viernes, 21 de febrero de 2014

Evangelio - Viernes VI Semana del Tiempo Ordinario


Texto del Evangelio (Mc 8,34-9,1): En aquel tiempo, Jesús llamando a la gente a la vez que a sus discípulos, les dijo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará. Pues, ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida? Pues, ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida? Porque quien se avergüence de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles». Les decía también: «Yo os aseguro que entre los aquí presentes hay algunos que no gustarán la muerte hasta que vean venir con poder el Reino de Dios».

+Meditación
6ª semana. Viernes
HUMILDAD
— Contar con Dios.
Leemos en el Génesis1 cómo los hombres se habían empeñado en un colosal proyecto que debería ser, a la vez, un símbolo y el centro de unidad del género humano, mediante la construcción de la gran ciudad de Babel y de una formidable torre. Pero aquella obra no se llevó a término, y los hombres se encontraron más dispersos que antes, divididos entre sí, confundido su lenguaje, incapaces de ponerse de acuerdo... «¿Por qué falló aquel ambicioso proyecto? ¿Por qué se cansaron en vano los constructores? Porque los hombres habían puesto como señal y garantía de la deseada unidad solamente una obra de sus manos, olvidando la acción del Señor»2. El Papa Juan Pablo II, al comentar este texto de la Sagrada Escritura, relaciona el pecado de estos hombres, «que quieren ser fuertes y poderosos sin Dios, o incluso contra Dios», con el de nuestros primeros padres, que tuvieron la pretensión engañosa de ser como Él3; es la soberbia, que está en la raíz de todo pecado y que tiene manifestaciones tan diversas. En la narración de Babel, la exclusión de Dios no aparece como enfrentamiento con Dios, «sino como olvido e indiferencia ante Él; como si Dios no mereciese ningún interés en el ámbito del proyecto operativo y asociativo. Pero en ambos casos la relación con Dios es rota con violencia»4.
Nosotros debemos recordar con frecuencia que Dios ha de ser en todo momento la referencia constante de nuestros deseos y proyectos, y que la tendencia a dejarse llevar por la soberbia perdura en el corazón de todo hombre, de toda mujer, hasta el momento mismo de su muerte. Esa soberbia nos incita a «ser como Dios», aunque sea en el pequeño ámbito de nuestros intereses, o a prescindir de Él, como si no fuera nuestro Creador y Salvador, del que dependemos en el ser y en el existir. Lo mismo que en la narración de los hechos de Babel, una de las primeras consecuencias de la soberbia es la desunión: en la misma familia, entre hermanos, amigos, colegas, vecinos...
El soberbio tiende a apoyarse exclusivamente –como los constructores de Babel– en sus propias fuerzas, y es incapaz de levantar su mirada por encima de sus cualidades y éxitos; por eso se queda siempre a ras de tierra. De hecho, el soberbio excluye a Dios de su vida, «como si no mereciese ningún interés»: no le pide ayuda, no le da gracias; tampoco experimenta la necesidad de pedir apoyo y consejo en la dirección espiritual, a través de la cual llega en tantas ocasiones la fuerza y la luz de Dios. Se encuentra solo y débil, aunque él se crea fuerte y capaz de grandes obras; también por eso es imprudente y no evita las ocasiones en las que pone en peligro la salud del alma. Dios -enseña el Apóstol Santiago- da su gracia a los humildes y resiste a los soberbios5. Muchas veces se ha dicho que la soberbia es el mayor enemigo de la santidad, por ser origen de gran número de pecados y porque priva de innumerables gracias y méritos delante del Señor6; es, a la vez, el gran enemigo de la amistad, de la alegría, de la verdadera fortaleza...
No queramos prescindir del Señor en nuestros proyectos. «Él es el fundamento y nosotros el edificio; Él es el tallo de la cepa y nosotros las ramas (....). Él es la vida y nosotros vivimos por Él (...); es la luz y disipa nuestra oscuridad»7. Nuestra vida no tiene sentido sin Cristo; no debe tener otro fundamento. Todo quedaría desunido y roto si no acudiéramos a Él en nuestras obras.
— El egoísmo y la soberbia.
La humildad está en el fundamento de todas las virtudes y constituye el soporte de la vida cristiana. A esta virtud se opone la soberbia y su secuela inevitable de egoísmo. La persona egoísta hace de sí la medida de todas las cosas, hasta llegar a la actitud que San Agustín señala como el origen de toda desviación moral: «el amor propio hasta el desprecio de Dios»8. El egoísta no sabe amar: busca siempre recibir, porque en el fondo solo se quiere a sí mismo. No sabe ser generoso ni agradecido, y cuando da, lo hace calculando el posible beneficio que le reportará. No sabe dar sin esperar nada a cambio. En el fondo, el egoísta desprecia a los demás.
La soberbia es, en efecto, la raíz del egoísmo, que es una de sus primeras manifestaciones; en este vicio se encuentra el principio de toda maldad9. El egoísmo (mirar todo en cuanto me reporta algún beneficio) y la soberbia (la falsa valoración de las cualidades propias y el deseo desordenado de gloria) son vicios que se confunden frecuentemente, y en ellos se encuentra de alguna manera el desorden radical de donde arrancan todos los pecados, porque el origen de todo pecado es la soberbia10, y el comienzo de la soberbia del hombre es apartarse de Dios11.
Cuántas veces hemos experimentado en nuestra vida personal la realidad de aquella enseñanza de Santa Catalina de Siena: el alma no puede vivir sin amar y cuando no ama a Dios se ama desordenadamente a sí misma, y este amor desgraciado «oscurece y encoge la mirada de la inteligencia, que deja de ver claro y solo se mueve en una falsa claridad. La luz con que la inteligencia ve en adelante las cosas es un engañoso brillo del bien, del falso placer al cual se inclina ahora el amor... De él no saca el alma otro fruto que soberbia e impaciencia»12.
Con la gracia de Dios, hemos de vivir vigilantes, combatiendo la soberbia en sus variadas manifestaciones: la vanidad y la vanagloria (a veces muy señaladas en los pensamientos inútiles, en los que se es frecuentemente el centro, el héroe, el que triunfa en toda situación), el desprecio de los demás (manifestado en burlas, ironías, juicios negativos..., intervenciones intemperantes en la conversación, sintiéndose siempre en la necesidad de puntualizar o de poner el punto final). El soberbio suele ser desagradecido, y no habla sino de sí, de su persona y de sus cosas, que es en el fondo lo único que le interesa...
«Hemos de pedir al Señor que no nos deje caer en esta tentación. La soberbia es el peor de los pecados y el más ridículo. Si logra atenazar con sus múltiples alucinaciones, la persona atacada se viste de apariencia, se llena de vacío, se engríe como el sapo de la fábula, que hinchaba el buche, presumiendo, hasta que estalló. La soberbia es desagradable, también humanamente: el que se considera superior a todos y a todo, está continuamente contemplándose a sí mismo y despreciando a los demás, que le corresponden burlándose de su vana fatuidad»13.
No permitas, Señor, que caiga en ese desgraciado estado, en el que no contemplo tu rostro amable ni veo tampoco tantas virtudes y buenas cualidades que poseen quienes me rodean.
— Para crecer en la humildad.
Para levantar el elevado edificio de la vida cristiana debemos tener un gran deseo de ahondar en la virtud de la humildad: pidiéndosela al Señor, siendo sinceros ante nuestras equivocaciones, errores y pecados, ejercitándonos en actos concretos de desasimiento del propio yo... De ella nacen incontables frutos y está relacionada con todas las virtudes, pero de modo particular con la alegría, la fortaleza, la castidad, la sinceridad, la sencillez, la afabilidad y la magnanimidad; la persona humilde tiene una especial facilidad para la amistad y, por tanto, para el apostolado; sin humildad no es posible vivir la caridad.
Para ser más humildes debemos estar dispuestos a aceptar la humillación que suponen aquellos defectos que no logramos superar, las flaquezas diarias... Muchos días, quizá con más atención en determinadas temporadas, nos puede ayudar a la hora del examen alguna de estas preguntas: «¿supe ofrecer al Señor, como expiación, el mismo dolor, que siento, de haberle ofendido ¡tantas veces!?; ¿le ofrecí la vergüenza de mis interiores sonrojos y humillaciones, al considerar lo poco que adelanto en el camino de las virtudes?»14. Y luego, las humillaciones de fuera, las que no esperábamos o las que nos parecen injustas, ¿las llevamos por Cristo?15.
Si buscamos la roca firme para edificar que es la humildad de Nuestro Señor, cada día encontramos incontables ocasiones para ejercitarla: hablar solo lo necesario –o mejor un poco menos– de nosotros mismos, ser agradecidos por los pequeños favores de quienes están a nuestro lado, considerando que nada merecemos, agradecer a Dios los innumerables beneficios que recibimos, querer hacer la vida más amable a quienes encontramos a lo largo de la jornada, rechazar los pensamientos inútiles de vanidad o de vanagloria, no perder las ocasiones de prestar pequeños servicios en la vida familiar, en el trabajo, en cualquier parte; dejarse ayudar, pedir consejo, ser muy sincero con uno mismo –pidiendo ayuda al Señor para no justificar los pecados y las faltas, aquellas cosas que nos humillan y de las que tenemos que pedir perdón, a veces, a los demás–, con Dios y en la dirección espiritual, donde también encontramos a Jesús...
Poniendo los ojos en Cristo, encontramos también el desasimiento necesario para rectificar, que es camino de humildad, en las muchas cosas en que podemos habernos equivocado (porque nos faltaban datos, o ha cambiado alguno de ellos, o no habíamos profundizado en el problema...).
Aprendamos esta virtud contemplando la vida de Santa María. Dios hizo en Ella cosas grandes «“quia respexit humilitatem ancillae suae” —porque vio la bajeza de su esclava...
»—¡Cada día me persuado más de que la humildad auténtica es la base sobrenatural de todas las virtudes!
»Habla con Nuestra Señora, para que Ella nos adiestre a caminar por esa senda»16.
1 Primera lectura, Año I. Gen 11, 1-9. — 2 Juan Pablo II, Exhor. Apost. Reconciliatio et Paenitentia, 2-XII-1984, 13. — 3 Cfr. Gen 3, 5. — 4 Juan Pablo II, o. c., 14. — 5 Sant 4, 6. — 6 Cfr. R. Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior, vol. I, pp. 445-446. — 7 San Juan Crisóstomo, Homilía sobre la 1ª Epístola a los Corintios, 8. — 8San Agustín, Sobre la ciudad de Dios, 14, 28. — 9 Santo Tomás, Suma Teológica, 1-2, q. 77, a. 4 c. — 10 Eclo 10, 15. — 11 Ibídem, 10, 12. — 12 Santa Catalina de Siena, El Diálogo, 51. — 13 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 100. — 14 ídem, Forja, n. 153. — 15 Cfr. ídem, Camino, n. 594. — 16 ídem, Surco, n. 289.

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Otro comentario: Rev. D. Joaquim FONT i Gassol (Igualada, Barcelona, España)
Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame
Hoy el Evangelio nos habla de dos temas complementarios: nuestra cruz de cada día y su fruto, es decir, la Vida en mayúscula, sobrenatural y eterna.

Nos ponemos de pie para escuchar el Santo Evangelio, como signo de querer seguir sus enseñanzas. Jesús nos dice que nos neguemos a nosotros mismos, expresión clara de no seguir "el gusto de los caprichos" —como menciona el salmo— o de apartar «las riquezas engañosas», como dice san Pablo. Tomar la propia cruz es aceptar las pequeñas mortificaciones que cada día encontramos por el camino.

Nos puede ayudar a ello la frase que Jesús dijo en el sermón sacerdotal en el Cenáculo: «Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el labrador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta; y todo el que da fruto, lo poda para que dé más fruto» (Jn 15,1-2). ¡Un labrador ilusionado mimando el racimo para que alcance mucho grado! ¡Sí, queremos seguir al Señor! Sí, somos conscientes de que el Padre nos puede ayudar para dar fruto abundante en nuestra vida terrenal y después gozar en la vida eterna.

San Ignacio guiaba a san Francisco Javier con las palabras del texto de hoy: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?» (Mc 8,36). Así llegó a ser el patrón de las Misiones. Con la misma tónica, leemos el último canon del Código de Derecho Canónico (n. 1752): «(...) teniendo en cuenta la salvación de las almas, que ha de ser siempre la ley suprema de la Iglesia». San Agustín tiene la famosa lección: «Animam salvasti tuam predestinasti», que el adagio popular ha traducido así: «Quien la salvación de un alma procura, ya tiene la suya segura». La invitación es evidente.

María, la Madre de la Divina Gracia, nos da la mano para avanzar en este camino.  
Otro comentario: REDACCIÓN evangeli.net (elaborado a partir de textos de Benedicto XVI) (Città del Vaticano, Vaticano)
Jesús, el "Hijo del Hombre"
Hoy nos fijamos en esta misteriosa expresión —"Hijo del hombre"— con la que Jesucristo —sorprendentemente— se designó a sí mismo. No era un título habitual de la esperanza mesiánica, pero responde perfectamente al estilo de la predicación de Jesus, que se expresa mediante palabras enigmáticas y parábolas. Así, el Maestro intenta conducirnos poco a poco hacia el misterio, que terminaremos por descubrir siguiéndole a Él.

Esta expresión es del Antiguo Testamento: el profeta Daniel transmite la visión del "Hijo del hombre" que viene de lo alto trayendo la justicia universal. Jesucristo se identifica con este "Hijo del hombre" que vendrá a juzgar a vivos y muertos. Pero la gran novedad consistió en que Jesús usó expresamente este "título" para anunciar su Pasión. Con ello, Jesucristo asocia la imagen de Juez del mundo con la del "siervo sufriente" (del profeta Isaías): el "Hijo" ha venido de lo alto, para ser "hombre" que realmente sufre y muere para salvar a todos.

—Jesús, amo tu realeza hecha de sufrimiento y exaltación, de abajamiento y elevación.
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 Otro comentario:    San Rafael Arnaiz Barón (1911-1938), monje trapense español
Escritos Espirituales 07/04/1938

"Si alguien quiere venir detrás de mí, que se niegue a mismo, que tome su cruz y me siga"

¡Qué bien se vive en el Corazón de Cristo! ¿Quién se puede quejar de padecer?
Sólo el insensato que no adore la Pasión de Cristo, la Cruz de Cristo, el Corazón de Cristo, puede desesperarse en sus propios dolores… ¡Qué bien se vive, junto a la Cruz de Cristo!

Cristo Jesús, enséñame a padecer... Enséñame la ciencia que consiste en amar el menosprecio, la injuria, la abyección... Enséñame a padecer con esa alegría humilde y sin gritos de los santos... Enséñame a ser manso con los que no me quieren, o me desprecian... Enséñame esa ciencia que Tú desde la cumbre del Calvario muestras al mundo entero.
Mas ya sé..., una voz interior muy suave me lo explica todo..., algo que siento en mí que viene de Ti y que no sé explicar, me descifra tanto misterio que el hombre no puede entender... Yo, Señor, a mi modo, lo entiendo..., es el amor..., en eso está todo... Ya lo veo, Señor..., no necesito más, no necesito más... es el amor, ¿quién podrá explicar el amor de Cristo?... Callen los hombres, callen las criaturas... Callemos a todo, para que en el silencio oigamos los susurros del Amor, del Amor humilde, del Amor paciente, del Amor inmenso, infinito que nos ofrece Jesús con sus brazos abiertos desde la Cruz. El mundo loco, no escucha... 
                                                                                                                                                  


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