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"Yendo ellos de camino, entró en un pueblo; y una mujer, llamada Marta,
    lo recibió en su casa. Tenía ella una hermana llamada María, que, sentada a
    los pies del Señor, escuchaba su Palabra, mientras Marta estaba atareada en
    muchos quehaceres. Acercándose dijo: “Señor, ¿no te importa que mi hermana
    me deje sola en el trabajo? Dile que me ayude”. Le respondió el Señor:
    “Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad
    de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la parte buena, que no le
    será quitada”. (Lucas 10, 38-42). 
     
    Al hablar de la adoración eucarística, se podría utilizar aquella frase del
    evangelio de San Juan: “El Maestro está ahí y te llama” (Juan 11, 28). Es
    algo que le dice Marta a María en un momento muy difícil para ellas pues
    acababan de perder a su hermano Lázaro. Enmedio de ese dolor, las dos ven
    en Jesús al único consuelo, y Marta, después de hablar con Jesús, hacer un
    acto de fe (Cf Juan 11, 27) y salir reconfortada, quiere que su hermana
    comparta la alegría y la paz que le ha dejado su conversación con el
    Maestro. Nosotros podemos decir lo mismo: “El Maestro está en la Eucaristía
    y desde ahí nos llama”. Jesucristo está realmente presente en la Eucaristía
    como alimento y apoyo en nuestro peregrinar hacia el Padre. Él es también
    nuestro único consuelo en muchos momentos de nuestra vida y también nos
    pide un acto de fe para reconocerlo en el pan que se expone a nuestra
    vista. Si con sinceridad lo buscamos a Él por encima de todo, podemos decir
    que también hemos elegido la mejor parte, que nunca nos será quitada. 
     
    La Adoración Eucarística se considera unida siempre a la Santa Misa, como
    prolongación de ella, y constituye una de las formas de culto más
    importantes de la vida de la Iglesia; incluso hay congregaciones religiosas
    que se dedican exclusivamente a la adoración eucarística perpetua, mujeres
    que consagran toda su vida a orar ante Jesús Sacramentado. Desde el inicio
    de la historia de la Iglesia, había una conciencia clara de la presencia de
    Cristo en las especies eucarísticas, pero fue desde el siglo XI cuando
    comenzó la adoración eucarística tal y como la vivimos hoy en nuestras
    comunidades. En 1264, Urbano IV, con la bula Transiturus,
    extendió a todo el mundo la fiesta del “Corpus Christi”. En 1279, en
    Colonia, Alemania, se celebró la primera procesión eucarística. Los
    primeros datos que tenemos de la exposición de la Eucaristía en un
    ostensorio aparecen en el relato de la vida de Santa Dorotea (1394), pero
    parece que ya para entonces era una costumbre bastante extendida en la
    Iglesia. A finales del siglo XVII, la devoción al Sagrado Corazón,
    promovida por San Juan Eudes (1680) y Santa Margarita María Alacoque
    (1690), desarrolló mucho el culto a la Eucaristía con la comunión de los
    nueve primeros meses precedida de la “Hora santa”, que consistía en una
    hora de adoración ante Jesucristo Eucaristía. Santa Margarita María
    Alacoque escuchó aquella frase del Corazón de Jesús: “Al menos tú, ámame”,
    que es un llamado a no dejar solo a Jesucristo, presente en la Sagrada
    Hostia y a corresponder a su amor con nuestra vida cotidiana. 
     
    Si Cristo está realmente presente en la Iglesia de modo permanente en las
    Sagradas Especies, es deber de los cristianos rendirle un culto de
    adoración y agradecerle el inmenso beneficio de su don (Cf Concilio de
    Trento, Dz 878 y 888). Por eso, la Iglesia, en su disciplina, establece que
    la Eucaristía se custodie en el lugar más noble del templo, en aquel que
    atraiga más rápidamente la atención de los que entran en la iglesia, y en
    el más cómodo para la veneración y el culto eucarístico porque se debe
    hacer todo lo posible para facilitar a los fieles la devoción y las visitas
    al Santísimo Sacramento (Cf Pio XII a los congresistas de Asís,
    22-IX-1956). “El sagrario en el que se reserva la Santísima Eucaristía ha
    de estar colocado en una parte de la iglesia u oratorio verdaderamente
    noble, destacada, convenientemente adornada y apropiada para la oración”
    (Código de Derecho Canónico 938). 
     
    La Eucaristía debe ser el punto de referencia de la mente y el corazón de
    todos los cristianos, el lugar de encuentro con Cristo y con los demás
    hermanos, la fuente de la caridad y el fundamento de la unidad de la
    Iglesia. 
     
    El sacramento más augusto, en el que se contiene, se ofrece y se recibe
    al mismo Cristo Nuestro Señor, es la santísima Eucaristía, por la que la
    Iglesia vive y crece continuamente. El Sacrificio Eucarístico, memorial de
    la muerte y resurrección del Señor, en el cual se perpetúa a lo largo de
    los siglos el Sacrificio de la cruz, es el culmen y la fuente de todo el
    culto y de toda la vida cristiana, por el que se significa y realiza la
    unidad del pueblo de Dios y se lleva a término la edificación del cuerpo de
    Cristo. Así, pues, los demás sacramentos y todas las obras eclesiásticas de
    apostolado se unen estrechamente a la santísima Eucaristía y a ella se
    ordenan. 
    Tributen los fieles la máxima veneración a la santísima Eucaristía, tomando
    parte activa en la celebración del Sacrificio augustísimo, recibiendo este
    sacramento frecuentemente y con mucha devoción, y dándole culto con suma
    adoración; los pastores de almas, al exponer la doctrina sobre este
    sacramento, inculquen diligentemente a los fieles esta obligación.
    (Código de Derecho Canónico de 1983, 897 y 898). 
     
    La adoración eucarística es un momento de intimidad, de confianza, de
    amistad con Jesucristo, el Redentor, el Amigo, el Hermano, el Compañero en
    nuestro peregrinar hacia la vida eterna. En estos ratos de oración ante
    Jesucristo presente en las Sagradas Especies, es necesario actuar
    interiormente la fe en la presencia real de Cristo en el Santísimo
    Sacramento de la Eucaristía, la esperanza, la caridad, darse cuenta de que
    su presencia ahí, en el pan, es un gesto de amor personal a cada hombre, a
    ti. El Maestro está presente y te llama. Es el instante oportuno para
    renovar los propósitos de santidad y de respuesta generosa al amor de Dios.
    La adoración a Cristo es también acompañarlo con sentimientos de reparación
    por los propios pecados y por los de todos los hombres y hacer nuestros los
    sentimientos más profundos de Jesús. 
     
    Ir al Sagrario, asistir a la adoración eucarística solemne o visitar los
    “monumentos” durante la Semana Santa, es ir a dialogar cordialmente con
    Cristo, desde lo más profundo del corazón. Es hacer un acto de presencia
    ante el Redentor, poner en sus manos los esfuerzos y la voluntad de
    corresponder a su gracia para buscar la santidad. Es aprender las lecciones
    que nos da Jesucristo desde el Sacramento de la Eucaristía, su humildad, su
    generosidad en la entrega. De esos contactos con Jesucristo en la
    Eucaristía deben brotar la gratitud, el aliento en la lucha de cada día (Cf
    Job 7, 1), la confianza y la alegría de estar con Él, el deseo de imitarlo
    en la aceptación de la voluntad del Padre y en su entrega a la salvación de
    los demás. Por ello, este tipo de visitas no pueden convertirse en un acto
    rutinario, frío y desprovisto de sentido, que ni siquiera toque la
    periferia de nuestras vidas. 
     
    La adoración eucarística puede ser también solemne, cuando se expone la
    Sagrada Hostia en el ostensorio. Este acto de culto se puede hacer en
    cualquier templo en el que se conserve la Eucaristía. Lo hace el diácono o
    el sacerdote que toman la Sagrada Forma del Sagrario y la colocan en un
    ostensorio desde el cual puedan verla los fieles. Se presenta a la
    adoración de los presentes durante un tiempo considerable en el que se
    puede tener un rato de oración en silencio o una lectura bíblica con explicación,
    cantos eucarísticos u oraciones por diversas necesidades. Al final, el
    obispo, el sacerdote o el diácono imparten la bendición con el Santísimo
    Sacramento; sin embargo, no está permitida la exposición que se hace sólo
    para dar la bendición eucarística. 
     
    En los grupos de nuestra arquidiócesis, donde se hace adoración eucarística
    frecuente, busquen convertir esos encuentros en un momento de oración por
    toda la Iglesia. Hagan una fervorosa oración de súplica al Padre, Dios
    Omnipotente, unidos a Jesucristo, por la Iglesia, por el Papa, por los
    Obispos y los sacerdotes, por las vocaciones sacerdotales, por la salvación
    de los hombres y por todos los hermanos que sufren persecución,
    encarcelamiento, pobreza, enfermedades, penas morales. Arranquen con su
    oración la misericordia de Dios Omnipotente. Mediten el Evangelio ante el
    Santísimo Sacramento, expresen en sus oraciones públicas los sentimientos
    de fe en Jesucristo, Hijo de Dios vivo y Salvador de los
    hombres (Cf Juan 3, 17); de esperanza en Él pidiéndole su
    ayuda de Amigo fiel y Dios Todopoderoso, que todo lo alcanza; y deamor a
    Jesucristo por ser quien es y por los dones que nos ha entrega-do: la
    creación, la redención, la vocación al amor. Fomenten mucho estos grupos de
    adoración que son siempre una abundante fuente de crecimiento espiritual y
    de frutos para la Iglesia. 
     
    Si nuestras obligaciones nos impiden asistir al Sagrario y encontrarnos con
    Jesucristo en la Eucaristía, podemos mantener la unión con Él a través de
    las “comuniones espirituales”. Las comuniones espirituales son momentos de
    unión con Cristo presente en el Sagrario hechas en cualquier circunstancia
    y siempre con el deseo de recibirlo sacramentalmente. Son actos de amor
    sencillos que ayudan a dar a cada instante del día un sentido sobrenatural
    y a vivir las cosas más cotidianas muy unido al amor de Dios. 
    La Iglesia vive de la Eucaristía, vive de la plenitud de este
    Sacramento, cuyo maravilloso contenido y significado han encontrado a
    menudo su expresión en el Magisterio de la Iglesia, desde los tiempos más
    remotos hasta nuestros días. Sin embargo, podemos decir con certeza que
    esta enseñanza -sostenida por la agudeza de los teólogos, por los hombres
    de fe profunda y de oración por los ascetas y místicos, en toda su
    fidelidad al misterio eucarístico queda casi sobre el umbral, siendo
    incapaz de alcanzar y de traducir en palabras lo que es la Eucaristía en
    toda su plenitud, lo que expresa y lo que en ella se realiza. En efecto,
    ella es el Sacramento inefable. El empeño esencial y, sobre todo, la gracia
    visible y fuente de la fuerza sobrenatural de la Iglesia como Pueblo de
    Dios, es el perseverar y el avanzar constantemente en la vida y en la
    piedad eucarísticas, y desarrollarse espiritualmente en el clima de la
    Eucaristía. (Juan Pablo II,Redemptor Hominis 20). 
     
    Especialmente para los sacerdotes, la adoración eucarística debe ser algo
    muy presente en su vida de todos los días, el centro de su jornada. Desde
    el seminario, los futuros sacerdotes deben hacerse hombres de la
    Eucaristía. 
     
    Esto explica la importancia esencial de la Eucaristía para la vida y el
    ministerio sacerdotal y, por tanto, para la formación espiritual de los
    candidatos al sacerdocio. Con gran sencillez y buscando la máxima
    concreción, deseo repetir que “será conveniente que los seminaristas
    participen cada día en la celebración eucarística, de modo que, a
    continuación, asuman como regla de su vida sacerdotal esta celebración
    diaria. Además, han de ser educados a considerar la celebración eucarística
    como el momento esencial de su jornada, y han de acostumbrarse a participar
    en ella activamente, sin contentarse nunca con una asisten-cia sólo
    rutinaria. En fin, los candidatos al sacerdocio se formarán en las íntimas
    disposiciones que la Eucaristía promueve: la gratuidad por los beneficios
    recibidos de Dios, pues Eucaristía significa acción de gracias; la actitud
    oblativa, que los impulsa a unir su propia ofrenda personal a la ofrenda
    eucarística de Cristo; la caridad, alimentada por un sacramento que es
    signo de unidad y de participación; el deseo de contemplación y adoración
    ante Cristo realmente presente bajo las especies eucarísticas” (Juan
    Pablo II, Ángelus 1 de julio de 1990) (Exhortación apostólica
    postsinodal Pastores Dabo Vobis 48). 
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