sábado, 5 de abril de 2014

Evangelio - Domingo V de Cuaresma

† Lectura del santo Evangelio según san Juan 11, 1-45
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo, las hermanas de Lázaro mandaron decir a Jesús:
"Señor, tu amigo está enfermo".
Al oírlo dijo Jesús:
"Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella".
Por eso Jesús, que amaba a Marta, a su hermana María y a Lázaro, al enterarse de que Lázaro estaba enfermo, se detuvo dos días donde se hallaba. Sólo entonces dice a sus discípulos:
"Vamos otra vez a Judea".
Cuando Jesús llegó, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedaba en casa. Y dijo Marta a Jesús:
"Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá".
Jesús le dijo:
"Tu hermano resucitará".
Marta respondió:
"Sé que resucitará en la resurrección del ultimo día".
Jesús le dice:
"Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?"
Ella le contestó:
"Sí, Señor: creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo".
Jesús, muy conmovido, preguntó:
"¿Dónde lo han enterrado?"
Le contestaron:
"Señor, ven a verlo".
Jesús se echó a llorar y los judíos comentaban:
"¡Cómo lo quería!"
Pero algunos dijeron:
"Y uno que le ha abierto los ojos a un ciego, ¿no podía haber impedido que muriera éste?"
Jesús, sollozando de nuevo, llegó a la tumba que era una cueva cubierta con una losa.
Dijo Jesús:
"Quiten la losa".
Marta, la hermana del muerto, le dijo:
"Señor, ya huele mal, porque lleva cuatro días".
Jesús le dijo:
"¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?"
Entonces quitaron la losa. Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo:
"Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea para que crean que Tú me has enviado".
Y dicho esto, gritó con voz potente:
"¡Lázaro, ven afuera!"
Y el muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario.
Jesús les dijo:
"Desátenlo y déjenlo andar".
Y muchos judíos que habían ido a casa de Marta y María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en Él.
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.

† Meditación diaria
Cuaresma. Quinto Domingo
UN CLAMOR DE JUSTICIA

— Anhelo de justicia y de mayor paz en el mundo. Vivir las exigencias de la justicia en nuestra vida personal y en el ámbito donde se desarrolla nuestra vida.
Hazme justicia, oh Dios, defiende mi causa... Tú eres mi Dios y protector1, rezamos en la Antífona de entrada de la Misa.
En gran parte de la humanidad se oye un fuerte clamor por una mayor justicia, por “una paz mejor asegurada en un ambiente de respeto mutuo entre los hombres y entre los pueblos”2. Este deseo de construir un mundo más justo en el que se respete más al hombre, que fue creado por Dios a su imagen y semejanza, es parte muy fundamental del hambre y sed de justicia3 que debe existir en el corazón cristiano.
Toda la predicación de Jesús es una llamada a la justicia (en su plenitud, sin reduccionismos) y a la misericordia. El mismo Señor condena a los fariseos que devoran las casas de las viudas mientras fingen largas oraciones4. Y es el Apóstol Santiago quien dirige este severo reproche a quienes se enriquecen mediante el fraude y la injusticia: vuestra riqueza está podrida (...). El jornal de los obreros que han segado vuestros campos, defraudado por vosotros, clama, y los gritos de los segadores han llegado a oídos del Señor de los ejércitos5.
La Iglesia, fiel a la enseñanza de la Sagrada Escritura, nos urge a que nos unamos a este clamor del mundo y lo convirtamos en una oración que llegue hasta nuestro Padre Dios. A la vez, nos impulsa y nos urge a vivir las exigencias de la justicia en nuestra vida personal, profesional y social, y a salir en defensa de quienes –por ser más débiles– no pueden hacer valer sus derechos. No son propias del cristiano las lamentaciones estériles. El Señor, en lugar de quejas inútiles, quiere que desagraviemos por las injusticias que cada día se cometen en el mundo, y que tratemos de remediar todas las que podamos, empezando por las que están a nuestro alcance, en el ámbito en el que se desarrolla nuestra vida: la madre de familia, en su hogar y con quienes se relaciona; el empresario, en la empresa; el catedrático, en la Universidad...
La solución última para instaurar y promover la justicia a todos los niveles está en el corazón de cada hombre, donde se fraguan todas las injusticias existentes, y donde está la posibilidad de volver rectas todas las relaciones humanas. “El hombre, negando e intentando negar a Dios, su Principio y Fin, altera profundamente su orden y equilibrio interior, el de la sociedad y también el de la creación visible.
“La Escritura considera en conexión con el pecado el conjunto de calamidades que oprimen al hombre en su ser individual y social”6. Por eso no podemos olvidar los cristianos que cuando, mediante nuestro apostolado personal, acercamos a los hombres a Dios, estamos haciendo un mundo más humano y más justo. Además, nuestra fe nos urge a no eludir jamás el compromiso personal en defensa de la justicia, de modo particular en aquellas manifestaciones más relacionadas con los derechos fundamentales de la persona: el derecho a la vida, al trabajo, a la educación, a la buena fama... “Hemos de sostener el derecho de todos los hombres a vivir, a poseer lo necesario para llevar una existencia digna, a trabajar y a descansar, a elegir estado, a formar un hogar, a traer hijos al mundo dentro del matrimonio y poder educarlos, a pasar serenamente el tiempo de la enfermedad o de la vejez, a acceder a la cultura, a asociarse con los demás ciudadanos para alcanzar fines lícitos, y, en primer término, a conocer y amar a Dios con plena libertad”7.
En nuestro ámbito personal, debemos preguntarnos si hacemos con perfección el trabajo por el que cobramos, si pagamos lo debido a las personas que nos prestan un servicio, si ejercitamos responsablemente los derechos y deberes que pueden influir en el modo de configurarse las instituciones en las que nos encontramos, si trabajamos aprovechando el tiempo, si defendemos la buena fama de los demás, si salimos en justa defensa de los más débiles, si acallamos las críticas difamatorias que pueden surgir a nuestro alrededor... Así amamos la justicia.

— Cumplimiento de los deberes profesionales y sociales.
Los deberes profesionales son un lugar excepcional para vivir la virtud de la justicia. El dar a cada uno lo suyo, propio de esta virtud, significa en este caso cumplir lo estipulado. El patrono, el ama de casa con el servicio, el jefe, se obligan a dar la justa retribución a las personas que trabajan a sus órdenes de acuerdo con las leyes civiles justas y con lo que dicta la recta conciencia, que irá en ocasiones más allá de las propias leyes. Por otra parte, los obreros y empleados tienen el deber grave de trabajar responsablemente, con profesionalidad, aprovechando el tiempo. La laboriosidad se presenta así como una manifestación práctica de la justicia. “No creo en la justicia de los holgazanes –decía San Josemaría Escrivá–, porque (...) faltan, y a veces de modo grave, al más fundamental de los principios de la equidad: el del trabajo”8.
El mismo principio se puede aplicar a los estudiantes. Tienen un deber grave de estudiar –es su trabajo– y han contraído una obligación de justicia con la familia y con la sociedad, que les sostiene económicamente, para que se preparen y puedan rendir unos servicios eficaces.
Los deberes profesionales son, por otra parte, el cauce más oportuno con el que ordinariamente contamos para colaborar en la resolución de los problemas sociales y para intervenir en la construcción de un mundo más justo.
El cristiano, en su anhelo de construir este mundo, ha de ser ejemplar en el cumplimiento de las legítimas leyes civiles, porque si son justas son queridas por Dios y constituyen el fundamento de la misma convivencia humana. Como ciudadanos corrientes que son, han de ser ejemplares en el pago de los impuestos justos, necesarios para que la sociedad pueda llegar a donde el individuo personalmente sería ineficaz.
Dad a cada uno lo debido: a quien tributo, tributo; a quien impuestos, impuestos; a quien respeto, respeto; a quien honor, honor9. Y lo hacen –dice el mismo Apóstol–, no solo por temor, sino también a causa de la conciencia10. Así vivieron los cristianos desde el comienzo sus obligaciones sociales, aun en medio de las persecuciones y del paganismo de los poderes públicos. “Como hemos aprendido de Él (Cristo) –escribía San Justino Mártir, a mediados del siglo ii–, nosotros procuramos pagar los tributos y contribuciones, íntegros y con rapidez, a vuestros encargados”11.
Entre los deberes sociales del cristiano, el Concilio Vaticano II recuerda “el derecho y al mismo tiempo el deber (...) de votar para promover el bien común”12. Desentenderse de manifestar la propia opinión en los distintos niveles en los que debemos ejercer estos derechos sociales y cívicos sería una falta contra la justicia, en algunas ocasiones grave, si ese abstencionismo favoreciera candidaturas (ya sea en la configuración de los parlamentos, en la junta de padres de un colegio, en la directiva de un colegio profesional, en los representantes de la empresa...) cuyo ideario es opuesto a los principios de la doctrina cristiana. Con mayor razón, sería una irresponsabilidad, y quizá una grave falta contra la justicia, apoyar organizaciones o personas –del modo que sea– que no respeten en su actuación los fundamentos de la ley natural y de la dignidad humana (aborto, divorcio, libertad de enseñanza, respeto a la familia...).

— Santificar la sociedad desde dentro. Virtudes que amplían y perfeccionan el campo de la justicia.
“El cristiano que quiere vivir su fe en una acción política concebida como servicio, no puede adherirse, sin contradecirse a sí mismo, a sistemas ideológicos que se oponen –radicalmente o en puntos sustanciales– a su fe y a su concepción del hombre. No es lícito, por tanto, favorecer a la ideología marxista, a su materialismo ateo, a su dialéctica de violencia y a la manera como esa ideología entiende la libertad individual de la colectividad, negando al mismo tiempo toda trascendencia al hombre y a su historia personal y colectiva. Tampoco apoya el cristiano la ideología liberal, que cree exaltar la libertad individual sustrayéndola a toda limitación, estimulándola con la búsqueda exclusiva del interés y del poder, y considerando las solidaridades sociales como consecuencias más o menos automáticas de iniciativas individuales, y no ya como fin y motivo primario del valor de la organización social”13.
Hoy nos unimos a ese deseo de una mayor justicia, que es una de las principales características de nuestro tiempo14. Pedimos al Señor una mayor justicia y una mayor paz, pedimos por los gobernantes, como siempre se hizo en la Iglesia15, para que sean promotores de justicia, de paz, de un mayor respeto por la dignidad de la persona. Nosotros, en lo que está de nuestra parte, hacemos el propósito de llevar las exigencias del Evangelio a nuestra propia vida personal, a la familia, al mundo en el que cada día nos movemos y del que participamos.
Junto a lo que pertenece en sentido estricto a la virtud de la justicia, cuidaremos aquellas otras manifestaciones de virtudes naturales y sobrenaturales que la complementan y la enriquecen: la lealtad, la afabilidad, la alegría... Y, sobre todo, la fe, que nos da a conocer el verdadero valor de la persona, y la caridad, que nos lleva a comportarnos con los demás más allá de lo que pediría la estricta justicia, porque vemos en los demás hijos de Dios, al mismo Cristo que nos dice: lo que hicisteis por uno de estos mis hermanos más pequeños, por mí lo hicisteis16.
1 Sal 42, 1. — 2 Pablo VI, Carta Apost. Octogesima Adveniens, 14-V-1971. — 3 Cfr. Mt 5, 6. — 4 Mc 12, 40. — 5 Sant 5, 2-4. — 6 S. C. para la Doctrina de la Fe, Instr. Sobre libertad cristiana y liberación, 22-III-1986, n. 38. — 7 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 171. — 8 Ibídem, 169. — 9 Rom 13, 7. — 10 Cfr. Rom 13, 5. — 11 San Justino, Apología, 1, 7. — 12 Conc. Vat. II, Const. Gaudium et spes, 75. — 13 Pablo VI, Carta Apost. Octogesima adveniens, 14-V-1971. — 14 Cfr. S. C. para la Doctrina de la Fe, loc. cit., 1. — 15 Cfr. 1 Tim 2, 1-2. — 16 Cfr. Mt 25, 40.
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Otro comentario: REDACCIÓN evangeli.net (elaborado a partir de textos de Benedicto XVI) (Città del Vaticano, Vaticano)
Cristo derrumba el muro de la muerte
Hoy escuchamos la “voz de la fe” de labios de Marta, la hermana de Lázaro. Jesús replica: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá”. Esta es la verdadera novedad, que irrumpe y supera toda barrera. Cristo derrumba el muro de la muerte; en Él habita toda la plenitud de Dios, que es vida, vida eterna. Por esto, la muerte no tuvo poder sobre Él; y la resurrección de Lázaro es signo de su dominio total sobre la muerte física, que ante Dios es como un “sueño”. 

Pero hay otra muerte, que costó a Cristo la lucha más dura, incluso el precio de la cruz: se trata de la muerte espiritual, el pecado, que amenaza con arruinar la existencia del hombre. 

—Jesucristo murió para vencer esta muerte, y su resurrección no es el regreso a la vida precedente, sino la apertura de una nueva realidad, una “nueva tierra”, finalmente unida de nuevo con el cielo de Dios.
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Otro comentario:     Jesús amaba a sus amigos

¿Amas tú a tus amigos?, velas por ellos, dándoles buen ejemplo, para que no  muera su buena conciencia.
Si no te preocupas por la salvación de tus amigos, no los amas.
P. Jesús
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Otro comentario:  San Efrén (c. 306-373), diácono en Siria, doctor de la Iglesia 
Diatessaron, 17, 7-10; SC 121 

“Yo soy la resurrección y la vida”

Cuando preguntó: " ¿dónde lo habéis puesto? ", los ojos de nuestro Señor se llenaron de lágrimas. Sus lágrimas fueron como la lluvia, Lázaro como el grano, y el sepulcro como la tierra. Gritó con voz potente, la muerte tembló a su voz, Lázaro brotó como el grano, salió y adoró al Señor que lo había resucitado. Jesús… devolvió la vida a Lázaro y murió en su lugar, porque, antes de sacarlo del sepulcro y sentarse a su mesa, ya había sido sepultado simbólicamente por el aceite con que María ungió su cabeza (Mt 26,7). La fuerza de la muerte que había triunfado después de cuatro días es pisoteada… para que la muerte supiera que al Señor le era fácil vencerla al tercer día…; su promesa es verídica: había prometido que Él mismo resucitaría el tercer día (Mt 16,21)…

El Señor pues le devolvió la alegría a María y a Marta venciendo al infierno para mostrar que Él mismo no sería retenido por la muerte para siempre… Ahora, cada vez que se diga que resucitar al tercer día es imposible, miremos al que resucitó al cuarto día...
"Acércate y quita la piedra". ¿Entonces, el que resucitó a un muerto y le devolvió la vida, no habría podido Él mismo abrir el sepulcro y derribar la piedra? Él que les decía a sus discípulos: "Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a esta montaña: Desplázate, y se desplazaría" (Mt 17,20), no habría podido con una palabra desplazar la piedra que cerraba la entrada del sepulcro? Ciertamente, habría podido también quitar la piedra por su palabra, Él cuya voz, mientras estaba suspendido de la cruz, quebrantó las piedras y el sepulcro (Mt 27,51-52). Pero, porque era amigo de Lázaro, dice: "Abrid, para que el olor de la podredumbre les golpee, y desatádlo, vosotros que lo habéis envuelto en un sudario, para que reconozcáis bien al que habíais sepultado."




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