Día litúrgico: 14 de Septiembre: La
Exaltación de la Santa Cruz
Texto del Evangelio (Jn 3,13-17): En aquel tiempo, Jesús dijo a
Nicodemo: «Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del
hombre. Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser
levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en Él tenga vida eterna.
Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que
crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a
su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él».
Comentario: Rev. D. Antoni CAROL i Hostench
(Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)
Para que todo el que crea en Él tenga vida eterna
Hoy, el Evangelio es una profecía, es decir, una mirada en el espejo de
la realidad que nos introduce en su verdad más allá de lo que nos dicen
nuestros sentidos: la Cruz, la Santa Cruz de Jesucristo, es el Trono del
Salvador. Por esto, Jesús afirma que «tiene que ser levantado el Hijo del
hombre» (Jn 3,14).
Bien sabemos que la cruz era el suplicio más atroz y vergonzoso de su tiempo. Exaltar la Santa Cruz no dejaría de ser un cinismo si no fuera porque allí cuelga el Crucificado. La cruz, sin el Redentor, es puro cinismo; con el Hijo del Hombre es el nuevo árbol de la Sabiduría. Jesucristo, «ofreciéndose libremente a la pasión» de la Cruz ha abierto el sentido y el destino de nuestro vivir: subir con Él a la Santa Cruz para abrir los brazos y el corazón al Don de Dios, en un intercambio admirable. También aquí nos conviene escuchar la voz del Padre desde el cielo: «Éste es mi Hijo (...), en quien me he complacido» (Mc 1,11). Encontrarnos crucificados con Jesús y resucitar con Él: ¡he aquí el porqué de todo! ¡Hay esperanza, hay sentido, hay eternidad, hay vida! No estamos locos los cristianos cuando en la Vigilia Pascual, de manera solemne, es decir, en el Pregón pascual, cantamos alabanza del pecado original: «¡Oh!, feliz culpa, que nos has merecido tan gran Redentor», que con su dolor ha impreso “sentido” al dolor.
«Mirad el árbol de la cruz, donde colgó el Salvador del mundo: venid y adorémosle» (Liturgia del Viernes Santo). Si conseguimos superar el escándalo y la locura de Cristo crucificado, no hay más que adorarlo y agradecerle su Don. Y buscar decididamente la Santa Cruz en nuestra vida, para llenarnos de la certeza de que, «por Él, con Él y en Él», nuestra donación será transformada, en manos del Padre, por el Espíritu Santo, en vida eterna: «Derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados».
Bien sabemos que la cruz era el suplicio más atroz y vergonzoso de su tiempo. Exaltar la Santa Cruz no dejaría de ser un cinismo si no fuera porque allí cuelga el Crucificado. La cruz, sin el Redentor, es puro cinismo; con el Hijo del Hombre es el nuevo árbol de la Sabiduría. Jesucristo, «ofreciéndose libremente a la pasión» de la Cruz ha abierto el sentido y el destino de nuestro vivir: subir con Él a la Santa Cruz para abrir los brazos y el corazón al Don de Dios, en un intercambio admirable. También aquí nos conviene escuchar la voz del Padre desde el cielo: «Éste es mi Hijo (...), en quien me he complacido» (Mc 1,11). Encontrarnos crucificados con Jesús y resucitar con Él: ¡he aquí el porqué de todo! ¡Hay esperanza, hay sentido, hay eternidad, hay vida! No estamos locos los cristianos cuando en la Vigilia Pascual, de manera solemne, es decir, en el Pregón pascual, cantamos alabanza del pecado original: «¡Oh!, feliz culpa, que nos has merecido tan gran Redentor», que con su dolor ha impreso “sentido” al dolor.
«Mirad el árbol de la cruz, donde colgó el Salvador del mundo: venid y adorémosle» (Liturgia del Viernes Santo). Si conseguimos superar el escándalo y la locura de Cristo crucificado, no hay más que adorarlo y agradecerle su Don. Y buscar decididamente la Santa Cruz en nuestra vida, para llenarnos de la certeza de que, «por Él, con Él y en Él», nuestra donación será transformada, en manos del Padre, por el Espíritu Santo, en vida eterna: «Derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados».
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14 de septiembre
EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ*
Fiesta
* La devoción y el culto a la Santa Cruz, donde Cristo dio su vida por nosotros, se remonta a los mismos comienzos del Cristianismo. En la Liturgia se tiene constancia desde el siglo iv. La Iglesia conmemora hoy el rescate de la Cruz del Señor por obra del emperador Heraclio en su victoria sobre los persas. En los textos de la Misa y de la Liturgia de las Horas la Iglesia canta con entusiasmo a la Santa Cruz, pues fue el instrumento de nuestra salvación; si el árbol a cuya sombra pecaron de desobediencia nuestros primeros padres fue causa de perdición, el Árbol de la Cruz es el origen de nuestra salvación eterna.
— Origen de la fiesta.
Por
la Pasión de Nuestro Señor, la Cruz no es un patíbulo de ignominia, sino un
trono de gloria. Resplandece
la Santa Cruz, por la que el mundo recobra la salvación. ¡Oh Cruz que vences!
¡Cruz que reinas! ¡Cruz que limpias de todo pecado! Aleluia1.
La
fiesta que hoy celebramos tiene su origen en Jerusalén en los primeros siglos
del Cristianismo. Según un antiguo testimonio2, se comenzó a festejar en el aniversario del día en el
que se encontró la Cruz de Nuestro Señor. Su celebración se extendió con gran
rapidez por Oriente y poco más tarde a la Cristiandad entera. En Roma tuvo gran
solemnidad la procesión que, antes de la Misa, para venerar la Cruz3, se dirigía desde Santa María la Mayor a San Juan de
Letrán.
A
principios del siglo VII los persas saquearon Jerusalén,
destruyeron muchas basílicas y se apoderaron de las sagradas reliquias de la
Santa Cruz, que serían recuperadas pocos años más tarde por el emperador
Heraclio. Cuenta una piadosa tradición que cuando el emperador, vestido con las
insignias de la realeza, quiso llevar personalmente el Santo Madero hasta su
primitivo lugar en el Calvario, su peso se fue haciendo más y más insoportable.
Zacarías, Obispo de Jerusalén, le hizo ver que para llevar a cuestas la Santa
Cruz debería despojarse de las insignias imperiales e imitar la pobreza y la
humildad de Cristo, que se había abrazado a ella desprendido de todo. Heraclio
vistió entonces unas humildes ropas de peregrino y, descalzo, pudo llevar la
Santa Cruz hasta la cima del Gólgota4.
Es
posible que desde niños aprendiéramos a hacer el signo de la Cruz en la frente,
en los labios y en el corazón, en señal externa de nuestra profesión de fe. En
la Liturgia, la Iglesia utiliza el signo de la Cruz en los altares, en el
culto, en los edificios sagrados. Es el árbol
de riquísimos frutos, arma poderosa, que aleja todos los males y espanta a
los enemigos de nuestra salvación: Por
la señal de la Santa Cruz, de nuestros enemigos líbranos, Señor, pedimos
todos los días al signarnos. La Cruz enseña un Padre de la Iglesia «es el
escudo y el trofeo contra el demonio. Es el sello para que no nos alcance el
ángel exterminador, como dice la Escritura (cfr. Ex 9, 12). Es el instrumento para
levantar a los que yacen, el apoyo de los que se mantienen en pie, el bastón de
los débiles, la guía de quienes se extravían, la meta de los que avanzan, la
salud del alma y del cuerpo, la que ahuyenta todos los males, la que acoge
todos los bienes, la muerte del pecado, la planta de la resurrección, el árbol
de la vida eterna»5. El Señor ha puesto la
salvación del género humano en el árbol de la Cruz, para que donde tuvo origen
la muerte, de allí resurgiera la Vida, y el que venció en un árbol, fuera en un
árbol vencido6.
La
Cruz se presenta en nuestra vida de muy diferentes maneras: enfermedad,
pobreza, cansancio, dolor, desprecio, soledad... Hoy podemos examinar en
nuestra oración nuestra disposición habitual ante esa Cruz que se muestra a
veces difícil y dura, pero que, si la llevamos con amor, se convierte en fuente
de purificación y de Vida, y también de alegría. ¿Nos quejamos con frecuencia
ante las contrariedades? ¿Damos gracias a Dios también por el fracaso, el dolor
y la contradicción? ¿Nos acercan a Dios estas realidades, o nos separan de Él?
— El Señor bendice con la Cruz a quienes más ama.
La Primera lectura de la Misa7 nos
narra cómo el Señor castigó al Pueblo elegido por murmurar contra Moisés y
contra Yahvé, al experimentar las dificultades del desierto, enviándole
serpientes que causaron estragos entre los israelitas. Cuando se arrepintieron,
el Señor dijo a Moisés: Haz
una serpiente de bronce y ponla por señal; el herido que la mirare, vivirá.
Hizo, pues, Moisés una serpiente de bronce y la puso por señal, y los heridos
que la miraban eran sanados. La serpiente de bronce era signo de Cristo en
la Cruz, en quien obtienen la salvación los que lo miran. Así lo expresa Jesús
en su conversación con Nicodemo, recogida en el Evangelio: Como Moisés levantó la serpiente en
el desierto, así es preciso que sea levantado el Hijo del Hombre, para que todo
el que crea tenga vida eterna en él8. Desde entonces, el camino de la santidad pasa por la
Cruz, y cobra sentido algo tan falto de él como es la enfermedad, el dolor, la
pobreza, el fracaso..., la mortificación voluntaria. Es más, Dios bendice con
la Cruz cuando quiere otorgar grandes bienes a un hijo suyo, al que trata
entonces con particular predilección.
Muchas
gentes huyen de la Cruz de Cristo como en desbandada, y se alejan de la alegría
verdadera, de la eficacia sobrenatural que llena el corazón, de la misma
santidad; huyen de Cristo. Llevémosla nosotros sin rebeldía, sin quejas, con
amor. «¿Estás sufriendo una gran tribulación? -¿Tienes contradicciones? Di, muy
despacio, como paladeándola, esta oración recia y viril:
»“Hágase,
cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad
de Dios, sobre todas las cosas. Amén. Amén”.
»Yo
te aseguro que alcanzarás la paz»9.
— Los frutos de la Cruz.
Cruz
fiel, tú eres el árbol más noble de todos; ningún otro se te puede comparar en
hojas, en flor, en fruto10.
El
amor a la Cruz produce abundantes frutos en el alma. En primer lugar, nos lleva
a descubrir enseguida a Jesús, que nos sale al encuentro y toma lo más pesado
de la contradicción y lo carga sobre sus hombros. Nuestro dolor, asociado al
del Maestro, deja de ser el mal que entristece y arruina, y se convierte en
medio de unión con Dios. «Si sufres, sumerge tu dolor en el suyo: di tu Misa.
Pero si el mundo no comprende estas cosas, no te turbes; basta con que te
comprendan Jesús, María, los santos. Vive con ellos y deja que corra tu sangre
en beneficio de la humanidad: ¡como Él!»11.
La
Cruz de cada día es una gran oportunidad de purificación, de desprendimiento y
de aumento de gloria12. San Pablo enseñaba con frecuencia a los cristianos
que las tribulaciones son siempre breves y llevaderas, y el premio de esos
sufrimientos llevados por Cristo es inmenso y eterno. Por eso el Apóstol se
gozaba en sus tribulaciones, se gloriaba de ellas y se consideraba dichoso de
poder unirlas a las de Cristo Jesús y completar así su Pasión para bien de la
Iglesia y de las almas13. El único dolor verdadero es alejarnos de Cristo. Los
demás padecimientos son pasajeros y se tornan gozo y paz: «¿No es verdad que en
cuanto dejas de tener miedo a la Cruz, a eso que la gente llama cruz, cuando
pones tu voluntad en aceptar la Voluntad divina, eres feliz, y se pasan todas
las preocupaciones, los sufrimientos físicos o morales?
»Es
verdaderamente suave y amable la Cruz de Jesús. Ahí no cuentan las penas; solo
la alegría de saberse corredentores con Él»14.
El
trato y la amistad con el Maestro nos enseñan, por otra parte, a ver y a llevar
con una disposición joven, decidida, alejada de la tristeza y de la queja, las
dificultades que se presentan. Las veremos, igual que han hecho los santos,
como un estímulo, un obstáculo que es preciso saltar en esta carrera que es la
vida. Este espíritu alegre y optimista, incluso en los momentos difíciles, no
es fruto del temperamento ni de la edad: nace de una profunda vida interior, de
la conciencia siempre presente de nuestra filiación divina. Esta disposición
serena, optimista, creará en toda circunstancia un buen ambiente a nuestro
alrededor en la familia, en el trabajo, con los amigos... y será un gran medio
para acercar a otros al Señor.
Terminamos
nuestra oración junto a Nuestra Señora. «“Cor Mariae perdolentis, miserere
nobis!” invoca al Corazón de Santa María, con ánimo y decisión de unirte a su
dolor, en reparación por tus pecados y por los de los hombres de todos los
tiempos.
»Y
pídele para cada alma que ese dolor suyo aumente en nosotros la aversión al
pecado, y que sepamos amar, como expiación, las contrariedades físicas o
morales de cada jornada»15.
1 Liturgia de las Horas, Antífona de Laudes. — 2 Cfr. Egeria, Itinerario, ed. preparada por
A. Arce, BAC, Madrid 1980, pp.
318-319. — 3 Cfr. A. G. Martimort, La Iglesia en oración, Herder,
3.ª ed., Barcelona 1987, pp. 989-990. — 4 Cfr. P. Croisset, Año cristiano, Madrid 1846,
vol. 7, pp. 120-121. — 5 San Juan Damasceno, De fide ortodoxa, IV, 11. — 6 Prefacio
de la Misa. — 7 Num 21, 4-9. — 8 Jn 3, 14-15. — 9San Josemaría Escrivá, Camino n. 691. — 10 Himno Crux fidelis. — 11 Ch. Lubich,Meditaciones,
Ciudad Nueva, Madrid 1989, p. 32. — 12 Cfr. A. Tanquerey, La divinación del sufrimiento,
Rialp, Madrid 1955, p. 18. — 13 Cfr. Rom 7, 18; Gal 2, 19-20; 6, 14; etc. — 14 San Josemaría Escrivá, Vía Crucis, Rialp, 2.ª ed.,
Madrid 1981, II. — 15 ídem, Surco, n. 258.
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Otro comentario: San Efrén (hacia 306-373), diácono en Siria, doctor de la Iglesia
Homilía sobre nuestro Señor
Nuestro Señor fue pisoteado por la muerte, pero él, a su vez, pisoteó la muerte, trazando un camino que aplasta a la muerte. Se sometió a la muerte y la soportó deliberadamente para acabar con la obstinada muerte. En efecto, nuestro Señor “salió cargado con su cruz” (Jn 19,17). Pero desde la cruz gritó, llamando a los muertos que yacían en el abismo...
Él es el admirable “hijo del carpintero” (Mt 13,55) que, sobre el carro de su cruz vino hasta la gola voraz del país de los muertos, y condujo así al género humano a la mansión de la vida (Col 1,13). Y la humanidad entera, que a causa del árbol del paraíso había sido precipitada en el abismo inferior, por otro árbol, el de la cruz, alcanzó la mansión de la vida. En el árbol pues en que había sido injertado un esqueje de muerte amarga, se injertó luego otro de vida feliz, para que reconozcamos en él al jefe ante el cual no resiste nada de lo que ha sido creado.
¡Gloria a ti que con tu cruz has echado un puente sobre el abismo de la muerte para que las almas pudieran pasar por él desde la región de la muerte a la región de la vida!... ¡Gloria a ti que asumiste el cuerpo de Adán, mortal, e hiciste de él fuente de vida para todos los mortales! ¡Sí, tú vives para siempre! Tus verdugos se comportaron contigo como unos agricultores: sembraron tu vida en las profundidades de la tierra como se entierra el grano de trigo, para que luego brotara e hiciera levantar con él a muchos granos (Jn 12,24).
Venid, hagamos de nuestro amor como un incensario inmenso y universal; elevemos cánticos y plegarias a aquel que ha hecho de su cruz un incensario a la Divinidad y, por su sangre, nos ha colmado de riquezas.
Él es el admirable “hijo del carpintero” (Mt 13,55) que, sobre el carro de su cruz vino hasta la gola voraz del país de los muertos, y condujo así al género humano a la mansión de la vida (Col 1,13). Y la humanidad entera, que a causa del árbol del paraíso había sido precipitada en el abismo inferior, por otro árbol, el de la cruz, alcanzó la mansión de la vida. En el árbol pues en que había sido injertado un esqueje de muerte amarga, se injertó luego otro de vida feliz, para que reconozcamos en él al jefe ante el cual no resiste nada de lo que ha sido creado.
¡Gloria a ti que con tu cruz has echado un puente sobre el abismo de la muerte para que las almas pudieran pasar por él desde la región de la muerte a la región de la vida!... ¡Gloria a ti que asumiste el cuerpo de Adán, mortal, e hiciste de él fuente de vida para todos los mortales! ¡Sí, tú vives para siempre! Tus verdugos se comportaron contigo como unos agricultores: sembraron tu vida en las profundidades de la tierra como se entierra el grano de trigo, para que luego brotara e hiciera levantar con él a muchos granos (Jn 12,24).
Venid, hagamos de nuestro amor como un incensario inmenso y universal; elevemos cánticos y plegarias a aquel que ha hecho de su cruz un incensario a la Divinidad y, por su sangre, nos ha colmado de riquezas.
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