Jesucristo, modelo único de toda perfección
Dom Columba Marmion7 julio 2008
Sección: Jesucristo, vida del alma
Causa exemplaris
Fecundidad y aspectos diversos del misterio de Cristo
Cuando leemos las Epístolas que San Pablo dirigía a los cristianos de su tiempo, no puede menos de impresionarnos la insistencia con que habla de nuestro Señor Jesucristo. Sin cesar vuelve sobre este tema, del cual está por otra parte, tan penetrado, que para él, «Cristo es su vida» (Fil 1,21); así «que encuentra todo su placer en consumirse por Cristo y sus miembros» (2Cor 12,15).
Escogido e instruido por el mismo Jesús para ser en el mundo el heraldo de su misterio (Ef 3,8-9), de tal manera penetró en lo más hondo de las profundidades de este misterio, que su único deseo es manifestarle para hacer conocer y amar la persona adorable de Cristo.- A los Colosenses escribe que lo que le llena de gozo, en medio de sus tribulaciones, es el pensamiento «de haber anunciado el misterio oculto a las antiguas generaciones y revelado en la actualidad a los fieles, porque es a ellos a quienes Dios se ha dignado dar a conocer las maravillosas riquezas de ese arcano que es Cristo» (Col 1,26-27). En la prisión le anuncian que hay, además de él, otros que predican a Cristo; los unos lo hacen por espíritu de emulación, para hacerle la contra, los otros con buenas intenciones; ¿muestra por esto la menor pena o la más leve señal de celos? Al contrario. Con tal que Cristo sea predicado, ¿qué importa? «De cualquier modo que se haga, sea con buenas intenciones, sea con fines bastardos, me alegro y me alegraré» (Fil 1,15 y sig.). De esta manera dirige a Jesucristo toda su ciencia, toda su predicación, toda su vida: «No me he preciado de saber otra cosa entre vosotros que a Jesucristo» (1Cor 2,2). En sus trabajos, en las luchas de su apostolado, una de sus alegrías es pensar que «engendra -es su propia expresión- a Cristo en las almas» (Gál 4,19).
Los cristianos de los primeros tiempos comprendían la doctrina que el gran Apóstol les enseñaba, sabían que Dios nos ha dado a su Hijo unigénito Jesucristo para que sea todo para nosotros: «nuestra sabiduría, nuestra justicia, nuestra santificación, nuestra redención» (1Cor 1,30); comprendían el plan divino: Dios ha dado a Cristo la plenitud de gracia, para que nosotros lo encontremos todo en El. De esta doctrina vivían: «Cristo… es vuestra vida» (Col 3,4), y por eso su vida espiritual era a la vez tan sencilla y tan fecunda.
Ahora bien; debemos decir que el corazón de Dios no es hoy menos amante ni su brazo menos poderoso; Dios está dispuesto a derramar sobre nosotros gracias, no digo tan extraordinarias en su carácter, pero sí tan abundantes y tan útiles, como sobre los primeros cristianos. Nos ama tanto como a ellos; están a nuestra disposición todos los medios de que ellos disponían, y además tenemos, para cobrar ánimo, los ejemplos de los santos que siguieron a Cristo. Pero somos, con mucha frecuencia, como el leproso que vino a consultar al profeta y solicitar su curación: poco faltó para que perdiese la ocasión de obtenerla, por encontrar el remedio demasiado sencillo (2Re 5,1 ss.). Nuestro Señor hace alusión a este hecho (+Lc 4,27). [Naamán, generalísimo de los ejércitos de Siria, había sido atacado de una lepra que le desfiguraba por completo. Habiendo oído hablar de las maravillas que obraba el profeta Eliseo en Samaría, se dirigió a él para pedir que le curase: «Ve y lávate siete veces en el Jordán, le dice Eliseo, y así serás curado». Esta respuesta irrita a Naamán: «Yo había creído, dijo a su séquito, que se presentaría el mismo profeta y me curaría invocando sobre mí a Yavé.- ¿Cree, acaso, este profeta, que los ríos de Siria no valen como todas las aguas de Israel? ¿Acaso no puedo arrojarme a ellos para recobrar la salud?». Y desilusionado y lleno de cólera, dispónese a emprender el camino de su país; pero sus siervos se le acercan diciéndole: «Señor: podrá ser que el profeta tenga razón; si hubiera pedido algo más difícil, ¿no lo hubieras hecho? Cuanto más debes obedecerle, madándote una cosa tan fácil». A esta sugestión, llena de buen sentido, ríndese Naamán, se lava siete veces en el Jordán y recobra la salud, según la palabra del hombre de Dios.].
Este es el caso de muchos de aquellos que emprenden el camino de la vida espiritual. Encuéntranse espíritus de tal manera aferrados a su modo de ver, que se escandalizan de la sencillez del plan divino; sin embargo de ello, tal escandalo no está exento de peligro. Estas almas, que no llegan a comprender el misterio de Cristo, se pierden en una infinidad de detalles. fatigándose con frecuencia en un trabajo sin consuelo. ¿Por qué? Porque todo cuanto el ingenio humano puede crear para nuestra vida interior no sirve de nada si no cimentamos el edificio sobre Cristo. «Nadie puede establecer otro fundamento que el que ya ha sido establecido, es decir: Jesucristo» (1Cor 3,11).
Esto nos explica el cambio que a veces se opera en ciertas almas. Han vivido años enteros de una manera estrecha, con frecuencia deprimidas, casi nunca contentas encontrando sin cesar nuevas dificultades en la vida espiritual; pero un día Dios les ha dado la gracia de comprender que Cristo lo es todo para nosotros, que es el Alfa y Omega (Ap 22,13), que fuera de El nada tenemos, que en El lo tenemos todo, y que todo lo resume en sí. A partir de ese momento, todo varía, por decirlo así, en esas almas; sus dificultades se desvanecen como las sombras de la noche a la luz del sol naciente. Desde que nuestro Señor, «el verdadero sol de nuestra vida» (Mal 4,2), ilumina plenamente a esas almas, las fecunda; ya pueden respirar a pleno pulmón, progresan y producen grandes frutos de santidad.
Sin duda las pruebas no faltarán en la vida de esas almas; frecuentemente constituirán el tributo pagado por ese perfeccionamiento interior -porque de ese modo la colaboración con la gracia divina será más vigilante y generosa-; pero todo lo que encoge el corazón, detiene el vuelo y es causa de desaliento, desaparece; el alma vive en la luz, «se dilata»: «He andado presuroso por el camino de tus mandatos cuando ensanchaste mi corazón» (Sal 118,32); simplifícase su vida; llega a comprender la insuficiencia de los medios que para su uso personal ha imaginado y ha renovado sin cesar, exigiendo que fueran como los puntales de su propio edificio espiritual: y logra, finalmente, conocer la verdad de estas palabras: «Si Tú, oh Señor, no edificas tu morada en nosotros, nosotros nunca podremos levantar una habitación digna de Ti» (Sal 126,1). En Cristo, y no en sí misma, busca la fuente de su santidad, sabe que esa santidad es sobrenatural en su principio, en su naturaleza y en su fin, y que los tesoros de santificación se hallan como amontonados en Jesús para que nosotros, tomándolos de El, participemos de ellos, y comprende entonces que no puede ser rica sino con las riquezas de Cristo.
Esas riquezas, según la palabra de San Pablo, son insondables (Ef 3,8). Jamás llegaremos a agotarlas, y cuanto de ellas digamos, quedará siempre muy por debajo de las alabanzas que se merecen.
Hay, sin embargo, tres aspectos del misterio de Cristo que es necesario considerar cuando hablamos de nuestro Señor como fuente de nuestra santificación. Tomamos esta idea de Santo Tomás, príncipe de los teólogos, que la trae al exponer su doctrina sobre la causalidad santificadora de Cristo [STh III, 1. 24, arts. 3 y 4; q.48, a.6; q.50, a.6; q.56, a.1, ad 3 y 4].
Cristo es a la vez la causa ejemplar, la causa meritoria, la causa eficiente de nuestra santidad. Cristo es el modelo uníco de nuestra perfección, el artífice de nuestra redención, el tesoro infinito de nuestras gracias, la causa eficiente de nuestra santificación.
Estos tres puntos resumen admirablemente lo que vamos a decir del mismo Cristo como vida de nuestras almas. La gracia es, efectivamente, el principio de esta vida sobrenatural de hijos de Dios, que constituye el fondo y sustancia de toda santidad. Pues bien; esta gracia se encuentra plenamente en Cristo, y todas las obras que la gracia nos hace realizar tienen su ejemplar en Jesús, además, Cristo nos ha merecido esta gracia por las satisfacciones de su vida, de su pasión y de su muerte; finalmente, Cristo produce por sí mismo esa gracia en nosotros mediante los sacramentos, y por el contacto que con El tenemos en la fe.
Pero tan ricas y fecundas son estas verdades, que debemos contemplarlas cada una en particular. En esta conferencia, consideraremos a nuestro Señor como nuestro modelo divino en todas las cosas, como el ejemplar de la santidad a que debemos aspirar. La primera cosa que hemos de considerar es el fin cuya realización perseguimos, y una vez comprendido este fin, deduciremos en seguida qué medios son los más indicados para alcanzarle.
1. Necesidad de conocer a Dios, para unirse a El: Dios se revela a nosotros en su Hijo Jesús: «Quien le ve, ve a su Padre»
Acabamos de ver que nuestra santidad no es más que una participación de la santidad divina: somos santos si somos hijos de Dios, si vivimos como verdaderos hijos del Padre celestial, dignos de la adopción sobrenatural. «Sed imitadores de Dios, dice San Pablo, como conviene a hijos muy queridos» (Ef 5,1). Jesús mismo nos dice: «Sed perfectos» -y hay que advertir que nuestro Señor se dirige a todos sus discípulos-, no con una perfección cualquiera, sino «como lo es vuestro Padre celestial» (Mt 5,48). ¿Y por qué? Porque nobleza obliga: Dios nos ha adoptado por hijos suyos y los hijos deben, en su vida, asemejarse al padre.
Para imitar a Dios, hay que conocerle. ¿Y cómo podemos conocer a Dios? -«Habita una luz inaccesible», dice San Pablo (1Tim 6,16): «Nadie, añade San Juan, vio jamás a Dios» (1Jn 4,12). ¿Cómo podremos, pues, reproducir e imitar las perfecciones de aquel a quien nos es imposible ver?
Una frase de San Pablo nos da la respuesta (2Cor 4,6): «Dios se ha revelado a nosotros por su Hijo y en su Hijo Jesucristo». Jesucristo es «el esplendor de la gloria del Padre» (Heb 1,3), «la imagen de Dios invisible» (Col 1,15), semejante en todo a su Padre capaz de revelarlo a los hombres, porque le conoce como El es conocido: «El Padre no es conocido de nadie sino del Hijo y de aquellos a quienes el Hijo quiere revelarlo» (Mt 11,27). Jesucristo, que está siempre «en el seno del Padre» (Jn 1,18), nos dice: «Yo conozco a mi Padre» (Jn 10,15); y le conoce «para revelárnoslo» (Ib. 1,18). Cristo es la revelación del Padre.
Mas ¿cómo el Hijo nos revela al Padre? -Encarnándose.- El Verbo, el Hijo, se encarnó, se hizo hombre, y en El, y por El, conocemos a Dios Cristo es Dios puesto a nuestro alcance bajo una expresión humana; es la perfección divina que se revela a nosotros cubierta de formas terrenas; es la santidad misma que aparece sensiblemente a nuestros ojos durante treinta y tres años, para hacerse tangible e imitable [Ser modelo y ser imitable son los caracteres que deben encontrarse en toda causa ejemplar]. Nunca pensaremos bastante en esto. Cristo es Dios haciéndose hombre, viviendo entre los hombres, a fin de enseñarles por medio de su palabra, y, sobre todo, con su vida, cómo deben vivir para imitar a Dios y agradarle. Tenemos, pues, en primer lugar, que para vivir como hijos de Dios. basta abrir los ojos con fe y amor y contemplar a Dios en Jesús.
Hay en el Evangelio un episodio magnífico, en medio de su soberana sencillez; ya lo conocéis, pero éste es el lugar de recordarlo. Era la víspera de la Pasión de Jesús. Nuestro Señor había hablado, como sabía hacerlo, de su Padre a los Apóstoles; y ellos, extasiados, deseaban ver y conocer al Padre. El apóstol Felipe exclama: «Maestro, muéstranos al Padre y esto nos basta» (Jn 14,8). Y Jesucristo le responde: «¡Cómo! ¿yo estoy en medio de vosotros hace tanto tiempo y no me conocéis? Felipe, "quien a mí me ve, ve a mi Padre"» (Jn 14,9).- Sí; Cristo es la revelación de Dios, de su Padre; como Dios, no forma con El más que una cosa; y quien a El mira, ve la revelación de Dios.
Cuando contempláis a Cristo, rebajándose hasta la pobreza del pesebre, acordaos de estas palabras: «Quien me ve, ve a mi Padre». -Cuando veis al adolescente de Nazaret, trabajando obedientísimo en el taller humilde hasta la edad de treinta años, repetid estas palabras: «Quien le ve, ve a su Padre», quien le contempla, contempla a Dios.- Cuando veis a Cristo atravesando los pueblos de Galilea, sembrando el bien por todas partes, curando enfermos, anunciando la buena nueva cuando le veis en el patíbulo de la Cruz, muriendo por amor de los hombres objeto del ludibrio de sus verdugos, escuchad: Es El quien os dice: «Quien me ve, ve a mi Padre». -Estas son otras tantas manifestaciones de Dios, otras tantas revelaciones de las perfecciones divinas. Las perfecciones de Dios son en sí mismas tan incomprensibles como la naturaleza divina; ¿quién de nosotros, por ejemplo, será capaz de comprender lo que es el amor divino?- Es un abismo, que sobrepuja a cuanto nosotros podemos comprender. Pero cuando vemos a Cristo, que como Dios es «una misma cosa con el Padre» (Jn 10,30), que tiene en sí la misma vida divina que el Padre (ib. 5,26), cuando le vemos instruyendo a los hombres, muriendo en una Cruz, dando su vida por amor nuestro, e instituyendo la Eucaristía, entonces comprendemos la grandeza del amor de Dios.
Así sucede con cada uno de los atributos de Dios, con cada una de sus perfecciones. Cristo nos las revela, y «a medida que adelantamos en su amor, nos hace calar más hondo en su misterio». Si alguno me ama y me recibe en mi humanidad, será amado de mi Padre; yo le amaré también, me manifestaré a él en mi divinidad y le descubriré sus secretos (ib. 14,21).
«La Vida ha sido manifestada, escribe San Juan, y nosotros la hemos visto; por esto somos testigos de ella y os anunciamos la vida eterna, que estaba en el seno del Padre y que se ha hecho sensible aquí abajo» (1Jn 1,2), en Jesucristo. De suerte que, para conocer e imitar a Dios, no tenemos más que conocer e imitar a su Hijo, Jesús, que es la expresión humana y divina a la vez de las perfecciones infinitas de su Padre: «Quien me ve, ve a mi Padre».
2. Cristo, nuestro modelo en su persona: Dios perfecto; Hombre perfecto; la gracia, signo fundamental de semejanza con Cristo, considerado en su condición de Hijo de Dios
Pero, ¿cómo y en qué orden de cosas Jesucristo, el Verbo encarnado, es nuestro modelo, nuestro ejemplar?
Cristo es modelo de dos maneras: En su persona y en sus obras; en su condición de Hijo de Dios, y en su actividad humana, porque es a la vez Hijo de Dios e Hijo del hombre, Dios perfecto y hombre perfecto.
Cristo es Dios, Dios perfecto.
Trasladémonos con la imaginación a la Judea del tiempo de Cristo. Ha cumplido ya una parte de su misión enseñando y realizando las «obras de Dios» (Jn 9,4). Helo aquí después de un día de correrías apostólicas, apartado de la turba, rodeado únicamente de sus discípulos. De pronto les pregunta: «¿Qué dicen los hombres de mí?» -Los discípulos se hacen eco de todos los rumores esparcidos en el pueblo. «Maestro, se dice que eres Juan Bautista, o Elías, o Jeremías, o alguno de los Profetas». -«Pero vosotros responde Jesús, ¿quién decís que soy yo?»- Entonces Pedro, tomando la palabra, le dice: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios Vivo». Y nuestro Señor, confirmando el testimonio de su Apóstol, le contesta: «Bienaventurado eres tú, Pedro, porque no has llegado a conocer lo que soy por una intuición natural, sino que te lo ha revelado mi Padre» (Mt 16,16).
Cristo es, pues, el Hijo de Dios, «Dios nacido de Dios luz nacida de la luz, Dios verdadero salido del Dios verdadero», como reza nuestro Credo. Cristo, dice San Pablo no creyó que era una usurpación por su parte el considerarse igual al Padre (Fil 2,6).
Por otra parte, la voz del Padre Eterno se hizo escuchar por tres veces y las tres para glorificar a Cristo, proclamándole su Hijo, el Hijo de sus complacencias, el órgano de sus oráculos: «Este es mi Hijo muy querido, en quien me complazco; oídle» (Mt 17,5; +3,17. Jn 12,28). Postrémonos en tierra como los discípulos que oyeron en el Tabor esta voz del Padre; repitamos con Pedro, inspirado del cielo: «Sí, Tú eres el Cristo, el Verbo encarnado, verdadero Dios, igual a tu Padre, Dios perfecto, que tiene todos los atributos divinos; Tú eres, oh Jesús, como tu Padre y con el Espíritu Santo el Omnipotente y el Eterno; Tú eres el Amor infinito, yo creo en Ti y te adoro, Señor mío y Dios mío».
Hijo de Dios, Cristo es también Hijo del hombre, hombre perfecto [perfectus homo].
El Hijo de Dios se hizo carne; continuó siendo lo que era, pero se unió a una Naturaleza humana, completa como la nuestra, íntegra en su esencia, con todas sus propiedades naturales; Cristo nació, como todos nosotros, «de una mujer» (Gál 4,4), pertenece auténticamente a nuestra raza. Con frecuencia se llama en el Evangelio «El Hijo del Hombre»; «Ojos de carne le vieron, y manos humanas le tocaron» (1Jn 1,1). Y aun el día siguiente de su resurrección gloriosa, hace experimentar al apóstol incrédulo la realidad de su naturaleza humana: «Palpad y ved, porque los espíritus no tienen carne ni huesos como veis que yo tengo» (Lc 24,39). Tiene, como nosotros, un alma creada directamente por Dios; un cuerpo formado en las entrañas de la Virgen; una inteligencia que conoce, una voluntad que ama y elige; todas las facultades que nosotros tenemos: la memoria, la imaginación; tiene pasiones, en el sentido filosófico, elevado y noble de la palabra, en un sentido que excluye todo desorden y toda flaqueza; pero estas pasiones se hallan en El enteramente sometidas a la razón, sin que puedan ponerse en movimiento sin un acto de su voluntad [La Teología las llama propasiones, a fin de indicar con este término especial su carácter de trascendencia y de pureza.]. Su naturaleza humana es, pues, del todo semejante a la nuestra, a la de sus hermanos, dice San Pablo: «Era preciso que se asemejase en todo a sus hermanos» (Heb 2,17), excepto en el pecado (ib. 4,15), Jesús no conoció ni el pecado ni nada de lo que es fuente o consecuencia del pecado: la ignorancia el error, la enfermedad, cosas todas indignas de su perfección, de su sabiduría, de su dignidad y de su divinidad.
Pero nuestro Divino Salvador quiso padecer durante su vida mortal nuestras flaquezas; todas las que eran compatibles con su santidad.- El Evangelio nos lo muestra claramente, nada hay en la naturaleza del hombre que Jesús no haya santificado. Nuestros trabajos, nuestros padecimientos, nuestras lágrimas, todo lo ha hecho suyo. Miradle en Nazaret: durante treinta años pasa su vida en un trabajo oscuro de artesano, hasta el punto de que cuando comienza a predicar, sus compatriotas se admiran porque nunca le han conocido más que como hijo del carpintero: «¿De dónde le vienen a éste todas estas cosas? ¿Acaso no es hijo de un carpintero?» (Mt 13,55-56). Nuestro Señor quiso sentir el hambre como nosotros, después de haber ayunado en el desierto, tuvo hambre (ib. 4,2). Padeció también la sed: ¿Acaso no pidió de beber a la samaritana? (Jn 4,7), ¿acaso no exclamó en la cruz: «Tengo sed» (Jn 19,28).- Experimentó como nosotros la fatiga; los largos viajes a través de Palestina fatigaban sus miembros, cuando junto al pozo de Jacob pidió agua para calmar su sed, San Juan nos dice que estaba fatigado. Era la hora de mediodía, después de haber caminado largo tiempo, se sienta rendido al margen del pozo (ib. 4,6). Así, pues, según lo hace notar San Agustín en el admirable comentario que nos dejó de esta escena evangélica: «El que es la fuerza misma de Dios se halla abrumado de cansancio» (Tract in Joan., 15). El sueño cerró sus párpados; dormía en la nave cuando se levantó la tempestad: «El en cambio dormía» (Mt 8,24), y dormía verdaderamente, de tal manera que sus discípulos, temiendo que los tragasen las olas furiosas, tuvieron necesidad de despertarlo.- Lloró sobre Jerusalén su patria a la que amaba a pesar de su ingratitud; el pensamiento de los desastres que después de su muerte habían de venir sobre ella le arranca lágrimas amargas y frases llenas de aflicción: «¡Si tú conocieses por lo menos en este día lo que puede atraerte la paz!» (Lc 19,41 y sig.). Lloró a la muerte de su amigo Lázaro como nosotros lloramos por aquellos a quienes amamos, hasta el punto de que los judíos testigos de este espectáculo se decían: «Ved cómo le amaba» (Jn 11,36). Cristo derramaba lágrimas, no sólo porque convenía, sino porque tenía conmovido el corazón; lloraba a su amigo, y sus lágrimas brotaban del fondo de su alma. Varias veces se dice también en el Evangelio que su corazón estaba conmovido por la compasión (Lc 7,13; Mc 8,2; +Mt 15,32). ¿Qué más? Experimentó también sentimientos de tristeza, de tedio, de temor (Mc 14,33; Mt 26,37).
En su agonía cuando estaba en el Huerto de los Olivos su alma quedó abrumada por la tristeza (Mt 26,38) y la angustia penetró en ella hasta el punto de hacerle lanzar grandes gritos (Heb 5,7). Todas las injurias, todos los golpes, todos los salivazos, todas las afrentas que llovieron sobre El durante su Pasión, le hicieron padecer inmensamente, las burlas, los insultos, no le dejaban insensible, por el contrario, cuanto más perfecta era su naturaleza, más delicada y más grande era su sensibilidad. Vióse abismada en el dolor.- En fin, después de haber tomado sobre sí todas nuestras debilidades, después de haberse mostrado verdaderamente hombre y semejante a nosotros en todas las cosas, quiso padecer la muerte como los demás hijos de Adán: «E inclinada la cabeza entregó su espíritu» (Jn 19,30).
Vemos, pues, que Jesucristo es nuestro modelo como Hijo de Dios y como Hijo del hombre al mismo tiempo. Pero lo es sobre todo como Hijo de Dios: esta condición de hijo de Dios es lo que en El hay de radical y fundamental; en eso ante todo debemos parecernos a El.
Mas ¿cómo podremos asemejarnos a El en esto?
La filiación divina de Cristo es el tipo de nuestra filiación sobrenatural, su condición, su «ser» de Hijo de Dios es el ejemplar del estado a que debe elevarnos la gracia santificante. Cristo es Hijo de Dios por naturaleza y por derecho, en virtud de la unión del Verbo eterno con la naturaleza humana. [Es lo que se llama en Teología la gracia de unión, en virtud de la cual una naturaleza humana ha sido escogida para ser unida de una manera inefable a una persona divina, el Verbo, y hacer de ella la humanidad de un Dios. Esta gracia es única y no se encuentra más que en Jesucristo]. Nosotros lo somos por adopción y por gracia, pero realísimamente y con un título muy verdadero. Cristo tiene, además, la gracia santificante; la posee plenamente; a nosotros fluye de esta plenitud con mayor o menor abundancia, pero la gracia de que está saturada el alma creada de Jesús es sustancialmente la misma que nos deifica a nosotros. Santo Tomás dice que nuestra filiación divina es una semejanza de la filiación eterna [quædam similitudo filiationis æternæ. I, q.22, a.3].
Tal es la manera primordial y sobreeminente como Jesucristo es nuestro ejemplar: en la Encarnación es constituido por derecho Hijo de Dios, nosotros debemos llegar a serlo por la participación de la gracia que sale de El y que, deificando la sustancia de nuestra alma, nos eleva al rango de hijos de Dios; éste es el rasgo primero y esencial de la semejanza que debemos tener con Jesucristo el que es la base y condición de toda nuestra actividad sobrenatural. Si no poseemos en nosotros como condición previa, esta gracia santificante, que es el signo fundamental de semejanza con Jesús, el Padre Eterno no nos reconocerá por suyos, y todo lo que hagamos en nuestra existencia, sin esa gracia, no tendrá ningún mérito en orden a hacernos participar de la herencia eterna: no seremos coherederos de Cristo si no llegamos a ser sus hermanos por la gracia [O si cognovisses Dei gratiam per Iesum Christum Dominum Nostrum ipsamque eius Incarnationem, qua hominis animam corpusque suscepit, summum esse exemplum gratiæ videre potuisses! San Agustín, De Civit. Dei X,29.].
3. Cristo nuestro modelo en sus obras y virtudes
Cristo es también modelo por sus obras.
Ya hemos visto con cuánta verdad fue hombre y sería menester decir también con cuánta verdad obró cómo hombre.
También en esto es nuestro Señor para nosotros un modelo acabado, y al mismo tiempo accesible, de toda santidad; practicó en grado incomparable todas las virtudes que pueden adornar la naturaleza humana o al menos todas aquellas que eran compatibles con su naturaleza divina.
Bien sabéis que, con la gracia santificante, el alma de Cristo recibió el cortejo magnífico de las virtudes y de los dones del Espíritu Santo; estas virtudes brotaban de la gracia como de una fuente, y se exteriorizaban en toda su perfección durante la existencia de Jesús.
Cierto, no tuvo la fe; esta virtud teologal no se da más que en el alma que no goza todavía de la visión de Dios; el alma de Cristo contemplaba a Dios cára a cara, no podía, por tanto, creer en el Dios a quien veía; pero sí tuvo esa sumisión de voluntad que es necesaria a la perfección de la fe, esa reverencia, esa adoración de Dios, verdad primera e infalible; esa disposición existía en el alma de Cristo en grado muy elevado.
Jesucristo no tenía tampoco, propiamente hablando, la virtud de la esperanza: no le era posible esperar lo que ya poseía. La virtud teologal de la esperanza nos hace suspirar por la posesión de Dios, dándonos al mismo tiempo la confianza de recibir las gracias necesarias para poder conseguirla. El alma de Cristo estaba llena de la Divinidad, merced a su unión con el Verbo, y no podía, por tanto, tener esa esperanza. La esperanza no existía en Cristo sino en cuanto que podía desear, y deseaba, efectivamente, la glorificación de su santa humanidad, la gloria accidental que debía disfrutar después de su Resurrección: «Padre glorifícame» (Jn 17,5). Esta gloria la tenía ya en sí, como en germen y raíz, desde el momento de la Encarnación; consintió que apareciera un instante en su transfiguración en el monte Tabor, pero su misión entre los hombres le obligaba a encubrir ese esplendor hasta después de su muerte. También había ciertas gracias que Jesús pedía a su Padre; así, por ejemplo, en la resurrección de Lázaro le vemos dirigirse al Padre con la más absoluta confianza: «Padre, sé que siempre me escuchas» (ib. 11,42).
En cuanto a la caridad, la practicó en su grado más sublime. El corazón de Cristo es una inmensa hoguera de amor. El gran amor de Cristo es el amor que tiene a su Padre: toda su vida puede resumirse en estas palabras: «No busco sino lo que agrada a mi Padre».
Meditemos durante la oración estas palabras; sólo por medio de la oración podremos desvelar el misterio que encierran. Ese amor inefable, esa tendencia que orienta el alma de Jesucristo hacia su Padre, es la consecuencia necesaria de su unión hipostática. El Hijo pertenece todo «a su Padre», como dicen los teólogos; aquí está su esencia, si así puedo expresarme; la santa humanidad es arrastrada por esa corriente divina; ha llegado a ser, por la Encarnación, la propia humanidad del Hijo de Dios, y, por tanto, toda entera, toda, es de Dios; de aquí que la disposición fundamental, el sentimiento radical y habitual del alma de Cristo es necesariamente éste: «Yo vivo para mi Padre, amo a mi Padre» (Jn 15,31), y porque ama a su Padre, Jesús se entrega a su voluntad; su primer acto, al entrar en este mundo, es un acto de amor hacia El: «Oh Padre, aquí estoy para hacer tu voluntad» (Heb 10,7). Puede decirse que toda su existencia sobre la tierra no es más que la expresión continua de ese acto inicial; durante su vida, repite continuamente que su alimento es hacer la voluntad de su Padre (Jn 4,34); por eso cumple siempre cuanto a su Padre agrada (ib. 8,29). Todo cuanto su Padre decretó sobre El lo realizó hasta la última iota (es decir, hasta el menor detalle) (Mt 5,18); finalmente, el amor de su Padre es el que le hizo obediente hasta la muerte de Cruz. «Para que conozca el mundo que amo al Padre, obro así» (Jn 14,31). No lo olvidemos; si Jesucristo pudo decir que «no hay amor más grande que el que da su vida por sus amigos» (ib. 15,13) . Si es de fe que murió «por nosotros y por nuestra salud» también es verdad que ante todas las cosas dio su vida por amor a su Padre; amándonos, ama a su Padre, y en su Padre nos ve y nos encuentra; éstas son sus propias palabras: «Ruego por ellos, porque son tuyos» (Jn 17,9).
Sí, Cristo nos ama, porque nosotros somos hijos de su Padre, y le pertenecemos. Nos ama con un amor inefable que supera cuanto podemos sospechar, de tal manera que cada uno de nosotros puede decir con San Pablo: «Me amó y porque me amó se entregó por mí» (Gál 2,20).
Nuestro Señor poseía también todas las demás virtudes: la dulzura y la humildad: «aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29); el Señor, en cuya presencia se dobla toda rodilla en el cielo y en la tierra, se postra delante de sus discípulos para lavarles los pies. La obediencia: se sometió a su madre y a San José; una frase del Evangelio resume su vida oculta en Nazaret: «Y les estaba sujeto» (Lc 2,51); obedece a la Ley mosaica; acude asiduamente a las reuniones del Templo, sujétase a los poderes legítimamente establecidos, declarando que hay que «dar al César lo que es del César» (Mt 22,21), empezando por pagar El mismo el tributo. La paciencia: ¿Cuántos testimonios no nos dio, sobre todo durante su dolorosa Pasión? Su misericordia infinita con los pecadores: Recibe con bondad a la samaritana, a María Magdalena; Buen Pastor, corre en busca de la oveja extraviada y la vuelve al redil. Está lleno de un celo ardiente por la gloria y los intereses de su Padre; ese celo es el que le hace arrojar del templo a los vendedores y lanzar los anatemas sobre la hipocresía de los fariseos. Su oración es continua: «Pasaba la noche en oración» (Lc 6,12). ¿Quién podrá decir lo que era este trato a solas del Verbo encarnado con su Padre, y el espíritu de religión y de adoración que le animaba?
En El, pues, florecen a su tiempo todas las virtudes, para gloria de su Padre y provecho nuestro.
Bien sabéis que los antiguos Patriarcas, antes de dejar la tierra, daban a su hijo primogénito una bendición solemne, que era como la prenda de las prosperidades celestiales para sus descendientes.- Pues bien, en el Génesis leemos que el patriarca Isaac, antes de dar esa bendición solemne a su hijo Jacob, le abrazó, y al respirar el aroma que exhalaban sus vestidos, exclamó en el éxtasis de su alegría: «He aquí el aroma que derrama mi hijo como el olor de un campo fecundo que ha bendecido el Señor» (Gén 27). Y al punto, todo alborozado, pidió para su hijo las más opulentas bendiciones de lo alto: «¡Dios te conceda el rocío del cielo; con la fecundidad de la tierra, te conceda abundancia de pan y vino, los pueblos te sirvan, las naciones se postren ante ti sé señor de tus hermanos… el que te maldiga sea maldito y sea bendito el que te bendiga!» (Gén 27,28-29). Esta escena es una imagen del arrobamiento que siente el Padre al contemplar la humanidad de su Hijo Jesús y de las bendiciones espirituales que derrama sobre aquellos que permanecen unidos a El. El alma de Cristo, semejante a un campo esmaltado de flores, está adornada de todas las virtudes que embellecen la naturaleza humana.
Dios es infinito, y como tal, tiene exigencias infinitas; sin embargo, la más sencilla de las acciones de Jesús era objeto de las complacencias de su Padre. Cuando Jesucristo trabajaba en el pobre taller de Nazaret, cuando conversaba con los hombres o tomaba la comida con sus discípulos -cosas todas bien sencillas en apariencia-, su Padre le miraba y decía: «He aquí a mi Hijo muy amado en quien tengo todas mis complacencias» (Mt 3,17), y añadía: «Oídle (ib. 17,5), es decir, contempladle para imitarle: El es vuestro modelo, seguidle: El es el camino y Nadie llega hasta Mí sino por El, nadie participará de mis bendiciones sino en El (Ef 1,3), porque yo le he dado la plenitud, así como le he destinado las naciones de la tierra por herencia» (Sal 2,8). ¿Por qué se complacía el Padre eterno infinitamente en Jesús? -Porque Cristo lo hacía todo perfectísimamente y sus actos eran la expresión de las más sublimes virtudes; mas, sobre todo, porque todas las acciones de Cristo, sin dejar de ser en sí acciones humanas, eran divinas por su principio.
«¡Oh Cristo Jesús, lleno de gracia y modelo de todas las virtudes, Hijo muy amado en quien el Padre tiene sus complacencias, sed el único objeto de mi contemplación y de mi amor; mire yo cuanto pasa "como si fuese inmundicia" (Fil 3,8) para no poner mi alegría sino en Ti; procure sólo imitarte, para ser, por Ti y contigo, agradable al Padre en todas las cosas».
4. Nuestra imitación de Cristo se realiza: a) por la gracia; b) por esa disposición fundamental de dirigirlo todo a la gloria de su Padre. «Christianus alter Christus»
Al recorrer el Evangelio de San Juan, se advierte la insistencia con que repite Jesucristo: «Mi doctrina no es mía» (Jn 7,16). «El Hijo nada puede hacer por sí mismo» (ib. 5,19) «yo nada puedo hacer por mí mismo» (ib. 5,30). «Yo nada hago por mi mismo» (ib. 8,28).
¿Quiere esto decir que Jesucristo no tenía ni inteligencia, ni voluntad, ni actividad humanas? -De ninguna manera; pensarlo sería una herejía; pero como la humanidad de Jesús estaba hipostáticamente [palabra griega que significa «por unión personal»] unida al Verbo, en Cristo no había ninguna persona humana a que estas facultades pudieran adherirse; no había en El más que una sola persona, la del Verbo, que lo hace todo en unión con su Padre; todo en Cristo dependía de un modo absoluto de la divinidad; todo en El emanaba de la actividad de la única persona que en El había, la del Verbo; y esta actividad, aun cuando era inmediatamente realizada por la naturaleza humana, era divina en su raíz y en su principio; por eso el Padre Eterno hallaba en ella una gloria infinita y la hacía el objeto de todas sus complacencias.
¿Pero podemos nosotros imitar esto? -Sí, puesto que por la gracia santificante participamos de la filiación divina de Jesús; por ella es elevada soberanamente, y como divinizada en su principio, toda nuestra actividad. No es necesario decir que en el orden del ser, nosotros conservamos siempre nuestra personalidad; permanecemos por naturaleza puras criaturas humanas; nuestra unión con Dios mediante la gracia, por muy íntima y estrecha que llegue a ser, no pasa de una unión accidental, no sustancial, pero cuanto más se eclipse nuestra personalidad frente a la Divinidad, en orden a la actividad, tanto más perfecta será esa union.
Si queremos que nada se interponga entre Dios y nosotros, que nada impida nuestra unión con El, que las bendiciones divinas desciendan sobre nuestra alma, no solamente hemos de renunciar al pecado, a la imperfección, sino también despojarnos de nuestra personalidad, en cuanto constituye un obstáculo a la unión perfecta con Dios. Representa un obstáculo cuando nuestro propio juicio, nuestra propia voluntad, nuestro amor propio, nuestras suspicacias, nos hacen pensar y obrar de una manera que no es la del Padre celestial. Creedme, nuestras faltas de flaqueza, nuestras miserias, la esclavitud en que estamos respecto de las cosas humanas, impiden infinitamente menos nuestra unión con Dios, que esa actitud habitual del alma que desea, por decirlo así, guardar en todo la propiedad de su actividad. Debemos, pues, no aniquilar nuestra personalidad -lo cual ni sería posible ni agradable a Dios-, sino hacerla capitular, por decirlo así, de una manera incondicional, ante la divina majestad; debemos ponerla a los pies de Dios y pedirle que sea, por su Espíritu, como lo fue para la humanidad de Cristo, el motor primero de todos nuestros pensamientos, de todos nuestros sentimientos, de todas nuestras palabras, de todas nuestras acciones, de toda nuestra vida [Orígenes, Homil. II, in XV, Mt.].
Cuando un alma llega a despojarse de todo pecado, de todo apego a sí misma y a la criatura; a destruir en ella, en cuanto es posible, todos los móviles puramente naturales y humanos, para entregarse completamente a la acción divina; a vivir en una dependencia absoluta de Dias, de su voluntad, de sus mandamientos, del espíritu del Evangelio, a dirigirlo todo al Padre celestial, entonces puede decir: «Dios me guía» (Sal 22,1); «todo en mí viene de El, estoy entre sus manos». Esa alma ha llegado a la imitación perfecta de Cristo, de tal manera que su vida es la reproducción misma de la vida de Jesucristo: «Vivo yo, mas no yo, porque vive en mí Cristo» (Gál 2,20), Dios la guía y la gobierna, todo en ella se mueve bajo el impulso divino; posee ya la santidad, que no es otra cosa que la imitación la más perfecta posible de Jesucristo en su ser, en su condición de Hijo de Dios, así como en su disposición habitual de consagrar enteramente a su Padre su persona y su actiidad.
No pensemos que sea presunción de nuestra parte querer realizar un ideal tan sublime, no, es el deseo mismo de Dios, es su pensamiento eterno sobre nosotros: «Nos ha predestinado a ser semejantes a la imagen de su Hijo» (Rm 8,29). Cuanto más conformes nos hagamos a su Hijo, más nos amará el Padre, porque entonces estaremos más unidos a El [+San Ambrosio, in Psalm. CXVIII, serm. 22]. Cuando ve un alma completamente transformada en su Hijo, rodéala de una protección especialísima y de los cuidados más atentos de su providencia; cólmala de sus bendiciones, sin poner nunca límites a la comunicación de sus gracias. Este es el secreto de las larguezas de Dios.
¡Oh!, agradezcamos a nuestro Padre celestial el habernos dado a su Hijo Jesucristo como modelo, de manera que no tengamos más que mirarlo, para saber lo que debemos hacer: «Oídle». Cristo nos ha dicho: «Os he dado ejemplo para que hagáis lo que me habéis visto hacer» (Jn 13,15). Nos ha trazado un modelo para que sigamos sus huellas (1Pe 2,21). Es el único camino que hay que seguir: «Yo soy el camino» (Jn 14,6); el que le sigue, no anda en tinieblas, sino que llega a la luz de la vida; he aquí el modelo que nos revela la fe, modelo trascendente y al mismo tiempo accesible: «Mira y reproduce el modelo» (Ex 25,40).
El alma de nuestro Señor contemplaba a toda hora la esencia divina; con la misma mirada veía el ideal que Dios concebía para el género humano y cada una de sus acciones era la expresión de ese ideal. Levantemos, pues, los ojos, pongamos todo nuestro empeño en conocer más y más a Jesucristo, en estudiar su vida en el Evangelio, en seguir sus misterios en el orden admirable establecido por la Iglesia misma en el proceso litúrgico, desde Adviento hasta Pentecostés; abramos los ojos de nuestra fe y vivamos de manera que reproduzcamos en nosotros los rasgos de ese ejemplar y conformemos nuestra existencia con sus palabras y sus actos. Ese modelo es divino y visible, nos muestra a Dios, obrando en medio de nosotros y santificando en su humanidad todas nuestras acciones, aun las más ordinarias, todos nuestros sentimientos, aun los más íntimos, todos nuestros pesares, aun los más profundos. Contemplemos este modelo llenos de fe.- A veces nos vemos tentados de envidiar a los contemporáneos de Jesús que tuvieron la dicha de verle, de seguirle y de oírle. Pero la fe nos le hace ver también presente con una presencia no menos eficaz para nuestras almas. Cristo mismo nos lo dijo: «Bienaventurados los que creen en Mí sin haberme Visto» (Jn 20,29). Y es que quiso darnos a entender que no es menos ventajoso para nosotros permanecer en contacto con Jesús por la fe, que haberle visto corporalmente. Aquel a quien vemos vivir y obrar cuando leemos el Evangelio, o cuando celebramos sus misterios, es el mismo Hijo de Dios. Tratándose de Cristo, todo lo hemos dicho al afirmar: «Tú eres el Hijo de Dios vivo». He aquí el aspecto fundamental del divino modelo de nuestras almas. Contemplémosle, no con una contemplación abstracta, teórica, superficial, fría, sino con una contemplación amorosa, atenta a captar todos sus rasgos, para reproducirlos en nuestra existencia. Contemplemos sobre todo esta disposición radical y primordial de Cristo a vivir todo entero para su Padre, y hagamos que sea la nuestra. Toda su vida puede resumirse en este rasgo único: Todas las virtudes de Cristo son efecto de esa «polarización» de su alma hacia el Padre, y esa orientación no es más que el fruto de la unión inefable, por virtud de la cual, en Jesús, toda su humanidad es arrastrada por el empuje divino que lleva el Hijo hacia su Padre.
Esto es lo que hace propiamente al cristiano; participar primeramente por la gracia santificante de la filiación divina de Cristo, es decir, la imitación de Jesús, en su condición de Hijo de Dios; y después reproducir por nuestras virtudes los rasgos de ese arquetipo único de perfección, esto es, la imitación de Jesús en sus obras.- Todo esto nos lo indica San Pablo al decirnos que debemos «formar a Cristo en nosotros» (Gál 4,19; Ef 4,13); que «debemos revestirnos de Cristo» (Rm 13,14), que debemos «imprimir en nosotros la imagen de Cristo» (1Cor 15,49).
«El cristiano es un nuevo Cristo» [Christianus, alter Christus]. Esta es la definición del cristiano que ha dado, si no en los mismos términos, al menos en una expresión equivalente, la tradición entera.- Un fiel trasunto de Cristo. «Un nuevo Cristo» porque el cristiano es ante todas las cosas, mediante la gracia, hijo del Padre celestial y hermano de Cristo en la tierra, para ser coheredero en el cielo: «Un nuevo Cristo» porque tada su actividad -pensamientos, deseos, acciones- tiene su raíz en esa gracia, para ejercitarse según los deseos, los pensamientos y los sentimientos de Jesús, y en conformidad con sus acciones (Fil 2,5).
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