"El poder de la oración"
Un gran teólogo contemporáneo, el padre dominico Jean-Hervé Nicolas, en una de sus obras clásicas acerca de la gracia, dice precisamente que la novedad absoluta del Cristianismo consiste en que las tres divinas personas de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, se donan, en amorosa y ardiente caridad divina al alma del creyente, transformándolo en un ser nuevo, redimido por el Hijo de Dios, Cristo Jesús.
Esta nueva condición de redimido nos transforma en hijos de Dios Padre, no simbólica o metafóricamente, sino realísimamente, pues, en virtud de la gracia divina que es Dios mismo dado al hombre, éste entra a participar, por puro don, de la vida de Dios.
Somos pues de esta manera “partícipes de la naturaleza divina”.
Por virtud de esta inaudita novedad, los cristianos nos atrevemos a llamar a Dios “Padre”, en un sentido absolutamente distinto al que era considerada la paternidad de Dios por los judíos.
Pues, por carecer el Antiguo Testamento de la gracia de la redención, era un anticipo o preludio de lo que sólo Cristo, el Hijo eterno del Padre, iba a consumar con su muerte y resurrección: reconciliarnos con su Padre y hacernos en el Hijo, hijos por adopción.
¡Qué misterio de amor insondable el ser hijos de Dios! Es decir, compartir en esta vida, por concesión de su amor infinito y aunque de un modo incoado y oscuro pero no menos real, su mismo ser, su misma vida, su santidad, su gloria, su poder.
Cuando recitamos el Paternoster, hemos de pedir la gracia de que la vida divina en nosotros dé frutos abundantes de santidad, para que se cumpla el deseo de Jesús: “sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto”.
Para eso impetremos insistentemente en la oración el fuego del Espíritu Santo, que es el don por excelencia que el Padre y el Hijo quieren infundir al alma fiel, luego de lo cual todo se nos concederá por añadidura.
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