Tanto el sufrimiento como la mortificación, tienen su fuente de generación en el dolor; se sufre porque se tiene dolor, cuando una persona se mortifica, es porque busca el dolor. El sufrimiento producido por el dolor se puede aceptar o no, porque su origen es involuntario, mientras que el dolor producido por la mortificación es un dolor siempre aceptado, porque su origen es voluntario. Por lo tanto, la mortificación es el dolor producido y aceptad por la persona humana, mientras que el sufrimiento se produce por un dolor de origen involuntario, que puede ser aceptado o no. Por su parte el dolor es el origen o la fuente, donde nace tanto el sufrimiento como la mortificación. Sin dolor no hay sufrimiento ni mortificación.
En el parágrafo 2015 del Catecismo de la Iglesia católica se nos dice que: “El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (cf. Tm2,4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas: El que asciende no cesa nunca de ir de comienzo en comienzo mediante comienzos que no tienen fin, jamás el que asciende deja de desear lo que ya conoce (S. Gregorio de Nisa, hom. in Cant 8).”.
Nadie ha pasado por este mundo, sin tener ni una sola cruz. La cruz es consustancial a la condición humana, y nadie ha logrado evitar su cruz. La razón de su existencia y la de todos nuestros males, hay que buscarla, en la dichosa concupiscencia que le fue proporcionada a la naturaleza humana por Adán y Eva, los cuales habiendo perdido su privilegiada condición, no pudieron trasmitirnos nada más, que lo que ellos habían generado: la dichosa concupiscencia. Pero en su obra redentora, el Señor ha querido, cosa que hace con frecuencia, sacar el bien del mal y es así por lo que nos ofrece la cruz como elemento de salvación y triunfo. Por ello nos dice: “…, si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la hallara”. (Mt 16, 24-25).
Escribe Jean Lafrance diciéndonos: “Cuando Cristo invita a sus discípulos a llevar la cruz en su seguimiento, no preconiza una defensa del sufrimiento…. En sentido opuesto no habría que creer que la Iglesia, en el Concilio, se haya arrodillado, ante las realidades terrestres de la ciencia, la técnica y la búsqueda de la felicidad, al punto de considerarlas el objetivo supremo de la vida”. Si, desde luego el objetivo supremo de la vida es la obtención de la felicidad, pero no de la felicidad que en este mundo se nos ofrece, sino de esa otra felicidad, para la que el hombre ha sido creado y cuya duración es eterna.
Es Señor sabe perfectamente, ¡cómo no habría de saberlo si Él lo experimentó! que materialmente el sufrimiento es una consecuencia del dolor y al dolor que es un mal material, solo se le puede dominar con un bien espiritual y esto es así, porque el orden espiritual está muy por encima del orden material, sencillamente porque el Creador de todo, es Espíritu puro; por ello, por esta razón el mal material solo se le dominar incluso se puede llegar a eliminarlo con un bien espiritual Es por ello, por lo que el Señor nos dice:"Venid a mi todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviare. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallareis descanso para vuestras almas, pues mi yugo es blando y mi carga ligera”. (Mt 11, 28-30). Tú -escribe Henry Nouwen- no nos dices:Te sacaré la carga, sino: ¡Te invito a que lleves mi propia carga. Tu carga es una carga real, Es la carga de todo el pecado y las fallas humanas. Tú la llevaste y moriste bajo su peso. De esta forma, la convertiste en una carga liviana.
Chiara Lubich, fundadora del movimiento de los Focolares en sus Meditaciones, escribe: “Los santos son, en efecto, hombres capaces de comprender la cruz. Hombres que siguiendo a Jesús el Hombre-Dios, tomaron la cruz de cada día como lo más precioso de la tierra; la esgrimieron a veces como un arma, haciéndose soldados de Dios, la amaron toda su vida y conocieron y experimentaron que ella es la llave, la llave que abre un tesoro; el Tesoro”. Bien llevada la cruz es una bendición grande de Dios, es un signo de predestinación, pues nos conforma con Cristo profundamente, tal como se puede leer San Pablo: “Si pues somos hijos de Dios, también herederos; herederos de Dios, coherederos de Cristo, supuesto que padezcamos con Él, para ser con Él glorificados” (Rm 8,17).
A Cristo le toca el purificarte en tus fuerzas vitales. Dejándote llevar por Él, te purificará de tu tendencia a echar mano de tus legítimas posesiones. Es preciso pues que cargues con la cruz de cada día, es decir, con este conjunto de purificaciones que te proporcionan las circunstancias de la vida. Pero ten cuidado y no fabriques la cruz que has de llevar a tu medida en tu taller personal, déjale a Cristo que te cargue con su cruz. Aceptando así tu Cruz, Él nos dice: “...y el que pierda su vida por mí, la hallará”. (Mt 16,25). Es decir se salvará.
En el amor a la Cruz tenemos que buscar la perfección de la virtud, el culmen de la santidad, porque es precisamente ahí donde se encuentra. De aquí que la cruz nos sea más necesaria de lo que ordinariamente pensamos. Es por ello por lo que San Pablo nos escribía:“Todos los que aspiran a vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecuciones” (2Tm 3,12). Y San Agustín, también decía: “Si, pues no sufrieres ninguna persecución por Jesucristo, ve si, tal vez, no has comenzado aún a vivir piadosamente en Cristo. Cuando empieces a vivir piadosamente en Cristo, entonces comenzará el prensarte. Prepárate para ser estrujado; pero no te seques, no sea que nada salga de la prensa”. Ya que si de verdad te entregas al amor de Cristo, irremisiblemente Él te dilacerá. Él no compartirá nunca tu amor a él, con nadie ni con nada, porque Él lo quiere todo, como todo, es lo que Él te da.
En el Kempis, podemos leer: “Y en cuanto a ti, estate pronto a sufrir tribulaciones y tenlas por suavísimos consuelos, porque no pueden compararse los sufrimientos de esta vida con la gloria futura, ni pueden merecerla, aun cuando tu solo pudieras tolerar todos los padecimientos juntos”. Y también nos dice este libro: “Cuando llegues al punto en que la aflicción te es dulce y te complaces en saborearla por Cristo, bien puedes entonces considerarte dichoso, porque has hallado en verdad el paraíso en la tierra”. Y en este sentido exclamaba Santa Teresa de Lisieux: “He encontrado la felicidad y la alegría en la tierra, pero verdadera únicamente, las he encontrado en el sufrimiento, pues he sufrido mucho, pero he llegado a no poder sufrir, porque me es dulce todo padecimiento por amor a Dios”. Sobre esta Santa carmelita, escribe Royo Marín diciéndonos: “No olvidemos nunca, que ella supo ver en el sufrimiento, un manantial inagotable de goces y alegrías, porque por él podía manifestarle a Dios su inmenso amor, hasta el punto que pudo escribir esta sublimes y heroicas palabras: Imposible llegar a un mayor refinamiento en el amor a Dios”.
El amor es el mayor antídoto contra el dolor, los problemas, la angustia y la tristeza. Porque el amor como bien espiritual que es, está por encima y es más poderoso que el dolor y el sufrimiento que él genera, ya que ambos son parte del orden material que es inferior al orden del espíritu. Nosotros en verdad, solo seremos siempre felices en esta vida, cuando nuestro amor al Señor sea superior al dolor y la tristeza nos asedie. Nuestras cruces en esta vida son posibilidades que tenemos de compartir nuestro sufrimiento con los que tuvo el Señor por nosotros y por nuestros pecados. En el Huerto de Getsemaní fue donde el dolor le hizo sudar sangre al Señor y su sufrimiento posiblemente fue mayor que el de su posterior crucifixión. Más hemos de preocuparnos por ayudar a Cristo a llevar su Cruz por nosotros, que de pedirle que él nos ayude a llevar la nuestra
Y un último recordatorio: “Que nadie pretenda santificarse sin amar la cruz, el que trate de buscar a Dios sin sufrimientos pierde el tiempo, porque nunca llegará a encontrarlo. Para encontrar al Señor, amarlo y entregarse a Él, es necesario haber bebido de su cáliz”.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
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