domingo, 22 de diciembre de 2013

Evangelio - Domingo 4º de Adviento

† Lectura del santo Evangelio según san Mateo 1, 18-24
Gloria a ti, Señor.
Cristo vino al mundo de la siguiente manera: Estando la madre de Jesús desposada con José y, antes de vivir juntos, sucedió que esperaba un hijo, por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era justo, y no quería ponerla en evidencia, pensó dejarla en secreto. Mientras pensaba en estas cosas, un ángel del Señor le dijo en sueños:
"José, hijo de David, no dudes en recibir a María tu esposa, porque ella ha concebido por obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados".
Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que había dicho el Señor por boca del profeta Isaías:
Miren: la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Enmanuel, que significa: Dios con nosotros.
Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor: recibió a su esposa.
Palabra de Dios.
Gloria a ti, Señor Jesús.

† Meditación diaria

Adviento. 22 de diciembre
EL MAGNIFICAT. LA HUMILDAD DE MARÍA

— Humildad de la Virgen. Qué es la humildad.
Portones, ¡alzad los dinteles! Que se alcen las antiguas compuertas, va a entrar el Rey de la gloria1.
La Virgen lleva la alegría por donde pasa: en cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno2, le dice Santa Isabel refiriéndose a Juan el Bautista, que crecía en su vientre. A la alabanza de su prima, la Virgen responde con un bellísimo canto de júbilo. Mi alma glorifica al Señor; y mi espíritu está transportado de gozo en Dios mi Salvador.
En el Magnificat se contiene la razón profunda de toda humildad. María considera que Dios ha puesto sus ojos en la bajeza de su esclava; por eso en Ella ha hecho cosas grandes el Todopoderoso.
En este tono de grandeza y de humildad transcurre toda la vida de Nuestra Señora. «¡Qué humildad, la de mi Madre Santa María! —No la veréis entre las palmas de Jerusalén, ni –fuera de las primicias de Caná– a la hora de los grandes milagros.
»—Pero no huye del desprecio del Gólgota: allí está, “juxta crucem Jesu” — junto a la cruz de Jesús, su Madre»3. No buscó nunca gloria personal alguna.
La virtud de la humildad –que tanto se transparenta en la vida de la Virgen– es la verdad4, es el reconocimiento verdadero de lo que somos y valemos ante Dios y ante los demás; es también el vaciarnos de nosotros mismos y dejar que Dios obre en nosotros con su gracia. «Es rechazo de las apariencias y de la superficialidad; es la expresión de la profundidad del espíritu humano; es condición de su grandeza»5.
La humildad se apoya en la conciencia del puesto que ocupamos frente a Dios y frente a los hombres, y en la sabia moderación de nuestros siempre desmesurados deseos de gloria. Nada tiene que ver esta virtud con la timidez, con la pusilanimidad o la mediocridad.
No se opone a que tengamos conciencia de los talentos recibidos, ni a disfrutarlos plenamente con corazón recto; la humildad descubre que todo lo bueno que existe en nosotros, tanto en el orden de la naturaleza como en el de la gracia, a Dios pertenece, porque de su plenitud hemos recibido todos6. El Señor es toda nuestra grandeza; lo nuestro es deficiencia y flaqueza. Frente a Dios, nos encontramos como deudores que no saben cómo pagar7, y por eso acudimos como Medianera de todas las gracias a María, Madre de misericordia y de ternura, a la que nadie ha recurrido en vano; «abandónate lleno de confianza en su seno materno, pídele que te alcance esta virtud que Ella tanto apreció; no tengas miedo de no ser atendido. María le pedirá para ti a ese Dios que ensalza a los humildes y reduce a la nada a los soberbios, y como María es omnipotente cerca de su Hijo, será con toda seguridad oída»8.
— Fundamento de la caridad. Frutos de la humildad.
La humildad está en el fundamento de todas las virtudes y sin ella ninguna podría desarrollarse. Sin la humildad todo lo demás es «como un montón muy voluminoso de paja que habremos levantado, pero al primer embate de los vientos queda derribado y deshecho. El demonio teme muy poco esas devociones que no están fundadas en la humildad, pues sabe muy bien que podrá echarlas al traste cuando le plazca»9. No es posible la santidad si no hay lucha eficaz por adquirir esta virtud; ni siquiera podría darse una auténtica personalidad humana. El humilde tiene, además, una especial facilidad para la amistad, incluso con gente muy diferente en gustos, edad, etc., que le prepara para todo apostolado personal.
La humildad es, especialmente, fundamento de la caridad. Le da consistencia y la hace posible: «la morada de la caridad es la humildad»10, decía San Agustín. En la medida en que el hombre se olvida de sí mismo, puede preocuparse y atender a los demás. Muchas faltas de caridad han sido provocadas por faltas previas de vanidad, orgullo, egoísmo, deseos de sobresalir, etc. Y estas dos virtudes, humildad y caridad, «son las virtudes madres; las otras las siguen como polluelos a la clueca»11.
El que es humilde no gusta de exhibirse. Sabe bien que no se encuentra en el puesto que ocupa para lucir y recibir consideraciones, sino para servir, para cumplir una misión. No te sientes en el primer puesto..., por el contrario, cuando seas invitado ve a sentarte en el último lugar12. Y si el cristiano se encuentra entre los primeros puestos, ocupando un lugar de preeminencia, sabe que «este motivo de excelencia se lo ha dado Dios para que aproveche a los demás, de donde se sigue que tanto debe agradarle al hombre el testimonio de los demás, cuanto que esto contribuya al bien ajeno»13.
Hemos de estar en nuestro sitio (en conversaciones, familia, etc.), trabajando cara a Dios, y evitar que la ambición nos ofusque. Mucho menos convertir la vida, llevados por la vanidad, en una loca carrera por puestos cada vez más altos, para los que quizá no serviríamos y que más tarde habrían de humillarnos creando en nosotros el profundo malestar de sentir que no estamos en el lugar que nos corresponde y para el que tampoco estábamos dotados. Esto no se opone a la llamada del Señor para hacer rendir al máximo nuestros talentos, con muchos sacrificios a la hora del aprovechamiento del tiempo.
Sí se opone, por el contrario, a la falta de rectitud de intención, síntoma claro de soberbia. La persona humilde sabe estar en su papel, se siente centrada y es feliz en su quehacer. Además, es siempre una ayuda. Conoce sus limitaciones y posibilidades, y no se deja engañar fácilmente por su ambición. Sus cualidades son ayuda, mayor o menor, pero nunca estorbo. Cumple su función dentro del conjunto.
Otra manifestación de humildad es evitar el juicio negativo sobre los demás. El conocimiento de nuestra flaqueza impedirá «un mal pensamiento de nadie, aunque las palabras u obras del interesado den pie para juzgar así razonablemente»14. Veremos a los demás con respeto y comprensión, que llevarán, cuando sea necesario, a hacer la corrección fraterna.
— Caminos para alcanzar esta virtud.
Entre los caminos para llegar a la humildad está, en primer lugar, el desearla ardientemente, valorarla y pedirla al Señor; fomentar la docilidad ante los consejos recibidos en la dirección espiritual, y esforzarse por ponerlos en práctica; recibir con alegría agradecida la corrección fraterna, llena de delicadeza, que nos hacen; aceptar las humillaciones en silencio, por amor al Señor; la obediencia rápida y de corazón; y, sobre todo, la alcanzaremos a través de la caridad, en constantes detalles de servicio alegre a los demás. Jesús es el ejemplo supremo de humildad. Nadie tuvo jamás dignidad comparable a la suya, y nadie sirvió a los hombres con tanta solicitud como Él lo hizo; yo estoy en medio de vosotros como un sirviente15. Imitando al Señor, aceptaremos a los demás como son y pasaremos por alto muchos detalles quizá molestos que, en el fondo, casi siempre carecen de verdadera importancia. La humildad nos dispone y nos ayuda a tener paciencia con los defectos de quienes nos rodean y, también, con los propios. Prestaremos pequeños servicios en la convivencia diaria, sin darles excesiva importancia y sin pedir nada a cambio, y aprenderemos de Jesús y de María a convivir con todos, a saber comprender a los demás, también con sus defectos. Si procuramos ver a los demás como los ve el Señor, será fácil acogerles también como Él los acoge.
Al meditar los pasajes del Evangelio en los que se manifiestan las imperfecciones de los Apóstoles, aprenderemos nosotros a no impacientarnos con las nuestras: el Señor cuenta con ellas, y cuenta con el tiempo, con la gracia, con nuestros deseos de mejorar en esas virtudes o en esa determinada faceta del propio carácter.
Terminaremos este día nuestra oración contemplando a Nuestra Madre Santa María, que alcanzará de su Hijo para nosotros esta virtud que tanto necesitamos. «Mirad a María. Jamás criatura alguna se ha entregado con más humildad a los designios de Dios. La humildad de la ancilla Domini (Lc 1, 38), de la esclava del Señor, es el motivo de que la invoquemos como causa nostrae laetitiae, causa de nuestra alegría (...). María, al confesarse esclava del Señor, es hecha Madre del Verbo divino, y se llena de gozo. Que este júbilo suyo, de Madre buena, se nos pegue a todos nosotros: que salgamos en esto a Ella –a Santa María–, y así nos pareceremos más a Cristo»16.
1 Antífona de entrada, Sal 23, 7. — 2 Lc 1, 44. — 3 San Josemaría Escrivá, Camino, n. 507. — 4 Cfr. Santa Teresa, Moradas sextas, c. 10 b. — 5 Juan Pablo II, Ángelus 4-III-1979. — 6 1 Cor 1, 4. — 7 Cfr. Mt 18, 23-25. — 8 J. Pecci (León XIII), Práctica de la humildad, 56. — 9 Santo Cura de Ars, Sermón sobre la humildad. — 10 San Agustín,Sobre la Virginidad, 51. — 11 San Francisco de Sales, Epistolario, fragm. 17, vol. II, p. 651. — 12 Lc 14, 7 ss. — 13 Santo Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 131. — 14 San Josemaría Escrivá, cfr. Camino, n. 442. — 15 Lc 22, 27. — 16 San Josemaría Escrivá,Amigos de Dios, 109.                                                                                                                                  ___________________________________________________________________________________________
Otro comentario: Rev. D. Pere GRAU i Andreu (Les Planes, Barcelona, España)
Despertado José del sueño, hizo como el Ángel del Señor le había mandado
Hoy, la liturgia de la Palabra nos invita a considerar y admirar la figura de San José, un hombre verdaderamente bueno. De María, la Madre de Dios, se ha dicho que era bendita entre todas las mujeres (cf. Lc 1,42). De José se ha escrito que era justo (cf. Mt 1,19).

Todos debemos a Dios Padre Creador nuestra identidad individual como personas hechas a su imagen y semejanza, con libertad real y radical. Y con la respuesta a esta libertad podemos dar gloria a Dios, como se merece o, también, hacer de nosotros algo no grato a los ojos de Dios.

No dudemos de que José, con su trabajo, con su compromiso en su entorno familiar y social se ganó el “Corazón” del Creador, considerándolo como hombre de confianza en la colaboración en la Redención humana por medio de su Hijo hecho hombre como nosotros.

Aprendamos, pues, de san José su fidelidad —probada ya desde el inicio— y su buen cumplimiento durante el resto de su vida, unida —estrechamente— a Jesús y a María.

Lo hacemos patrón e intercesor para todos los padres, biológicos o no, que en este mundo han de ayudar a sus hijos a dar una respuesta semejante a la de él. Lo hacemos patrón de la Iglesia, como entidad ligada, estrechamente, a su Hijo, y continuamos oyendo las palabras de María cuando encuentra al Niño Jesús que se había “perdido” en el Templo: «Tu padre y yo...» (Lc 2,48).

Con María, por tanto, Madre nuestra, encontramos a José como padre. Santa Teresa de Jesús dejó escrito: «Tomé por abogado y señor al glorioso san José, y encomendéme mucho a él (...). No me acuerdo hasta ahora haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer».

Especialmente padre para aquellos que hemos oído la llamada del Señor a ocupar, por el ministerio sacerdotal, el lugar que nos cede Jesucristo para sacar adelante su Iglesia. —¡San José glorioso!: protege a nuestras familias, protege a nuestras comunidades; protege a todos aquellos que oyen la llamada a la vocación sacerdotal... y que haya muchos.
Otro comentario: REDACCIÓN evangeli.net (elaborado a partir de textos de Benedicto XVI) (Città del Vaticano, Vaticano)
Sólo Dios es "Padre" de Jesús en sentido propio
Hoy, en el relato sucesivo a la concepción de Jesús, Mateo nos dice que José no era el padre de Jesús, y que pensó en repudiar en secreto a María. Fue entonces cuando se le dijo que la criatura que había en ella venía del Espíritu Santo (cf. Mt 1,20). Ello implica un nuevo enfoque a toda la genealogía.

No obstante, la genealogía sigue siendo importante: José es el padre legal de Jesús. Por él pertenece según la Ley, "legalmente", a la estirpe de David. Y, sin embargo, proviene de otra parte, de "allá arriba", de Dios mismo. El misterio del "de dónde", del doble origen, se nos presenta de manera muy concreta: su origen se puede constatar y, sin embargo, es un misterio. Sólo Dios es su "Padre" en sentido propio.

—La genealogía de los hombres tiene su importancia para la historia en el mundo. Y, a pesar de ello, al final es en María —la humilde virgen de Nazaret— donde se produce un nuevo inicio, comienza un nuevo modo de ser persona humana.

Otro comentario: San Aelredo de Rielvaux (1110-1167), monje cisterciense -  Sermón para la Anunciación 

“Se le dará el nombre de Emmanuel”


“Emmanuel, que quiere decir ‘Dios con nosotros’”, ¡Sí, Dios con nosotros! Hasta entonces se había dicho “Dios está por encima de nosotros”, “Dios frente a nosotros”, pero hoy es el “Emmanuel”. Hoy es Dios con nosotros en nuestra naturaleza, con nosotros en su gracia; con nosotros en nuestra debilidad, con nosotros en su bondad; con nosotros en nuestra miseria, con nosotros en su misericordia; con nosotros por amor, con nosotros por lazos de familia; con nosotros por su ternura, con nosotros por su compasión…

¡Dios con nosotros! No le habéis visto vosotros, hijos de Adán, subir al cielo para ser Dios; Dios desciende del cielo para ser Emmanuel, Dios-con-nosotros. ¡Viene a nosotros para ser Emmanuel, Dios-con-nosotros, y nosotros descuidamos de ir a Dios para ser en él! “Oh, vosotros, humanos ¿hasta cuándo ultrajaréis mi honor, amaréis la falsedad y buscaréis el engaño?” (Sl 4,3). Mirad que ha venido la verdad: ¿por qué amáis la falsedad y buscáis el engaño?” Mirad que ha venido la palabra verdadera e inalterable; ¿por qué buscáis el engaño” Aquí tenéis al Emmanuel, aquí tenéis a Dios-con-nosotros.


¿Cómo podía él estar más cerca de mí? Pequeño como yo, débil como yo, desnudo como yo, pobre como yo… en todo se ha hecho semejante a mí, tomando lo que es mío y dando lo que es suyo. Yo yacía muerto, sin voz, sin sentido; ya ni tan sólo poseía la luz de mis ojos. Hoy él ha descendido, este hombre tan grande “este profeta poderoso en obras y palabras” (Lc 24,19). “Ha puesto su rostro sobre mi rostro, su boca sobre mi boca, sus manos sobre mis manos” (2R 4,34) se ha hecho el Emmanuel, ¡Dios-con-nosotros!

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Otro comentario : † Felipe Bacarreza Rodríguez - Obispo de Santa María de Los Ángeles

Dios con nosotros

El IV Domingo de Adviento precede al nacimiento del Hijo de Dios en nuestro mundo y nos prepara a la celebración de ese admirable misterio, que, más que todo otro evento, ha servido para unir a la humanidad durante los últimos veinte siglos de la historia. 

«El origen (génesis) de Jesucristo fue así». Con estas palabras comienza el Evangelio que se proclama este domingo. Estas palabras retoman la frase inicial del Evangelio de Mateo:«Libro del origen de Jesús Cristo, hijo de David, hijo de Abraham» (Mt 1,1). Ese «libro del origen» nos había dejado en suspenso, concluyendo la gran genealogía de José, que tiene como eslabón a David, con estas palabras: «Jacob engendró a José, el esposo de María, de la que nació Jesús, llamado Cristo» (Mt 1,16). Hasta aquí teníamos la información de tres cosas: que Jesús Cristo nació de María, que José es esposo de María y que José no engendró a Jesús. Sigue, entonces, en pie la pregunta: ¿Cuál es el origen de Jesús Cristo? A esta pregunta responde el Evangelio de hoy. 

«Casada su madre, María, con José, antes de estar ellos juntos ellos, se encontró encinta (teniendo en el vientre) del Espíritu Santo». Es claro que el origen de Jesús no es humano. Su madre lo concibió en el vientre sin intervención de varón alguno. Así se lo confirma en sueños el ángel a José: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer: en efecto, lo engendrado en ella es del Espíritu Santo». El Espíritu de Dios intervino para que Jesús fuera concebido en María, su madre. Su origen es, entonces, divino. 

Pero el ángel va a aclarar a José también la identidad de ese niño: «Ella dará a luz un hijo y tú lo llamarás con el nombre de Jesús; en efecto, él salvará a su pueblo de sus pecados». Dios le dio el nombre a este niño y, cuando Dios da el nombre, ese nombre indica su identidad profunda sin error. El nombre de Jesús (Jehoshúa) significa: «Jahweh salvación». Nadie puede salvar del pecado, sino sólo Dios, como lo dice el Salmo 130,8: «Él (Jahweh) redimirá a Israel de todos sus pecados». Este niño es, entonces, Dios mismo encarnado y hecho hombre en el seno de María. 

Por eso el evangelista ve que aquí se está cumpliendo el antiguo signo que el profeta Isaías había anunciado al rey Ajaz (estamos hablando del siglo VII a.C.). Mateo lee la profecía en su versión griega de los LXX: «El Señor mismo les dará un signo: miren, la virgen concebirá (tendrá en el vientre) y dará a luz un hijo y tú lo llamaras con el nombre de Emmanuel» (Is 7,14, LXX). En realidad, todo coincide, excepto el nombre. ¡Es otro nombre! Sí, pero la identidad de quien lo recibe es la misma. «Immanu El» son dos palabras hebreas. Es un nombre que no existía en Israel. Es un nombre creado por Dios para indicar la identidad de ese niño que estaba destinado a ser el signo dado por Dios a su pueblo. Significa: «Dios con nosotros». 

El origen de Jesús es divino y su identidad es divina. Él es Dios; pero Dios en medio de nosotros. Este es el misterio lleno de gozo que celebramos en estos días: Dios se hizo hombre y está con nosotros. ¿Cómo puede estar Dios con nosotros ahora, que Jesús ya ascendió al cielo? Responde el mismo Jesús a este duda con su promesa, que tenemos como frase conclusiva del Evangelio de Mateo: «Miren, yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Lo encontramos vivo y operante en su Iglesia:«Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20). 

Desde que Dios se encarnó y se hizo hombre, Jesucristo es siempre «Dios con nosotros» y lo será hasta el fin del mundo. Esta es nuestra fe y nuestra esperanza. La única tristeza es que no siempre somos «nosotros con Dios», pues sin él nada tiene sentido, nada tiene siquiera existencia, como declara el mismo Jesús: «Separados de mí, no pueden hacer nada» (Jn 15,5). Al contrario, unidos a Jesucristo, lo podemos todo: «Nada puede separarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rom 8,39). Esto es lo que significa para nosotros su nacimiento. Por eso lo celebramos con profunda alegría en estos días. 
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Otro comentario:
Guarda los secretos de familia

San José, ¡qué varón tan virtuoso!, él siempre fue bueno, siempre reflexionó, primero, antes de hablar, antes de propagar cosas de la familia, antes que de sus comentarios pudieran calumniar, juzgar, destruir. Y cuando supo la verdad, por el Ángel, que se lo dijo en sueños, entonces, se dio cuenta de que hizo bien en esperar a tomar la decisión correcta para su esposa, para su vida.

Oh, si vosotros hiciérais esto mismo que hizo San José, otras serían las circunstancias de vuestra vida, porque la virtud de la reflexión, es necesaria para no dañar a quien amas. Tantas cosas no son como crees, tantas cosas no son como las ves, o las presientes, o crees.

San José no sermoneó a la Virgen María, él calló, no dijo nada; ahora, tantos, con la excusa de la corrección fraterna, se pasan el día dando sermones y vigilando los mínimos movimientos de quien tiene a su alcance. Aprended de san José, él, a su prometida, creyéndola infiel, pensó en dejarla, y lo estuvo pensando, no un día, ni dos, sino varios días, para no dañarla, porque la amaba.

Cuando dañas a alguien, es que no lo amas.

Cuando no reflexionas sobre un hecho, es que no amas a la persona que lo ha hecho.

La paz, amigos, la paz, es necesaria, también antes de juzgar.

Pero tampoco vayas al otro extremo, el de aparentar que no ves nada. San José era bueno, pero no era tonto. Así, que si tu prometida no te es fiel, admítelo, no vayas diciendo que ¡sólo fue un beso!... La fidelidad es NADA, no hacer nada con nadie, de lo que es propio del matrimonio, de dos personas que van a vivir juntas toda la vida. Y todos los demás, ¡son extraños!, sólo hay una persona para ti, y tú sólo eres para una persona; sólo son dos, hombre y mujer, quienes componen una sola carne dentro del matrimonio canónico, bendecido por Dios, siendo sacramento, y por lo tanto, SAGRADO.

Amaos, esposos, con el alma y el corazón, con todos los sentidos, y que todos los pensamientos sean de uno para el otro; servíos, cuidaos, ¡amaos!, a vosotros y a vuestros hijos, fruto de este santo amor, que es el que debe llevaros al matrimonio, ¡sólo por amor!, amor uno al otro, y amor a Dios. ¡Primero Dios, después vosotros! Así hizo san José, y todas las cosas le fueron bien en su matrimonio, aunque tuvieron enemigos muy poderosos, que perseguían la vida del Hijo de María, y sufrieron mucho, jamás les faltó el amor de esposos a María y José, y con Jesús formaron la Sagrada Familia. Aprende y comprende, que si vives como ellos vivieron, los enemigos no pueden más que ayudaros a amaros más y haceros más fuertes en medio de la persecución, en medio de los sufrimientos y la precariedad, y siempre pueden venir los reyes y darte la vida, un regalo inesperado, para que, a pesar de los malos, las cosas te vayan bien, como es el deseo de Dios para todos.


P. Jesús


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