Si bien al hablar del sacrificio de la Misa el Catecismo dice que "la Eucaristía es un sacrificio porque representa (=hace presente) el sacrificio de la cruz, porque es su memorial y aplica su fruto" (C.E.C. 1366), algo semejante puede decirse de la Eucaristía como sacramento, pues Cristo que está en Ella resucitado, está en actitud oferente, en permanente ofrenda al Padre por nosotros.
La cumbre del culto a Dios es el Sacrificio de la Cruz que se renueva cada día en nuestros altares, pero como la permanencia de Cristo en las especies sacramentales hace referencia directa al Sacrificio eucarístico, bien puede decirse que los fines de la Misa se prolongan en el Sacramento: la adoración, impetración de perdón, la petición y la acción de gracias. Cristo Sacerdote permanece en la Eucaristía como mediador para que nuestro culto sea agradable al Padre. La adoración eucarística es adoración a Cristo, verdadero Dios. Pero también es adoración al Padre a través de nuestro mediador que es Él: "La Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, participa en la ofrenda de su Cabeza. Con él, ella se ofrece totalmente. Se une a su intercesión ante el Padre por todos los hombres. En la Eucaristía, el sacrificio de Cristo es también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo. El sacrificio de Cristo presente sobre el altar da a todas a las generaciones de cristianos la posibilidad de unirse a su ofrenda" (C.E.C. 1368). He aquí el sacerdocio común de todos los fieles, que por estar bautizados pueden dar culto agradable a Dios, y unidos a Cristo oferente en la Eucaristía (en el sacrificio de la Misa primordialmente) pueden participar del sacerdocio de Cristo, ofreciéndose ellos mismos y todas sus actividades en una total disponibilidad al Padre. El Sacramento de la Eucaristía, como prolongación del Sacrificio del Altar, es donde el cristiano puede -por Cristo, con Él y en Él- rendir el culto más excelso: adorar, dar gracias, pedir bienes y pedir perdón. "La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento del amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las faltas graves y delitos del mundo. No cese nunca nuestra adoración" (Juan Pablo II, Carta Dominicae Cenae, 3). Aunque la oración ante la Eucaristía no se sitúa en el ámbito de la liturgia sacramental, sino en el de la oración cristiana, sin embargo está en íntima relación con ella, ya que la presencia de Cristo en el pan consagrado es consecuencia del Memorial celebrado (de la Misa). Porque el Cuerpo y la Sangre de Cristo se hacen presentes en la celebración eucarística, puede ser adorada la eucaristía al permanecer las especies sacramentales. Por eso no sólo en la celebración litúrgica, sino también fuera de la misa la eucaristía conserva su profundo sentido sacrificial, pascual y de comunión: "La exposición de la santísima Eucaristía, sea en el copón, sea en la custodia, lleva a los fieles a reconocer en ella la maravillosa presencia de Cristo y les invita a la comunión de corazón con él. Así fomenta muy bien el culto en espíritu y en verdad que le es debido" (Eucharisticum mysterium, 60). Esa comunicación con Cristo presente y cercano hace que se vayan imprimiendo en nosotros sus mismos sentimientos. La oración ante la Eucaristía se alimentará con las palabras del mismo Jesús en su evangelio, pero la sola meditación de su presencia eucarística mueve al orante en su actitud de acogida y escucha a advertir lo que Él quiere decirnos en su presencia silenciosa: la humildad, la generosidad, la pureza, la caridad..., y que el pan está allí para ser comido, y que ese pan que se entrega por muchos es signo de la comunión entre los cristianos. |
Jesús fue a la vez e inseparablemente el contemplativo del Padre y el que tanto trabajaba en servicio de los demás que no tenía tiempo ni para comer. Por eso, aunque en la Iglesia haya diversos carismas y se distinga entre almas contemplativas y las que se dedican a la acción evangelizadora, en realidad no debe de haber una contraposición radical, pues todos hemos de cultivar esas dos proyecciones.
Es una riqueza inmensa para todos la adoración de la Hostia expuesta en los conventos de clausura durante largos ratos, incluso de modo permanente. Sin embargo, esa personas, deben de tener presente a los que se desviven en su compromiso de acción, y en la medida en que puedan, ellas mismas han de sentir la urgencia de evangelizar. Sirva de ejemplo Santa Teresita de Lisieux, que sin haber salido nunca del convento, es sin embargo patrona de las misiones.
Asimismo, quienes se dedican a los enfermos, a la enseñanza, o desarrollan sus deberes profesionales y familiares, no deben dejar de tener un tiempo dedicado a la oración, y concretamente a la adoración a Jesús Sacramentado, de donde sacarán su fuerza, y donde, al reavivar la presencia de Cristo, se reavivará la presencia de los otros Cristos, los hombres.
Por tanto, sea cual sea el carisma de una institución dentro de la Iglesia, y aunque sea mucho el trabajo -la acción- que el cristiano tenga que desarrollar, nunca ha de faltar un tiempo dedicado a la adoración a Cristo, como medio importantísimo por donde Dios nos concederá la profundidad en la oración, la eficacia de nuestra labor y el verdadero sentido de la solidaridad.
Unas palabras de la Madre Teresa de Calcuta pronunciadas en el Congreso Eucarístico de Nairobi (1985) pueden servir de testimonio elocuente: «Si de verdad aspiramos a crecer en el amor, hemos de volver a la Eucaristía y a la adoración. Hasta 1973 teníamos en nuestro instituto media hora semanal de adoración al Santísimo. Pero entonces, con motivo del Capítulo General, decidimos por unanimidad fijar una hora diaria de adoración. Tenemos mucho que hacer, como es bien sabido, porque nuestros hogares para enfermos, leprosos y niños abandonados están en todas partes a plena ocupación. Sin embargo, nos mantenemos fieles a nuestra hora diaria de adoración. Pues bien: desde que introdujimos este cambio de la hora diaria de adoración, nuestro amor por Jesús es más íntimo, es más comprensivo nuestro amor recíproco, reina una mayor felicidad entre nosotras, amamos más a nuestros pobres. Y, lo que es más sorprendente, se ha doblado el número de vocaciones».
En su despedida entrañable en el Cenáculo, Jesús expresó un deseo que conviene que no olvidemos nunca: Cuando me vaya y os haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os llevaré conmigo, para que donde yo estoy, estéis también vosotros (Jn 14,3). Jesús se fue al cielo el día de su Ascensión, pero quiso quedarse en la tierra en la Eucaristía. Él quiere que lleguemos a estar con Él en ese lugar reservado en el cielo, pero indudablemente desea que estemos ya juntos en este lugar en la tierra que es la Eucaristía: que donde Él está, estemos también nosotros.
Con esto nos demostraba, una vez más, que es el gran solidario con los hombres. Si de verdad creemos que está presente en la Eucaristía, nos daremos cuenta que Él es nuestro primer prójimo, y estaremos a su vera -sin prisa, que sea lo primero de todo- adorándole, acompañándole. Él, que no se deja ganar en generosidad, solucionará todos nuestros pesares y necesidades; y sobre todo nos concederá aquello que más necesitamos y que sólo Dios puede dar: la Fe, la Esperanza y la Caridad.
Continúa.....
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