qo 11,9). Nos metemos así, de diversas maneras, en lo prohibido: leyendo lo que no debemos leer, oyendo lo que no debemos oír, viendo lo que no debemos ver, yendo a lugares adonde no debemos ir, razonando con presunción y discutiendo cuando deberíamos prestar fe; actuando, en fin, como si fuéramos nuestros propios señores, cuando lo nuestro es obedecer.   Consentimos ante nuestra razón o nuestras pasiones, ante la ambición, la vanidad y el afán de poder. Cultivamos la compañía de gentes mundanas y despreocupadas, pensando que tras adquirir un miserable conocimiento del bien y del mal, podremos volver a nuestros deberes y continuarlos donde los interrumpimos: como Sansón, hemos ido un momento a desperezarnos y como a él, sin darnos cuenta, nos ha abandonado nuestra verdadera energía espiritual.

  Pero este engaño procede del padre de la mentira, que sabe bien que si consigue hacernos pecar una vez nos hará fácilmente pecar dos y tres veces, hasta que seamos a la larga prisioneros de su voluntad (2 Tim 2, 26). Sabe el demonio que la curiosidad es la mayor y primera trampa del hombre, como lo fue en el paraíso; sabe que si con esta tentación logra abrir un camino hacia el corazón, nos dominarán con facilidad otras tentaciones de diverso tipo que van apareciendo en la vida. Y sabe que si, en cambio, resistimos los inicios del pecado es casi seguro que – con la gracia de Dios – seguiremos nuestro camino de vida cristiana.

  Su plan, por tanto, es muy claro. Consiste en tentarnos con violencia mientras el mundo sea para nosotros todavía como algo nuevo, mientras nuestras esperanzas y sentimientos sean ansiosos e inquietos. De ahí la Divina sabiduría y la solicitud compasiva del consejo de muchos lugares de la Escritura: “no entres por la senda de los malos ni vayas por el camino de los hombres perversos. Evítalo, no pases por él, apártate de él, y sigue adelante”.

  Meditemos por unos momentos esta sencilla verdad, tan frecuentemente oída que resulta fácil de olvidar: el punto esencial en asuntos de religión es empezar bien; resistir los comienzos del pecado, huir de la tentación. “No entres por la senda de los malos…, evítala, no pases por ella, apártate, y sigue adelante”.

  1. En primer lugar, porque es prácticamente irrealizable que aplacemos nuestra huida sin hacerla imposible. Cuando digo que hemos de resistir los inicios del mal, me refiero sólo al primer acto externo sino al primer pensamiento malo que surja. Sea cual sea la tentación, puede no haber tiempo para esperar y mirar sin ser atrapado. ¡Ay de nosotros, si Satanás – por así decirlo – nos ve primero! Porque para él, como ocurre con algunos animales de presa, vernos supone dominarnos. En el momento en que advertimos la tentación, hemos de volverle la espalda, sin detenernos a pensar o razonar sobre ella. Tenemos que ocupar nuestra mente en otros pensamientos. Hay tentaciones en las que este consejo resulta especialmente necesario, pero es oportuno en todas.

  2. Porque hay que tener en cuenta, en segundo término, una consecuencia de admitir malos pensamientos, aunque no nos lleguen hasta el corazón. Es ésta: nos acostumbraremos a ellos. Nuestra gran defensa contra el pecado estriba en que nos produzca un cierto shock. Eva miró y se detuvo a reflexionar, cuando debía haber huido. Se dice a veces que “es mejor pensar las cosas dos veces”. Y es verdad en muchos casos; pero hay otros en que lo mejor es, justamente, no pensar las cosas más que una vez.

  Porque el pecado es como la serpiente que sedujo a nuestros primeros padres. Dicen que algunas serpientes tienen el poder de fascinar. Sus ojos tienen la capacidad de subyugar, encantando a sus víctimas, que se ves reducidas a una completa indefensión, no pueden huir y son incluso obligadas a acercarse y a entregárseles, hasta que son devoradas.

  ¡Qué terrible es el poder del pecado sobre nuestros corazones! Al principio la conciencia nos dice de modo sencillo y directo lo que está bien y lo que está mal. Pero si jugamos con esta advertencia, la razón empieza a pervertirse, se vuelve cómplice de nuestros malos deseos, y acaba por engañarnos y destruirnos. Comenzamos entonces a descubrir que hay argumentos a favor de acciones malas, luego prestamos atención y al final nos parecen verdaderos. Si por casualidad nos vuelven pensamientos mejores y hacemos un débil esfuerzo para lograr la verdad real y sinceramente, nuestra mente está ya tan confundida que no sabe distinguir el bien del mal.

  Cualquiera se queda impresionado al oír una blasfemia o una maldición por primera vez; no puede evitar incluso alguna manifestación de sorpresa, y se siente incómodo. Pero si, después de sufrir risas por ser tan severo, se acostumbra a ese modo de hablar, le parecerá una conducta varonil, empezará a practicarla y terminará por defenderla. Dirá que no pretende nada malo, que no hace daño a nadie, que son sólo palabras, y que todo el mundo las usa. Es un caso típico de ceguera ante lo que sabemos que es bueno.

  Confusión parecida ocurre a menudo también con las tentaciones procedentes del mundo. Tememos un perjuicio o un descrédito humano, o esperamos algún beneficio, y nos sentimos tentados a actuar de modo que consigamos a cualquier precio un bien terreno o nos evitemos un mal. En estos casos, una vez que se comienza a dar vueltas en la cabeza a lo que está bien o mal, ya no se termina nunca. Se pueden tomar todas las decisiones que se quiera, y defenderlas con muchas razones, pero el sentido común sencillo y recto decide la cuestión con un golpe de vista y sin argumento alguno.

  Si no escuchamos en seguida a este consejero íntimo, su luz se desvanece de inmediato, quedamos a merced de la mera conjetura y comenzamos a ir a tientas con guías de segunda categoría. Nos acosan entonces falsas razones para justificar una mentira o ceder a los deseos materiales o a una miserable indolencia; y si no nos vencen, al menos nos confunden de tal manera que al final no sabemos cómo actuar. Así ocurriría, por desgracia, en tiempos antiguos que algunos cristianos, al ser llevados por sus perseguidores paganos para sufrir castigo por ser cristianos, perdían a veces la corona del martirio “por haber amado este mundo de ahora” (2 Tm 4, 10) y por enredarse en una jungla de falsos argumentos.

  También entran aquí las tentaciones contra la fe. Especular caprichosamente sobre temas sagrados y bromear en torno a ellos nos turba al principio y lo rechazamos de plano. Pero ¿dónde nos detendremos si en un mal momento damos crédito al escepticismo, atraídos por la inteligencia o agudeza de un escritor o conferenciante? ¿Podremos salvarnos del contagio de su incredulidad? No es de esperar.

  ¿Y qué será de nosotros al volver a un mejor estado de ánimo, si por gracia de Dios se nos concede después? Será como un hombre que ha sufrido un grave accidente que ha modificado la constitución del cuerpo. La pronta y clara percepción del bien y del mal que nos orientaba antes, habrá desaparecido como desaparece la belleza de una persona o la agudeza de visión tras una enfermedad.

  Y cuando intentemos descubrir cuál es nuestro deber en determinadas dificultades, sólo podremos emplear en esa búsqueda facultades debilitadas e inseguras. Y después, al ponernos a la obra, nuestros miembros, por así decirlo, se moverán en sentido contrario y haremos el mal cuando desearíamos hacer el bien.

  Hay también otro efecto desgraciado de pecar. Consiste no sólo en pecar una vez sino en ser cautivado por ese pecado, de modo que uno siga cometiéndolo después, sin preocuparse ya de buscar razones para responder a la conciencia. Se va tras la satisfacción llevado de una avidez animal, tozuda y orgullosa. Se dice de ciertos animales de presa, que se abstienen de la sangre hasta que la gustan, pero que una vez gustada la buscan continuamente. Hay de igual modo una sed de pecar nacida con nosotros, que la gracia apaga y que se mantiene tranquila hasta que nosotros mismos la despertamos con nuestros propios actos, y que una vez provocada no puede contenerse. Pecamos, al mismo tiempo que reconocemos que el fruto del pecado es la muerte.

  3. Este es con frecuencia – repito – el efecto inmediato de una primera trasgresión, y si no el efecto inmediato, es al menos la tendencia y el resultado, a la larga, de pecar: nos hacemos esclavos. La tentación es muy poderosa cuando aparece por vez primera; su poder radica entonces en su propia novedad, pero, de otro lado, hay en nuestro corazón una energía de origen divino capaz de resistirla. Sin embargo, si hemos cedido al pecado por un tiempo, la mente se ha hecho pecadora en sus hábitos y carácter, y, alejado el Espíritu de Dios, carece de principio o fuerza suficiente para salvarse de la muerte espiritual.

  ¿Qué ser puede cambiar su naturaleza? Sería como dejar de ser el mismo. El fuego no puede dejar de quemar; el leopardo no cambia las manchas de su piel ni deja de devorar. El alma que ha pecado frecuentemente no puede dejar de hacerlo; pero difiere radicalmente de los seres inanimados o de los animales en el hecho de que esa situación es del todo culpa suya, pues podría haberla evitado, y en que algún día deberá responder por no haberlo hecho.

  Así, siendo fácil evitar el pecado al principio, resulta a la larga imposible, humanamente hablando. “No entres en su senda” dice el sabio. Las dos sendas del bien y del mal se inician en el mismo punto, y al principio están separadas por una diferencia tan pequeña que es relativamente fácil elegir el bien en vez del mal. Pero espera un poco y sigue el camino que lleva a la destrucción, y verás que la distancia entre ambos senderos ha aumentado enormemente y que entre los dos se ha abierto un abismo, tan hondo que ya no puedes pasar de uno a otro a pesar de desearlo sinceramente (Lc 16, 26).

  ¿Adónde vamos con todo esto sino al sencillo precepto de nuestro Señor, idéntico al de Salomón, pero más solemne por el momento sublime en que nos lo dio?: “Vigilad y orad para no caer en la tentación”. ¿Qué es no entrar por la senda de los malos y evitarla y alejarse de ella, sino el ejercicio de la vigilancia? Por eso insiste tanto el Señor sobre ella, porque ahí radica nuestra seguridad.

  Pensad ahora de cuántos puede decirse que vigilan y oran. ¿No es ofrecer alguna oración al Señor el domingo en la Iglesia lo más que hacemos? Quizá rezamos una breve oración por la mañana y por la tarde a lo largo de la semana, y salimos luego a la calle como quien nunca ha tenido un pensamiento espiritual. Nos ponemos a hacer las cosas del día olvidándonos, a todos los efectos prácticos, de que todas encierran sus peligros y exigen por lo tanto cautela.

  Preguntémonos: ¿cuántas veces pienso en que el diablo existe y que me tienta? Él no deja de actuar porque no le tengamos en cuenta y, desde luego, si Dios nos dio a conocer su existencia y su poder, es para que no lo ignoremos y podamos guardarnos de él. ¿Quién no reconocerá que muchas veces se ha metido de lleno en lo de aquí abajo y ha olvidado quién es el dios de este mundo? ¿No viven muchos en un olvido habitual de que este mundo es un lugar de prueba? Lo es; y todos los proyectos y gustos del hombre, hasta los más inocentes y gratos a Dios, hasta los más provechosos en sí mismos, procura aprovecharlos Satanás para nuestro daño, si le damos entrada.

  Nada hay de siniestro o supersticioso en esto. La Sagrada Escritura dice “que nuestro enemigo el diablo nos ronda como león rugiente en busca de quién devorar” (1 Pe 5, 8) y nos recomienda “ser sobrios y estar vigilantes”.
Evidentemente nuestra paz estriba en no ocultarnos la verdad y en tener presente algo más: que aunque Satanás está contra nosotros, Dios está con nosotros, que Quien está junto a nosotros es más grande que quien está en el mundo (1 Jn 4, 4), y que Dios nos facilitará en toda tentación un camino para escapar, para superarla (1 Cor 10, 13).

  El Señor, sin duda alguna, hace su parte, y Satanás hace la suya; solamente nosotros permanecemos despreocupados. El cielo y el infierno pelean por nosotros y contra nosotros, y sin embargo nos comportamos con ligereza y dejamos que la vida continué si más. Cielo e infierno se hallan ante nosotros como morada futura, uno, uno u otro, y sin embargo nuestro propio interés no nos estimula más que la misericordia de Dios. Tratamos al pecado, no como un enemigo al que se teme, aborrece y evita, sino como infortunio y debilidad. No compadecemos y evitamos a los hombres pecadores sino que entramos en su camino hasta permanecer y vivir con ellos, y después, ante la tentación de imitarles, sucumbimos casi sin resistencia.

  No os dejéis engañar, hermanos míos, por un corazón enfermo de infidelidad. Decidíos a tomar a Dios como vuestra herencia y pedidle la gracia que os permita hacerlo. Evitad el ocio, esa trampa de tener demasiado tiempo en vuestras manos. Evitad los malos pensamientos, los libros irreligiosos y las malas compañías: que nada os arrastre hacia ello. Aunque se burlen de vosotros por vuestra conducta estricta, aunque perdáis diversiones en las que os gustaría participar, aunque ignoréis cosas que otros saben y os creáis como en desventaja cuando ellos hablan, aunque parezcáis ir a remolque del resto, aunque os llamen cobardes, niños o gente de mente estrecha, o supersticiosos; sean cuales sean los insultos que os apliquen, no temáis, no vaciléis, no cedáis, permaneced firmes, salid de la situación como auténticos hombres, sed fuertes.

  Piensan algunos que en el servicio del diablo hay secretos que merecen nuestro escrutinio y que vosotros no conocéis. Es cierto que hay secretos, y tales que da vergüenza incluso hablar de ellos. Pero vosotros también poseéis un secreto que ellos no tienen y que sobrepasa con mucho al suyo. “El secreto del Señor está con todos los que le temen”. Los que obedecen a Dios y siguen a Cristo poseen en verdad ganancias misteriosas, tan maravillosas que se parecen a las de los pecadores tan poco, podríamos decir, como el cielo se parece al infierno. Han recibido de su Señor y Salvador un don oculto en proporción a su fe y a su amor. No pueden describirlo a otros. No pueden tampoco poseerlo de una vez para siempre. No pueden disfrutarlo en un tiempo o en otro según su voluntad. Viene y va según la voluntad de quien lo otorga.

  Se da en pequeña medida a quienes comienzan el servicio de Dios. No se da, en cambio, a quienes Le siguen con un corazón dividido. No se da a los que aman las cosas de la tierra, son religiosos hasta cierto punto y se conforman con su situación espiritual. Pero los que se dan a su Señor y Salvador, los que se le entregan en alma y cuerpo, los que dicen sinceramente:“Soy tuyo, hazme de nuevo, haz conmigo lo que desees”, los que lo dicen no sólo una vez o dos o en un momento de arrebato espiritual sino de un modo sereno y habitual: estos son los que obtienen el don misterioso del Señor, “la piedra blanca, y en ella escrito el nombre que nadie conoce, excepto el que la recibe” (Ap 2, 17).

  Los pecadores piensan que conocen todo lo que la religión puede dar y que, además, conocen los goces del pecado. Pero no es así. No conocen, no podrán conocer jamás los dones sobrenaturales de Dios hasta que se arrepientan y corrijan. No sabrán lo que es ver a Dios hasta que se rindan a Él; es más, aunque le vean en el último día, no será la suya una verdadera visión de Él, porque tal visión del Santo no les produciría alegría ni consuelo alguno. Jamás conocerán la bienaventuranza que Dios concede. Conocerán la satisfacción del pecado tal como es. Pero nunca sabrán el gran secreto que permanece escondido en el Padre y en el
Hijo.

  No permitamos que el Tentador y sus promesas nos arrastren; no puede mostrarnos ningún bien, no puede darnos ningún bien. Escuchemos más bien las dulces palabras de nuestro Creador y Redentor: “Llámame y te responderé, y te mostraré cosas grandes e inaccesibles que desconocías” (Jr 33,3)

26 de Junio de 1831


Parochial and Plain Sermons VIII, N° 5

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