† Lectura del santo Evangelio según san Juan (6, 44-51)
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos:
“Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre, que me ha enviado; y a ése yo lo resucitaré el último día. Está escrito en los profetas:
Todos serán discípulos de Dios.
Todo aquel que escucha al Padre y aprende de él, se acerca a mí. No es que alguien haya visto al Padre, fuera de aquel que procede de Dios. Ese sí ha visto al Padre.
Yo les aseguro: el que cree en mí, tiene vida eterna.
Yo soy el pan de la vida. Sus padres comieron el maná en el desierto y sin embargo, murieron. Este es el pan que ha bajado del cielo para que, quien lo coma, no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre, y el pan que yo les voy a dar es mi carne para que el mundo tenga vida”.
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.
† Meditación diaria
Pascua. 3ª semana. Jueves
EL PAN QUE DA LA VIDA ETERNA
— El anuncio de la Sagrada Eucaristía en la sinagoga de Cafarnaún. El Señor nos pide una fe viva. Himno Adoro te devote.
Yo soy el pan de vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron. Este es el pan que baja del Cielo para que si alguien come de él no muera1. Es el sorprendente y maravilloso anuncio que hizo Jesús en la sinagoga de Cafarnaún, que hoy leemos en el Evangelio de la Misa. Continúa el Señor: Yo soy el pan vivo que ha bajado del Cielo. Si alguno come de este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo2.
Jesús revela el gran misterio de la Sagrada Eucaristía. Sus palabras son de un realismo tan grande que excluyen cualquier otra interpretación. Sin la fe, estas palabras no tienen sentido. Por el contrario, aceptada por la fe la presencia real de Cristo en la Eucaristía, la revelación de Jesús resulta clara e inequívoca, y nos muestra el infinito amor que Dios nos tiene.
Adoro te devote, latens deitas, quae sub his figuris vere latitas: te adoro con devoción, Dios escondido, oculto verdaderamente bajo estas apariencias, decimos con aquel himno a la Sagrada Eucaristía que compuso Santo Tomás y que desde hace siglos fue adoptado por la liturgia de la Iglesia. Es una expresión de fe y de piedad, que puede servirnos para manifestar nuestro amor, porque constituye un resumen de los principales puntos de la doctrina católica sobre este sagrado Misterio.
Te adoro con devoción, Dios escondido..., repetimos en la intimidad de nuestro corazón, despacio, con fe, esperanza y amor. Quienes estaban aquel día en la sinagoga entendieron el sentido propio y realista de las palabras del Señor; de haberlo entendido en un sentido simbólico o figurado no les hubiera causado la extrañeza y confusión que San Juan describe a continuación, y no hubiera sido ocasión de que muchos le dejaran aquel día. Dura es esta enseñanza, ¿quién puede escucharla?3, dicen mientras se marchan. Es dura –sigue siendo dura– para quienes no están bien dispuestos, para quienes no admiten sin sombra alguna que Jesús de Nazaret, Dios, que se hizo hombre, se comunica de este modo a los hombres por amor. Te adoro, Dios escondido, le decimos nosotros en nuestra oración, manifestándole nuestro amor, nuestro agradecimiento y el asentimiento humilde con que le acatamos. Es una actitud imprescindible para acercarnos a este misterio del Amor.
Tibi se cor meum totum subiicit, quia te contemplans totum deficit: a Ti se somete mi corazón por completo y se rinde totalmente al contemplarte. Sentimos necesidad de repetírselo muchas veces al Señor, porque son muchos los incrédulos. También a nosotros, a todos los que queremos seguir al Señor muy de cerca, nos pregunta: ¿También vosotros queréis marcharos?4. Y al ver la desorientación y la confusión en que andan tantos cristianos que se separaron del tronco de la fe, que tienen el alma como adormecida para lo sobrenatural, se reafirma nuestro amor: Tibi se cor meum totum subiicit... Nuestra fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía debe ser muy firme: “creemos que, como el pan y el vino consagrados por el Señor en la Última Cena se convirtieron en su Cuerpo y en su Sangre, que enseguida iban a ser ofrecidos por nosotros en la Cruz, así también el pan y el vino consagrados por el sacerdote se convierten en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo, sentado gloriosamente en el Cielo, y creemos que la presencia misteriosa del Señor, bajo la apariencia de aquellos elementos, que continúan apareciendo a nuestros sentidos de la misma manera que antes, es verdadera, real y substancial”5.
— El Misterio de fe. La transubstanciación.
No se pueden mitigar las palabras del Señor: el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo. “Este es el misterio de nuestra fe”, se proclama inmediatamente después de la Consagración en la Santa Misa. Ha sido y es la piedra de toque de la fe cristiana. Por la transubstanciación, las especies de pan y vino “ya no son el pan ordinario y la ordinaria bebida, sino el signo de una cosa sagrada, signo de un alimento espiritual; pero adquieren un nuevo significado y un nuevo fin en cuanto contienen una “realidad”, que con razón denominamosontológica; porque bajo dichas especies ya no existe lo que había antes, sino una cosa completamente diversa (...), puesto que convertida la sustancia o naturaleza del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, no queda ya nada de pan y de vino, sino las solas especies: bajo ellas Cristo todo entero está presente en su realidad física, aun corporalmente, aunque no del mismo modo como los cuerpos están en un lugar”6.
Nosotros miramos a Jesús presente en el Sagrario, quizá a pocos metros, o se nos va el corazón hacia la iglesia más cercana, y le decimos que sabemos, mediante la fe, que Él está allí presente. Creemos firmemente en la promesa que hizo en Cafarnaún y que realizó poco tiempo después en el Cenáculo: Credo quidquid dixit Dei Filius: nihil hoc verbo veritatis verius: creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios: nada es más verdadero que esta palabra de verdad.
Nuestra fe y nuestro amor se deben poner particularmente de manifiesto en el momento de la Comunión. Recibimos a Jesucristo, Pan vivo que ha bajado del Cielo, el alimento absolutamente necesario para llegar a la meta.
En la Sagrada Comunión se nos entrega el mismo Cristo, perfecto Dios y perfecto Hombre; misteriosamente escondido, pero deseoso de comunicarnos la vida divina. Cuando le recibimos en este Sacramento, su Divinidad actúa en nuestra alma, mediante su Humanidad gloriosa, con una intensidad mayor que cuando estuvo aquí en la tierra. Ninguno de aquellos que fueron curados: Bartimeo, el paralítico de Cafarnaún, los leprosos... estuvo tan cerca de Cristo –del mismo Cristo– como lo estamos nosotros en cada Comunión. Los efectos que produce este Pan vivo, Jesús, en nuestra alma son incontables y de una riqueza infinita. La Iglesia lo sintetiza en estas palabras: “todo el efecto que la comida y la bebida material obran en cuanto a la vida del cuerpo, sustentando, reparando y deleitando, eso lo realiza este sacramento en cuanto a la vida espiritual”7.
Oculto bajo las especies sacramentales, Jesús nos espera. Se ha quedado para que le recibamos, para fortalecernos en el amor. Examinemos hoy cómo es nuestra fe; ante tantos abandonos, veamos cómo es nuestro amor, cómo preparamos cada Comunión. Le decimos con Pedro: hemos conocido y creído que Tú eres el Cristo8. Tú eres nuestro Redentor, la razón de nuestro vivir.
— Los efectos de la Comunión en el alma: sustenta, repara y deleita.
La Comunión sustenta la vida del alma de modo semejante a como el alimento corporal sustenta al cuerpo. La recepción de la Sagrada Eucaristía mantiene al cristiano en gracia de Dios, pues el alma recupera las fuerzas del continuo desgaste que sufre debido a las heridas que permanecen en ella por el pecado original y los propios pecados personales. Mantiene la vida de Dios en el alma, librándola de la tibieza; y ayuda a evitar el pecado mortal y a luchar eficazmente contra los pecados veniales.
La Sagrada Eucaristía aumenta también la vida sobrenatural, la hace crecer y desarrollarse. Y a la vez que sacia espiritualmente, da al alma más deseos de los bienes eternos: el que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá nunca sed9. “La comida material primero se convierte en el que la come y, en consecuencia, restaura sus pérdidas y acrecienta sus fuerzas vitales. La comida espiritual, en cambio, convierte en sí al que la come, y así el efecto propio de este sacramento es la conversión del hombre en Cristo, para que no viva él sino Cristo en él y, en consecuencia, tiene el doble efecto de restaurar las pérdidas espirituales causadas por los pecados y deficiencias, y de aumentar las fuerzas de las virtudes”10.
Por último, la gracia que recibimos en cada Comunión deleita a quien comulga bien dispuesto. Nada se puede comparar a la alegría de la Sagrada Eucaristía, a la amistad y cercanía de Jesús, presente en nosotros. “Jesucristo, durante su vida mortal, no pasó jamás por lugar alguno sin derramar sus bendiciones en abundancia, de lo cual deduciremos cuán grandes y preciosos deben ser los dones de que participan quienes tienen la dicha de recibirle en la Sagrada Comunión; o mejor dicho, que toda nuestra felicidad en este mundo consiste en recibir a Jesucristo en la Sagrada Comunión”11.
La Comunión es “el remedio de nuestra necesidad cotidiana”12, “medicina de la inmortalidad, antídoto contra la muerte y alimento para vivir por siempre en Jesucristo”13. Concede al alma la paz y la alegría de Cristo, y es verdaderamente “un anticipo de la bienaventuranza eterna”14.
Entre todos los ejercicios y prácticas de piedad, ninguno hay cuya eficacia santificadora pueda compararse a la digna recepción de este sacramento. En él no solamente recibimos la gracia, sino el Manantial y la Fuente misma de donde brota. Todos los sacramentos se ordenan a la Sagrada Eucaristía y la tienen como centro15.
Oculto bajo los accidentes de pan, Jesús desea que nos acerquemos con frecuencia a recibirle: el banquete, nos dice, está preparado16. Son muchos los ausentes y Jesús nos espera, a la vez que nos envía a anunciar a otros que también a ellos les aguarda en el Sagrario.
Si se lo pedimos, la Santísima Virgen nos ayudará a ir a la Comunión mejor dispuestos cada día.
1 Jn 6, 48-50. — 2 Jn 6, 51. — 3 Jn 6, 60. — 4 Cfr. Jn 6, 67. — 5 Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, 24. — 6 Pablo VI, Enc. Mysterium fidei, 3-lX-1965. — 7 Conc. de Florencia, Bula Exultate Deo: Dz 1322-698. — 8 Jn 6, 70. — 9 Jn 6, 35. — 10 Santo Tomás, Coment. al libro IV de las Sentencias, d. 12, q. 2, a. 11. — 11 Santo Cura de Ars, Sermón sobre la Comunión. — 12 San Ambrosio, Sobre los misterios, 4. — 13 San Ignacio de Antioquía, Epístola a los efesios, 20. — 14 Cfr. Jn 6, 58; Dz 875. — 15 Cfr. Santo Tomás, Suma Teológica, 3, q. 65, a. 3. — 16 Cfr. Lc 14, 15 ss.
Otro comentario:
Leer el comentario del Evangelio por :
Santa Teresa de Ávila (1515-1582), carmelita descalza, doctora de la Iglesia
Camino de Perfección, cap. 33-34
«Este es el pan, que ha bajado del cielo, el que lo coma no morirá "
Otro comentario:
Otro comentario:
Leer el comentario del Evangelio por :
Santa Teresa de Ávila (1515-1582), carmelita descalza, doctora de la Iglesia
Camino de Perfección, cap. 33-34
Pues, visto el buen Jesús la necesidad, buscó un medio admirable
adonde nos mostró el extremo de amor que nos tiene, y en su nombre y
en el de sus hermanos, pidió esta petición: El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy, Señor. Por ser nosotros tales y tan inclinados a cosas bajas y de tan poco amor y ánimo, que era menester ver el suyo para despertarnos, y no una vez, sino cada día, que aquí se debía de determinar de quedarse con nosotros...
He mirado yo cómo en esta petición sola duplica las palabras,
porque dice primero y pide que le deis este pan cada día, y torna a
decir dádnoslo hoy, Señor. Pone también delante a su Padre. Es como
decirle que ya una vez nos le dio para que muriese por nosotros, que ya
nuestro es; que no nos le torne a quitar hasta que se acabe el mundo; que le deje servir cada día. Pues en esta petición, de cada día parece que «para siempre».
Estando yo pensando por qué, después de haber dicho el Señor: cada
día, tornó a decir: dánoslo hoy, ser nuestro cada día, me parece a mí,
porque acá le poseemos en la tierra y le poseeremos también en el cielo, si nos aprovechamos bien de su compañía; El decir hoy me parece es para un día, que es mientras durare el mundo, no más. ¡Y bien un día!
Y así le dice su Hijo que, pues no es más de un día, se le
deje ya pasar en servidumbre; que pues Su Majestad ya nos le dio y
envió al mundo por sola su voluntad, que Él quiere ahora por la suya
propia no desampararnos, sino estarse aquí con nosotros para más
gloria de sus amigos y pena de sus enemigos. Que no pide más de hoy,
ahora nuevamente; que el habernos dado este pan sacratísimo para
siempre, cierto lo tenemos. Su Majestad nos le dio, como he dicho, este
mantenimiento y maná de la Humanidad, que le hallamos como queremos, y que, si no es por nuestra culpa, no moriremos de hambre.
adonde nos mostró el extremo de amor que nos tiene, y en su nombre y
en el de sus hermanos, pidió esta petición: El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy, Señor. Por ser nosotros tales y tan inclinados a cosas bajas y de tan poco amor y ánimo, que era menester ver el suyo para despertarnos, y no una vez, sino cada día, que aquí se debía de determinar de quedarse con nosotros...
He mirado yo cómo en esta petición sola duplica las palabras,
porque dice primero y pide que le deis este pan cada día, y torna a
decir dádnoslo hoy, Señor. Pone también delante a su Padre. Es como
decirle que ya una vez nos le dio para que muriese por nosotros, que ya
nuestro es; que no nos le torne a quitar hasta que se acabe el mundo; que le deje servir cada día. Pues en esta petición, de cada día parece que «para siempre».
Estando yo pensando por qué, después de haber dicho el Señor: cada
día, tornó a decir: dánoslo hoy, ser nuestro cada día, me parece a mí,
porque acá le poseemos en la tierra y le poseeremos también en el cielo, si nos aprovechamos bien de su compañía; El decir hoy me parece es para un día, que es mientras durare el mundo, no más. ¡Y bien un día!
Y así le dice su Hijo que, pues no es más de un día, se le
deje ya pasar en servidumbre; que pues Su Majestad ya nos le dio y
envió al mundo por sola su voluntad, que Él quiere ahora por la suya
propia no desampararnos, sino estarse aquí con nosotros para más
gloria de sus amigos y pena de sus enemigos. Que no pide más de hoy,
ahora nuevamente; que el habernos dado este pan sacratísimo para
siempre, cierto lo tenemos. Su Majestad nos le dio, como he dicho, este
mantenimiento y maná de la Humanidad, que le hallamos como queremos, y que, si no es por nuestra culpa, no moriremos de hambre.
Otro comentario:
Comentario: Rev. D. Pere MONTAGUT i Piquet (Barcelona, España)
«Yo soy el pan
vivo, bajado del cielo»
Hoy
cantamos al Señor de quien nos viene la gloria y el triunfo. El Resucitado se
presenta a su Iglesia con aquel «Yo soy el que soy» que lo identifica como
fuente de salvación: «Yo soy el pan de la vida» (Jn 6,48). En acción de
gracias, la comunidad reunida en torno al Viviente lo conoce amorosamente y
acepta la instrucción de Dios, reconocida ahora como la enseñanza del Padre.
Cristo, inmortal y glorioso, vuelve a recordarnos que el Padre es el auténtico
protagonista de todo. Los que le escuchan y creen viven en comunión con el que
viene de Dios, con el único que le ha visto y, así, la fe es comienzo de la
vida eterna.
El pan vivo es Jesús. No es un alimento que asimilemos a nosotros, sino que nos asimila. Él nos hace tener hambre de Dios, sed de escuchar su Palabra que es gozo y alegría del corazón. La Eucaristía es anticipación de la gloria celestial: «Partimos un mismo pan, que es remedio de inmortalidad, antídoto para no morir, para vivir por siempre en Jesucristo» (San Ignacio de Antioquía). La comunión con la carne del Cristo resucitado nos ha de acostumbrar a todo aquello que baja del cielo, es decir, a pedir, a recibir y asumir nuestra verdadera condición: estamos hechos para Dios y sólo Él sacia plenamente nuestro espíritu.
Pero este pan vivo no sólo nos hará vivir un día más allá de la muerte física, sino que nos es dado ahora «por la vida del mundo» (Jn 6,51). El designio del Padre, que no nos ha creado para morir, está ligado a la fe y al amor. Quiere una respuesta actual, libre y personal, a su iniciativa. Cada vez que comemos de este pan, ¡adentrémonos en el Amor mismo! Ya no vivimos para nosotros mismos, ya no vivimos en el error. El mundo todavía es precioso porque hay quien continúa amándolo hasta el extremo, porque hay un Sacrificio del cual se benefician hasta los que lo ignoran.
El pan vivo es Jesús. No es un alimento que asimilemos a nosotros, sino que nos asimila. Él nos hace tener hambre de Dios, sed de escuchar su Palabra que es gozo y alegría del corazón. La Eucaristía es anticipación de la gloria celestial: «Partimos un mismo pan, que es remedio de inmortalidad, antídoto para no morir, para vivir por siempre en Jesucristo» (San Ignacio de Antioquía). La comunión con la carne del Cristo resucitado nos ha de acostumbrar a todo aquello que baja del cielo, es decir, a pedir, a recibir y asumir nuestra verdadera condición: estamos hechos para Dios y sólo Él sacia plenamente nuestro espíritu.
Pero este pan vivo no sólo nos hará vivir un día más allá de la muerte física, sino que nos es dado ahora «por la vida del mundo» (Jn 6,51). El designio del Padre, que no nos ha creado para morir, está ligado a la fe y al amor. Quiere una respuesta actual, libre y personal, a su iniciativa. Cada vez que comemos de este pan, ¡adentrémonos en el Amor mismo! Ya no vivimos para nosotros mismos, ya no vivimos en el error. El mundo todavía es precioso porque hay quien continúa amándolo hasta el extremo, porque hay un Sacrificio del cual se benefician hasta los que lo ignoran.
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