DÍA TREINTA (6/DIC)
El Cielo
CONSIDERACIÓN. –
Somos, aquí abajo, nada más que pobres desterrados; gemimos, sufrimos en este
valle de lágrimas; nuestra verdadera patria es el Cielo donde gozaremos de la
presencia de Dios y de una felicidad tal, que nuestras débiles inteligencias no
pueden alcanzar a comprender.
El apóstol San
Pablo, que fue arrebatado al tercer cielo, confiesa su imposibilidad de
contarnos las maravillas de las que ha sido, por un instante, feliz testigo.
“Los ojos no han visto, el oído no ha escuchado y el corazón del hombre no
sabría comprender lo que Dios reserva a aquellos que ama”.
A medida que
avanzamos en edad, el vacío se va haciendo a nuestro alrededor; perdemos a los
seres queridos y dejándonos Dios mucho tiempo sobre la tierra, la tristeza,
consecuencia inevitable de las crueles separaciones, invadirá nuestra alma.
Tendremos sed de
reposo, de calma, de consuelo y de luz.
¡Paciencia! Llegará
el momento en que un día nuevo se levantará sobre nosotros; las puertas de la
Jerusalén celeste se abrirán y contemplaremos a nuestro Dios cara a cara.
Veremos también a María, nuestra Madre bienamada.
Para nosotros, sus
hijos, ¡qué felicidad, qué gloria, rodear su trono, cantar sus alabanzas,
contemplar sus rasgos, oír su voz!
Después, en el
Cielo, volveremos a ver a nuestros padres, a nuestros amigos que nos han
precedido en la Patria y esta beatitud no dejará lugar a ningún deseo; tan
completa será. Nadie podrá arrebatárnosla; los días sucederán a los días, los
años a los años, los siglos a los siglos y la eternidad no hará más que
comenzar.
EJEMPLOS. – San
Agustín había hablado tan frecuentemente a su pueblo de Hipona del reino de los
cielos, que habiéndosele dicho, a este pueblo: “Supongamos que Dios os
prometiera vivir cien años, mil años aun, en la abundancia de todos los bienes
de la tierra, mas a condición de no reinar jamás con Él”... un grito se elevó
en toda la asamblea: ¡que todo perezca y nos quede Dios!
Tales son los
sentimientos que deberían animar a todos los cristianos y nosotros los
encontramos en el alma simple y recta de un pobre obrero que hemos conocido:
Esteban Carrete perdió a su esposa cuando sus hijos se hallaban en la primera
infancia. Después de largos años de penosa labor para educar a su numerosa
familia, llegó a una extrema vejez sin ningún recurso. No podía trabajar más y
sus hijos no lo ayudaban sino en forma insuficiente.
Casi continuamente
enfermo, solo, abandonado, parecía no obstante, verdaderamente feliz, sus
rasgos denotaban calma, alegría y cuando le preguntaban qué necesitaba,
respondía invariablemente:
“Aquí abajo, nada,
pues no deseo más que el Cielo”. Y ese hombre sin instrucción hablaba entonces
de la felicidad que le esperaba después de su muerte, con un ardor, una fe y,
¿por qué no decirlo? , con una elocuencia que sorprendía a las personas que lo
visitaban.
“El Cielo, decía,
es la patria, el gozo de Dios, es allí donde reinaremos durante la eternidad.
Yo, tan pequeño, tan pobre, tan desconocido, entraré pronto en posesión de esa
felicidad, de esa gloria de la cual no podemos siquiera formarnos una idea”.
“¡Oh, cómo Dios es
bueno, repetía frecuentemente, de haber preparado tan magnífica recompensa a
los elegidos!”
PLEGARIA DEL
BIENAVENTURADO LUIS DE GRANADA. – Os suplicamos, ¡oh Madre nuestra! tomarnos
bajo vuestra protección y defender nuestra causa ante el tribunal de vuestro
Hijo bien amado, a fin de que cuando Él juzgue a los vivos y a los muertos,
seamos libertados por vuestra intercesión, de la muerte eterna y colocados a su
diestra, en compañía de aquellos que deben reinar con Él por los siglos de los
siglos. Así sea.
PROPÓSITO. – Me consolaré de las penas y tristezas de
esta vida, con el pensamiento del Cielo.
JACULATORIA. –
María, Puerta del Cielo, rogad por nosotros.
PLEGARIA DE SAN
BERNARDO, PARA TODOS LOS DÍAS. – Acordaos, ¡oh piadosísima Virgen María, que
jamás se ha oído decir que ninguno de aquellos que han acudido a vuestra
protección e implorado vuestro socorro, haya sido abandonado. Animado con tal
confianza, acudo a Vos ¡oh dulce Virgen de las vírgenes! me refugio a vuestros
pies, gimiendo bajo el peso de mis pecados. No despreciéis, ¡oh Madre del
Verbo!, mis humildes plegarias; antes bien, oídlas benignamente y cumplidlas.
Así sea.
JACULATORIA. – Oh
María, sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a Vos.
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