† Lectura del santo Evangelio según san Mateo 9, 32-38
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo, llevaron ante Jesús a un hombre mudo, que estaba poseído por el demonio.
Jesús expulsó al demonio y el mudo habló. La multitud, maravillada, decía:
"Nunca se había visto nada semejante en Israel".
Pero los fariseos decían:
"Expulsa a los demonios por autoridad del príncipe de los demonios".
Jesús recorría todas las ciudades y los pueblos, enseñando en las sinagogas, predicando el evangelio del Reino y curando toda enfermedad y dolencia. Al ver a las multitudes, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y desamparadas, como ovejas sin pastor. Entonces dijo a sus discípulos:
"La cosecha es mucha y los trabajadores, pocos. Rueguen, por tanto, al dueño de la mies que envíe trabajadores a sus campos".
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.
Jesús expulsó al demonio y el mudo habló. La multitud, maravillada, decía:
"Nunca se había visto nada semejante en Israel".
Pero los fariseos decían:
"Expulsa a los demonios por autoridad del príncipe de los demonios".
Jesús recorría todas las ciudades y los pueblos, enseñando en las sinagogas, predicando el evangelio del Reino y curando toda enfermedad y dolencia. Al ver a las multitudes, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y desamparadas, como ovejas sin pastor. Entonces dijo a sus discípulos:
"La cosecha es mucha y los trabajadores, pocos. Rueguen, por tanto, al dueño de la mies que envíe trabajadores a sus campos".
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.
† Meditación diaria
14ª Semana. Martes
LUCHA ASCÉTICA
— Muchos combates se libran cada día en el corazón del hombre. Ayuda constante del Señor.
La lucha misteriosa de Jacob con un ángel con figura de hombre a orillas del río Yaboc señala un cambio radical en la vida del Patriarca. Hasta aquí Jacob había llevado una conducta demasiado humana, apoyado solo en medios puramente naturales. A partir de este momento confiará sobre todo en Dios, que reafirma en él la Alianza con el pueblo elegido.
Pudo Jacob vencer en el combate solamente por la fuerza que Dios le comunicó, y la lección de esta hazaña era que no le había de faltar la bendición y la protección divina en las dificultades venideras1. Así lo expresa el libro de la Sabiduría: Le concedió la palma en duro combate para enseñarle que la piedad prevalece contra todo2.
Para los Santos Padres, esta escena del Antiguo Testamento es imagen del combate espiritual que ha de sostener el cristiano ante fuerzas muy superiores a él, y contra sus propias pasiones y tendencias, inclinadas al mal después del pecado de origen: no es nuestra lucha la sangre y la carne -advierte San Pablo-, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo, contra los espíritus malos de los aires3. Son los ángeles rebeldes, vencidos ya por Cristo, pero que no dejarán de incitar al mal hasta el fin de la vida del hombre. Todos los días hay combates en nuestro corazón, enseña San Agustín. Cada hombre en su alma lucha contra un ejército. Los enemigos son la soberbia, la avaricia, la gula, la sensualidad, la pereza... Y es difícil –añade el santo– que estos ataques no nos produzcan alguna herida4. Sin embargo, tenemos la seguridad de la victoria si echamos mano de los recursos que el Señor nos ha dado: la oración, la mortificación, la sinceridad plena en la dirección espiritual, la ayuda de nuestro Ángel Custodio y, sobre todo, de nuestra Madre Santa María. Además, «si Aquel que ha entregado su vida por nosotros es el juez de esta lucha, ¿qué orgullo y qué confianza no tendremos?
»En los juegos olímpicos, el árbitro permanece en medio de los dos adversarios, sin favorecer ni al uno ni al otro, esperando el desenlace. Si el árbitro se coloca entre los dos contendientes, es porque su actitud es neutral. En el combate que nos enfrenta al diablo, Cristo no permanece indiferente: está por entero de nuestra parte. ¿Cómo puede ser esto? Veis que nada más entrar en la liza –son palabras de San Juan Crisóstomo a unos cristianos en el día de su bautismo– nos ha ungido, mientras que encadenaba al otro. Nos ha ungido con el óleo de la alegría y a él le ha atado con lazos irrompibles para paralizar sus asaltos. Si yo tengo un tropiezo, Él me tiende la mano, me levanta de mi caída, y me vuelve a poner de pie»5.
Por muchas que sean las tentaciones, las dificultades, las tribulaciones, Cristo es nuestra seguridad. ¡Él no nos deja!, ¡Él no es neutral!, está siempre de nuestra parte. Todos podemos decir con San Pablo: Omnia possum in eo qui me confortat... Todo lo puedo en Cristo que me conforta, que me da las ayudas necesarias si acudo a Él, a los medios que tiene establecidos.
— Para seguir a Cristo es necesario el esfuerzo diario, alegre y humilde.
Caminaba un montañero hacia un refugio de alta montaña. El sendero subía más y más, y en ocasiones resultaba difícil dar un paso; el frío azotaba su cara, pero el lugar era impresionante por el gran silencio que allí reinaba y por la belleza del paisaje.
El refugio, sencillo y tosco, resultó muy acogedor. Muy pronto observó que, sobre la chimenea, estaba escrito algo con lo que se identificó plenamente: «Mi puesto está en la cumbre». Allí está también nuestro sitio: en la cumbre, junto a Cristo, en un deseo continuo de aspirar a la santidad en el lugar donde estamos y a pesar de conocer bien el barro del que estamos hechos, las flaquezas y los retrocesos. Pero sabemos también que el Señor nos pide el esfuerzo pequeño y diario, la lucha sin tregua contra las pasiones que tienden a tirarnos para abajo, el no pactar con los defectos, con los errores. Lo que nos hará perseverar en este combate es el amor, el amor profundo a Cristo, a quien buscamos incesantemente6.
La lucha ascética del cristiano ha de ser positiva, alegre, constante, con «espíritu deportivo». «La santidad tiene la flexibilidad de los músculos sueltos. El que quiere ser santo sabe desenvolverse de tal manera que, mientras hace una cosa que le mortifica, omite –si no es ofensa a Dios– otra que también le cuesta y da gracias al Señor por esta comodidad. Si los cristianos actuáramos de otro modo, correríamos el riesgo de volvernos tiesos, sin vida, como una muñeca de trapo.
»La santidad no tiene la rigidez del cartón: sabe sonreír, ceder, esperar. Es vida: vida sobrenatural»7.
En la lucha interior encontraremos también fracasos. Muchos de ellos tendrán poca importancia; otros sí la tendrán, pero el desagravio y la contrición nos acercarán más al Señor. Y si hubiéramos roto en pedazos lo más preciado de nuestra vida, Dios sabrá recomponerla si somos humildes. Él perdona y ayuda siempre, cuando acudimos con el corazón contrito. Hemos de aprender a recomenzar muchas veces; con una alegría nueva, con una humildad nueva, pues incluso si se ha ofendido mucho a Dios y se ha hecho mucho daño a los demás, se puede estar después muy cerca del Señor en esta vida y luego en la otra, si existe verdadero arrepentimiento, si se lleva una vida acompañada de penitencia. Humildad, sinceridad, arrepentimiento..., y volver a empezar.
Dios cuenta con nuestra fragilidad y perdona siempre, pero es preciso ser sinceros, arrepentirse, levantarse. Hay una alegría incomparable en el Cielo cada vez que recomenzamos. Y a lo largo de nuestro caminar tendremos que hacerlo en muchas ocasiones, porque siempre habrá faltas, deficiencias, fragilidades, pecados. Que no nos falte nunca la sinceridad de reconocerlo y de abrir el alma al Señor en el Sagrario y en la dirección espiritual.
— Recomenzar muchas veces. Acudir a la Virgen Nuestra Madre.
La lucha diaria del cristiano se concretará de ordinario en cosas pequeñas: en fortaleza para cumplir delicadamente los actos de piedad con el Señor, sin abandonarlos por cualquier otra cosa que se nos presente, sin dejarnos llevar por el estado de ánimo de ese día o de ese momento; en el modo de vivir la caridad, corrigiendo formas destempladas del carácter (del mal carácter), esforzándonos por tener detalles de cordialidad, de buen humor, de delicadeza con los demás; en realizar acabadamente el trabajo que hemos ofrecido a Dios, sin chapuzas, con perfección; en poner los medios para recibir la formación que necesitamos...
Victorias y derrotas, caer y levantarse, recomenzar siempre..., esto es lo que pide el Señor a todos. Esta lucha supone un amor vigilante, un deseo eficaz de buscarle a lo largo del día. Este esfuerzo alegre es el polo opuesto a la tibieza, que es dejadez, falta de interés en buscar a Dios, pereza y tristeza en nuestras obligaciones para con Él y para con los demás.
En este combate siempre contamos con la ayuda de nuestra Madre Santa María, que sigue paso a paso nuestro caminar hacia su Hijo. En la Liturgia de las Horas, la Iglesia recomienda todos los días a los sacerdotes esta Antífona de la Virgen: Salve, Madre soberana del Redentor, Puerta del Cielo siempre abierta, Estrella del mar; socorre al pueblo que sucumbe y lucha por levantarse...8. Este pueblo que cae y lucha por levantarse somos nosotros todos. Y este cambio que se produce cada vez que comenzamos –aunque sea en aspectos que parecen de poca importancia: en el examen particular, en los consejos recibidos en la dirección espiritual, en los propósitos del examen de conciencia– es el más grande que podemos imaginar. ¡Cuánto más cuando se trata de pasar de la muerte del pecado a la vida de la gracia! «La humanidad ha hecho admirables descubrimientos y ha alcanzado resultados prodigiosos en el campo de la ciencia y de la técnica, ha llevado a cabo grandes obras en la vía del progreso y de la civilización, y en épocas recientes se diría que ha conseguido acelerar el curso de la historia. Pero el cambio fundamental, cambio que se puede definir “original”, acompaña siempre el camino del hombre y, a través de los diversos acontecimientos históricos acompaña a todos y a cada uno. Es el cambio entre el “caer” y el “levantarse”, entre la muerte y la vida»9.
Cada vez que recomenzamos, que nos decidimos a luchar una vez más, nos llega la ayuda de Santa María, Medianera de todas las gracias. A Ella hemos de acudir con pleno abandono cuando las tentaciones arrecien. «¡Madre mía! Las madres de la tierra miran con mayor predilección al hijo más débil, al más enfermo, al más corto, al pobre lisiado...
»—¡Señora!, yo sé que tú eres más Madre que todas las madres juntas... —Y, como yo soy tu hijo... Y, como yo soy débil, y enfermo... y lisiado... y feo...»10.
1 Primera lectura. Año I. Gen 32, 22-32. — 2 Sab 10, 12. — 3 Ef 6, 12. — 4 San Agustín, Comentario al Salmo 99. — 5 San Juan Crisóstomo, Catequesis bautismales, 3, 9-10. — 6 Tanquerey, Compendio de teología ascética y mística, n. 193 ss. — 7 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 156. — 8 Liturgia de las horas, AntífonaAlma Redemptoris Mater. — 9 Juan Pablo II, Enc. Redemptoris Mater, 25-III-1987, 52. — 10 San Josemaría Escrivá, o. c., n. 234.
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Otro comentario: REDACCIÓN evangeli.net (elaborado a partir de textos de Benedicto XVI) (Città del Vaticano, Vaticano)
¿Todavía existe el demonio?
Hoy hasta causa extrañeza oír hablar del "demonio". ¿Todavía existe? ¡El demonio existió y no dejará de existir! ¿Quiénes son los demonios? ¿De dónde han salido? No son fuerzas anónimas, sino un "alguien": personas que, habiendo sido creadas por Dios para el bien, se han "condenado" eternamente por usar perversamente su libertad.
Estar "condenado" es un eterno y lamentable estado personal en el que el alma no halla gusto en nada, no quiere nada ni a nadie, ni tampoco admite ser querido. Es una auto-expulsión de la capacidad de amar, es el vacío absoluto, en el que la persona vive en contradicción consigo misma y cuya existencia constituye realmente un fracaso. Siendo Dios el Bien, ¿puede Él aceptar esto? Hemos de entenderlo desde la perspectiva divina: su infinita bondad respeta la libertad del condenado, permitiendo que siga existiendo tal como ha elegido existir.
—Señor, Rey soberano, no quiero más libertad que la de servirte; mi único temor es el de contristarte y perderte eternamente.
Estar "condenado" es un eterno y lamentable estado personal en el que el alma no halla gusto en nada, no quiere nada ni a nadie, ni tampoco admite ser querido. Es una auto-expulsión de la capacidad de amar, es el vacío absoluto, en el que la persona vive en contradicción consigo misma y cuya existencia constituye realmente un fracaso. Siendo Dios el Bien, ¿puede Él aceptar esto? Hemos de entenderlo desde la perspectiva divina: su infinita bondad respeta la libertad del condenado, permitiendo que siga existiendo tal como ha elegido existir.
—Señor, Rey soberano, no quiero más libertad que la de servirte; mi único temor es el de contristarte y perderte eternamente.
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Otro comentario: Rev. D. Joan SOLÀ i Triadú (Girona, España)
Rogad (...) al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies
Hoy, el Evangelio nos habla de la curación de un endemoniado mudo que provoca diferentes reacciones en los fariseos y en la multitud. Mientras que los fariseos, ante la evidencia de un prodigio innegable, lo atribuyen a poderes diabólicos —«Por el Príncipe de los demonios expulsa a los demonios» (Mt 9,34)—, la multitud se maravilla: «Jamás se vio cosa igual en Israel» (Mt 9,33). San Juan Crisóstomo, comentando este pasaje, dice: «Lo que en verdad molestaba a los fariseos era que consideraran a Jesús como superior a todos, no sólo a los que entonces existían, sino a todos los que habían existido anteriormente».
A Jesús no le preocupaba la animadversión de los fariseos, Él continuaba fiel a su misión. Es más, Jesús, ante la evidencia de que los guías de Israel, en vez de cuidar y apacentar el rebaño, lo que hacían era descarriarlo, se apiadó de aquellas multitudes cansadas y abatidas, como ovejas sin pastor. Que las multitudes desean y agradecen una buena guía quedó comprobado en las visitas pastorales del Papa Juan Pablo II a tantos países del mundo. ¡Cuántas multitudes reunidas a su alrededor! ¡Cómo escuchaban su palabra, sobre todo los jóvenes! Y eso que el Papa no rebajaba el Evangelio, sino que lo predicaba con todas sus exigencias.
Todos nosotros, «si fuéramos consecuentes con nuestra fe, —dice san Josemaría Escrivá— al mirar a nuestro alrededor y contemplar el espectáculo de la historia y del mundo, no podríamos menos de sentir que se elevan en nuestro corazón los mismos sentimientos que animaron al de Jesucristo», lo cual nos conduciría a una generosa tarea apostólica. Pero es evidente la desproporción que existe entre las multitudes que esperan la predicación de la Buena Nueva del Reino y la escasez de obreros. La solución nos la da Jesús al final del Evangelio: rogad al Dueño de la mies que envíe obreros a sus campos (cf. Mt 9,38).
A Jesús no le preocupaba la animadversión de los fariseos, Él continuaba fiel a su misión. Es más, Jesús, ante la evidencia de que los guías de Israel, en vez de cuidar y apacentar el rebaño, lo que hacían era descarriarlo, se apiadó de aquellas multitudes cansadas y abatidas, como ovejas sin pastor. Que las multitudes desean y agradecen una buena guía quedó comprobado en las visitas pastorales del Papa Juan Pablo II a tantos países del mundo. ¡Cuántas multitudes reunidas a su alrededor! ¡Cómo escuchaban su palabra, sobre todo los jóvenes! Y eso que el Papa no rebajaba el Evangelio, sino que lo predicaba con todas sus exigencias.
Todos nosotros, «si fuéramos consecuentes con nuestra fe, —dice san Josemaría Escrivá— al mirar a nuestro alrededor y contemplar el espectáculo de la historia y del mundo, no podríamos menos de sentir que se elevan en nuestro corazón los mismos sentimientos que animaron al de Jesucristo», lo cual nos conduciría a una generosa tarea apostólica. Pero es evidente la desproporción que existe entre las multitudes que esperan la predicación de la Buena Nueva del Reino y la escasez de obreros. La solución nos la da Jesús al final del Evangelio: rogad al Dueño de la mies que envíe obreros a sus campos (cf. Mt 9,38).
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