“Os lo aseguro: Si no sois mejores que los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos.” (Mt 5, 20-22a)
El término “fariseo” está tan desprestigiado que nos resulta difícil comprender lo que quería decir Jesús cuando ponía esa comparación e invitaba a sus discípulos a ser mejores que ellos. En realidad, en aquella época los fariseos eran los más religiosos, observantes y fieles defensores de Dios. Si tuviéramos que buscar un equivalente, diríamos que eran los de “misa diaria”; esta comparación no es justa e incluso es ofensiva en sí misma, pero nos sirve para entender que los apóstoles estaban siendo invitados a ser mejores que los mejores de los judíos. Pero ¿mejores en qué?
Desde luego no se trataba de ser más puntilloso y exigente en cuestiones litúrgicas o en asuntos rituales (descanso del sábado, reglas culinarias, impuestos al templo, etc). Lo que Jesús quería era que se superara por arriba la limitación que mantenía encorsetado el corazón del buen judío, del fariseo. Ciertamente, esto sólo lo pudieron entender bien los apóstoles al final de la vida de Cristo (cuando, en la Última Cena, les da el mandamiento nuevo) y, sobre todo, después de la venida del Espíritu Santo. Pero ya entonces pudieron comprender algo de lo que el Señor quería enseñarles. Para Jesús no se trataba de quedarse contento con no hacer el mal o con cumplir las leyes; lo que Él pedía a sus seguidores es que fueran más allá, que hicieran todo el bien posible, que no se quedaran satisfechos hasta que no hubiera ayudado al prójimo con todas sus fuerzas. Cristo no pedía ni pide imposibles; pide, simplemente, que amemos. Y amar empieza por no hacer el mal y sigue por hacer el bien. Como él hizo.
Padre Santiago Martin
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