Texto
del Evangelio (Mc 7,31-37): En aquel tiempo, Jesús se marchó de la región de Tiro y vino
de nuevo, por Sidón, al mar de Galilea, atravesando la Decápolis. Le presentan
un sordo que, además, hablaba con dificultad, y le ruegan que imponga la mano
sobre él. Él, apartándole de la gente, a solas, le metió sus dedos en los oídos
y con su saliva le tocó la lengua. Y, levantando los ojos al cielo, dio un
gemido, y le dijo: «Effatá», que quiere decir: “¡Ábrete!”. Se abrieron sus
oídos y, al instante, se soltó la atadura de su lengua y hablaba correctamente.
Jesús les mandó que a nadie se lo contaran. Pero cuanto más se lo prohibía,
tanto más ellos lo publicaban. Y se maravillaban sobremanera y decían: «Todo lo
ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos».
MEDITACIÓN
Vigésimo tercer Domingo
ciclo b OÍR A DIOS Y HABLAR DE ÉL
— El milagro de la curación de un sordomudo.
I.
La liturgia de la Misa de este domingo es una llamada a la esperanza, a confiar
plenamente en el Señor. En un momento de oscuridad, se levanta el Profeta
Isaías para reconfortar al pueblo elegido que vive en el destierro1. Anuncia el alegre retorno a la patria.Decid
a los cobardes de corazón: sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios que
trae el desquite, viene en persona, resarcirá y os salvará. Y el Profeta
vaticina prodigios que tendrán su pleno cumplimiento con la llegada del Mesías: Se despegarán los ojos del ciego,
los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del
mudo cantará. Porque han brotado aguas en el desierto, torrentes en la estepa;
el páramo será un estanque, lo reseco un manantial. Con Cristo, todo el
hombre es sanado, y las fuentes de la gracia, siempre inagotables, convierten
el mundo en una nueva creación. El Señor lo ha transformado todo, pero las
almas de modo muy particular.
El
Evangelio de la Misa2 narra
la curación de un sordomudo. El Señor lo llevó aparte, metió los dedos en sus
orejas y con saliva tocó su lengua. Después, Jesús miró al cielo y le dijo: Effethá, que significa:
ábrete. Al instante se le abrieron sus oídos, quedó suelta la atadura de su
lengua y hablaba correctamente.
Los
dedos significan una acción divina poderosa3, y a la saliva se le atribuía cierta
eficacia para aliviar las heridas. Aunque son las palabras de Cristo las que
curan, quiso, como en otras ocasiones, utilizar elementos materiales visibles
que de alguna manera expresaran la acción más profunda que los sacramentos iban
a efectuar en las almas4. Ya en los primeros siglos y durante
muchas generaciones5, la Iglesia empleó en el momento del
Bautismo estos mismos gestos del Señor, mientras oraba sobre quien iba a ser
bautizado: El Señor Jesús, que
hizo oír a los sordos y hablar a los mudos, te conceda a su tiempo escuchar su
Palabra y proclamar la fe6.
En
esta curación que realiza el Señor podemos ver una imagen de su actuación en
las almas: libra al hombre del pecado, abre su oído para escuchar la Palabra de
Dios y suelta su lengua para alabar y proclamar las maravillas divinas. En el
momento del Bautismo, el Espíritu Santo, Digitus
paternae dexterae7, el dedo de la diestra de Dios Padre,
como lo llama la liturgia, nos dejó libre el oído para escuchar la Palabra de
Dios, y nos dejó expedita la lengua para anunciarla por todas partes; y esta
acción se prolonga a lo largo de nuestra vida. San Agustín, al comentar este
pasaje del Evangelio, dice que la lengua de quien está unido a Dios «hablará
del bien, pondrá de acuerdo a quienes no lo están, consolará a los que
lloran... Dios será alabado, Cristo será anunciado»8. Esto haremos nosotros si tenemos el
oído atento a las continuas mociones del Espíritu Santo y si tenemos la lengua
dispuesta para hablar de Dios sin respetos humanos.
— No debemos permanecer mudos ante la
ignorancia religiosa.
Existe
una sordera del alma peor que la del cuerpo, pues no hay peor sordo que el que
no quiere oír. Son muchos los que tienen los oídos cerrados a la Palabra de
Dios, y muchos también quienes se van endureciendo más y más ante las
innumerables llamadas de la gracia. El apostolado paciente, tenaz, lleno de
comprensión, acompañado de la oración, hará que muchos amigos nuestros oigan la
voz de Dios y se conviertan en nuevos apóstoles que la pregonen por todas
partes. Esta es una de las misiones que recibimos en el Bautismo9.
No
debemos los cristianos permanecer mudos cuando debemos hablar de Dios y de su
mensaje sin trabas de ninguna clase: los padres a sus hijos, enseñándoles desde
pequeños las oraciones y los primeros fundamentos de la fe; el amigo al amigo,
cuando se presenta la ocasión oportuna, y provocándola cuando es necesario; el
compañero de oficina a quienes le rodean en medio de su trabajo, con la palabra
y con su comportamiento ejemplar y alegre; el estudiante en la Universidad, con
quienes tantas horas ha pasado juntos... No podemos permanecer callados ante
las muchas oportunidades que el Señor nos pone delante para que mostremos a
todos el camino de la santidad en medio del mundo. Hay momentos en los que
incluso resultaría poco natural para un buen cristiano el no hacer una
referencia sobrenatural: en la muerte de un ser querido, en la visita a un
enfermo (¡qué horizontes podemos abrir a quien sufre al pedirle, como un
tesoro, que ofrezca su dolor por una intención, por la Iglesia, por el Papa!)
cuando se comenta una noticia calumniosa... ¡Qué ocasiones para dar buena
doctrina! Los demás la esperan, y les defraudamos si permanecemos callados.
Muchos
son los motivos para hablar de la belleza de la fe, de la alegría incomparable
de tener a Cristo. Y, entre otros, la responsabilidad recibida en el Bautismo
de no dejar que nadie pierda la fe ante la avalancha de ideas y de errores
doctrinales y morales ante los cuales muchos se sienten como indefensos. «Los
enemigos de Dios y de su Iglesia, manejados por el odio imperecedero de
satanás, se mueven y se organizan sin tregua.
»Con
una constancia “ejemplar”, preparan sus cuadros, mantienen escuelas, directivos
y agitadores y, con una acción disimulada –pero eficaz–, propagan sus ideas, y
llevan –a los hogares y a los lugares de trabajo– su semilla destructora de
toda ideología religiosa.
»—¿Qué
no habremos de hacer los cristianos por servir al Dios nuestro, siempre con la
verdad?»10. ¿Acaso vamos a permanecer impasibles?
La misión que recibimos un día en el Bautismo hemos de ponerla en práctica
durante toda la vida, en toda circunstancia.
— Hablar con claridad y sencillez; también en la dirección
espiritual.
Como
anuncia el Profeta Isaías en la Primera
lectura, llega el tiempo en que se
despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un
ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará... Estos prodigios se realizan en
nuestros días con una hondura inmensamente mayor que aquella que el Profeta
había previsto; tienen lugar en el alma de quien es dócil al Espíritu Santo,
que el Señor nos ha enviado. Pidamos fe y audacia para anunciar con claridad y
sencillez las magnalia Dei11, las maravillas de Dios que hemos
visto cerca de nosotros, como hicieron los Apóstoles después de Pentecostés.
San Agustín nos aconseja: «si amáis a Dios, atraed para que le amen a todos los
que se juntan con vosotros y a todos los que viven en vuestra casa. Si amáis el
Cuerpo de Cristo, que es la unidad de la Iglesia, impeled a todos para que
gocen de Dios y decidles con David:Engrandeced conmigo al Señor y alabemos
todos a una su santo nombre (Prov 21, 28); y en esto no seáis cortos ni
encogidos, sino ganad para Dios a cuantos pudiereis con todos los medios
posibles, según vuestra capacidad, exhortándolos, sobrellevándolos, rogándolos,
disputando con ellos y dándoles razón de las cosas que pertenecen a la fe con
toda mansedumbre y suavidad»12. No quedemos callados cuando es tanto
lo que Dios quiere decir a través de nuestras palabras.
San
Marcos nos ha conservado la palabra aramea que utilizó Jesús,effethá,
¡ábrete! Muchas veces, el Espíritu Santo nos ha hecho llegar de distintas
maneras, en la intimidad del alma, este mismo consejo imperativo. La boca se ha
de abrir y la lengua se ha de soltar también para hablar con claridad del
estado del alma en la dirección espiritual, siendo muy sinceros, exponiendo con
sencillez lo que nos pasa, los deseos de santidad y las tentaciones del
enemigo, las pequeñas victorias y los desánimos, si los hubiera. El oído ha de
estar libre para escuchar atentamente las muchas enseñanzas y sugerencias que
nos quiera hacer llegar el Maestro a través de la dirección espiritual13.
Con
sinceridad y docilidad la batalla está siempre ganada, por muy difícil que se
presente; con la doblez, el aislamiento y la soberbia del propio criterio, está
siempre perdida. Es el Señor quien cura y utiliza los medios que quiere,
siempre desproporcionados. San Vicente Ferrer afirmaba que Dios «no concede
nunca su gracia a aquel que, teniendo a su disposición a una persona capaz de
instruirle y dirigirle, desprecia este eficacísimo medio de santificación,
creyendo que se basta a sí mismo y que por sus solas fuerzas puede buscar y
encontrar lo necesario para su salvación... Aquel que tuviere un director y le
obedeciere sin reservas y en todas las cosas –enseña el santo–, llegará a la
meta más fácilmente que si estuviera solo, aunque poseyere muy aguda inteligencia
y muy sabios libros de cosas espirituales...»14.
En
la Santísima Virgen tenemos el modelo acabado de ese escuchar con oído atento
lo que Dios nos pide, para ponerlo por obra con una disponibilidad total. «En
efecto, en la Anunciación María se ha abandonado en Dios completamente,
manifestando “la obediencia de la fe” a aquel que le hablaba a través de su
mensajero y prestando “el homenaje del entendimiento y de la voluntad” (Const. Dei Verbum, 5)»15. A Ella acudimos, al terminar nuestra
oración, pidiéndole que nos enseñe a oír atentamente todo lo que se nos dice de
parte de Dios, y a ponerlo en práctica.
1 Is 35, 4-7. — 2 Mc 7, 31-37. — 3 Cfr. Ex 8, 19; Sal 8, 4; Lc 11, 20. — 4 Cfr. M.Schmaus, Teología dogmática, vol. VI, Los sacramentos, p. 50 ss. — 5 Cfr. A. G. Martimort, La Iglesia en oración, Herder,
3ª ed., Barcelona 1986, p. 596. — 6 Cfr.Ritual del Bautismo, Bautismo de los niños. — 7 Cfr. Himno Veni Creator. — 8 San Agustín, Sermón 311, 11. — 9 Cfr. Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 33. — 10San
Josemaría Escrivá, Forja,
n. 466. — 11 Cfr. Hech 2, 1. — 12 San Agustín,Comentarios
a los Salmos, 33, 6-7. — 13 Cfr. R. Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior,
vol. 1, p. 295 ss. — 14 San Vicente Ferrer, Tratado sobre la vida espiritual,
II, 1. — 15 Juan Pablo II,
Enc. Redemptoris Mater,
25-III-1987, 13.
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Otro comentario: Pbro. Fernando MIGUENS
Dedyn (Buenos Aires, Argentina)
Le presentan un sordo que, además, hablaba con dificultad, y le
ruegan que imponga la mano sobre él
Hoy, la liturgia nos lleva a la contemplación de la
curación de un hombre «sordo que, además, hablaba con dificultad» (Mc 7,32).
Como en muchas otras ocasiones (el ciego de Betsaida, el ciego de Jerusalén,
etc.), el Señor acompaña el milagro con una serie de gestos externos. Los
Padres de la Iglesia ven resaltada en este hecho la participación mediadora de
la Humanidad de Cristo en sus milagros. Una mediación que se realiza en una
doble dirección: por un lado, el “abajamiento” y la cercanía del Verbo
encarnado hacia nosotros (el toque de sus dedos, la profundidad de su mirada,
su voz dulce y próxima); por otro lado, el intento de despertar en el hombre la
confianza, la fe y la conversión del corazón.
En efecto, las curaciones de los enfermos que Jesús realiza van mucho más allá que el mero paliar el dolor o devolver la salud. Se dirigen a conseguir en los que Él ama la ruptura con la ceguera, la sordera o la inmovilidad anquilosada del espíritu. Y, en último término, una verdadera comunión de fe y de amor.
Al mismo tiempo vemos cómo la reacción agradecida de los receptores del don divino es la de proclamar la misericordia de Dios: «Cuanto más se lo prohibía, tanto más ellos lo publicaban» (Mc 7,36). Dan testimonio del don divino, experimentan con hondura su misericordia y se llenan de una profunda y genuina gratitud.
También para todos nosotros es de una importancia decisiva el sabernos y sentirnos amados por Dios, la certeza de ser objeto de su misericordia infinita. Éste es el gran motor de la generosidad y el amor que Él nos pide. Muchos son los caminos por los que este descubrimiento ha de realizarse en nosotros. A veces será la experiencia intensa y repentina del milagro y, más frecuentemente, el paulatino descubrimiento de que toda nuestra vida es un milagro de amor. En todo caso, es preciso que se den las condiciones de la conciencia de nuestra indigencia, una verdadera humildad y la capacidad de escuchar reflexivamente la voz de Dios.
En efecto, las curaciones de los enfermos que Jesús realiza van mucho más allá que el mero paliar el dolor o devolver la salud. Se dirigen a conseguir en los que Él ama la ruptura con la ceguera, la sordera o la inmovilidad anquilosada del espíritu. Y, en último término, una verdadera comunión de fe y de amor.
Al mismo tiempo vemos cómo la reacción agradecida de los receptores del don divino es la de proclamar la misericordia de Dios: «Cuanto más se lo prohibía, tanto más ellos lo publicaban» (Mc 7,36). Dan testimonio del don divino, experimentan con hondura su misericordia y se llenan de una profunda y genuina gratitud.
También para todos nosotros es de una importancia decisiva el sabernos y sentirnos amados por Dios, la certeza de ser objeto de su misericordia infinita. Éste es el gran motor de la generosidad y el amor que Él nos pide. Muchos son los caminos por los que este descubrimiento ha de realizarse en nosotros. A veces será la experiencia intensa y repentina del milagro y, más frecuentemente, el paulatino descubrimiento de que toda nuestra vida es un milagro de amor. En todo caso, es preciso que se den las condiciones de la conciencia de nuestra indigencia, una verdadera humildad y la capacidad de escuchar reflexivamente la voz de Dios.
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