† Lectura del santo Evangelio según san Mateo 13, 1-9
Gloria a ti, Señor.
Un día salió Jesús de la casa donde se hospedaba y se sentó a la orilla del lago. Se reunió en torno suyo tanta gente, que él se vio obligado a subir a una barca, donde se sentó, mientras la gente permanecía en la orilla. Entonces Jesús les habló de muchas cosas en parábolas y les dijo:
"Una vez salió un sembrador a sembrar, y al ir arrojando la semilla, unos granos cayeron al borde del camino; vinieron los pájaros y se los comieron. Otros granos cayeron en terreno pedregoso, que tenía poca tierra; allí germinaron pronto, porque la tierra no era profunda; pero cuando subió el sol, los brotes se marchitaron, y como no tenían raíces, se secaron. Otros cayeron entre espinos, y cuando los espinos crecieron, sofocaron las plantitas. Otros granos cayeron en tierra buena y dieron fruto: unos, ciento por uno; otros, sesenta; y otros, treinta. El que tenga oídos, que oiga".
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.
"Una vez salió un sembrador a sembrar, y al ir arrojando la semilla, unos granos cayeron al borde del camino; vinieron los pájaros y se los comieron. Otros granos cayeron en terreno pedregoso, que tenía poca tierra; allí germinaron pronto, porque la tierra no era profunda; pero cuando subió el sol, los brotes se marchitaron, y como no tenían raíces, se secaron. Otros cayeron entre espinos, y cuando los espinos crecieron, sofocaron las plantitas. Otros granos cayeron en tierra buena y dieron fruto: unos, ciento por uno; otros, sesenta; y otros, treinta. El que tenga oídos, que oiga".
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.
† Meditación diaria
16ª Semana. Miércoles
VIRTUDES HUMANAS
— Las virtudes humanas componen el fundamento de las sobrenaturales.
El Evangelio de la Misa1 nos enseña cómo la semilla de la gracia cae en terrenos muy diferentes: entre espinos, en el camino endurecido por el paso de las gentes, en medio de un pedregal..., en tierra buena. Dios quiere que seamos esa tierra bien preparada que acoge la semilla y a su tiempo da una crecida cosecha. Las virtudes naturales constituyen en el hombre el terreno bien dispuesto para que, con la ayuda de la gracia, arraiguen y crezcan las sobrenaturales. Muchos que, quizá por ignorancia, viven alejados de Dios, pero han cultivado esas disposiciones nobles y honradas, están bien dispuestos y preparados para recibir la gracia de la fe, porque el comportamiento humano recto compone como el punto de apoyo del edificio sobrenatural.
La vida de la gracia en el cristiano no está superpuesta a la realidad humana, sino que la penetra, la enriquece y la perfecciona. «De este modo se explica que la Iglesia exija a sus santos el ejercicio heroico no solo de las virtudes teologales, sino también de las morales y humanas; y que las personas verdaderamente unidas a Dios por el ejercicio de las virtudes teologales se perfeccionan también desde el punto de vista humano, se afinan en su trato; son leales, afables, corteses, generosas, sinceras, precisamente porque tienen colocados en Dios todos los afectos de su alma»2.
El orden sobrenatural no prescinde del orden natural, ni mucho menos lo destruye: «por el contrario, lo levanta y lo perfecciona, y cada uno de los órdenes presta al otro un auxilio, como un complemento proporcionado a su propia naturaleza y dignidad, puesto que ambos proceden de Dios, que no puede menos de estar de acuerdo consigo mismo»3.
Aunque la gracia puede transformar por sí misma a las personas, lo normal es que requiera las virtudes humanas, pues ¿cómo podría arraigar, por ejemplo, la virtud cardinal de la fortaleza en un cristiano que no se venciera en pequeños hábitos de comodidad o de pereza, que estuviera excesivamente preocupado del calor o del frío, que se dejara llevar habitualmente por los estados de ánimo, que estuviera pendiente de sí mismo y de su comodidad? ¿Cómo podría vivir el optimismo ante las más diversas circunstancias, consecuencia de su vida de fe, si fuera pesimista y malhumorado en su convivencia ordinaria? «No se puede mutilar nada de la esencia ni de las cualidades buenas de la naturaleza humana. Despersonalizarse en aquello que de bueno tiene el hombre –que es mucho– es lo más ruinoso que puede hacer un cristiano. Desarrolla tu naturaleza, tu actividad humana; desarróllala hasta el infinito. Todo lo que empequeñece, lo que contrae y estrecha, lo que nos ata por el miedo, eso no es Cristianismo. Hay que emplear otra palabra que no sea despersonalización para designar la total purificación del pecado y malas inclinaciones que el hombre, con la ayuda de Dios, ha de realizar»4. El Señor nos quiere con una personalidad definida, cada uno la suya, resultado del aprecio que tenemos por todo lo que Él nos ha dado y del empeño que hemos puesto por cultivar estos dones personales.
La tierra bien dispuesta –las virtudes naturales– permite que la semilla divina arraigue, crezca y se desarrolle con facilidad, a impulsos de la gracia y de la personal correspondencia. Y, al mismo tiempo, mejora el terreno en el que cayó la buena simiente cuando crece en él la semilla. La vida cristiana perfecciona las condiciones humanas, al darles una finalidad más alta; el hombre es más humano cuanto más cristiano.
— En Jesucristo tienen su plenitud todas las virtudes.
El Señor quiere que practiquemos todas las virtudes naturales: el optimismo, la generosidad, el orden, la reciedumbre, la alegría, la cordialidad, la sinceridad, la veracidad... En primer lugar, porque debemos imitarle a Él, perfecto Dios y Hombre perfecto. En Él, tienen su plenitud todas las virtudes propias de la persona y, siendo Dios, se manifestó profundamente humano. «Vestía al uso de la época, tomaba los manjares corrientes, se comportaba según las costumbres del lugar, raza y época a que pertenecía. Imponía las manos, ordenaba, se enfadaba, sonreía, lloraba, discutía, se cansaba, sentía sueño y fatiga, hambre y sed, angustia y alegría. Y la unión, la fusión entre lo divino y lo humano era tan total, tan perfecta, que todas sus acciones eran, a la vez, divinas y humanas. Era Dios, y gustaba llamarse Hijo del Hombre»5. Cristo mismo exigió a todos la perfección humana encerrada en la ley natural6, formó a sus discípulos no solo en las virtudes sobrenaturales sino en el comportamiento social, en la sinceridad, en la nobleza 7, les instó a que fueran hombres de juicio ponderado8... Él mismo echó de menos la gratitud de unos leprosos a los que había curado9, y las muestras de cortesía y de urbanidad 10 propias de gentes educadas. Tanta importancia dio Jesús a las virtudes humanas que llegó a decir a sus discípulos: si no entendéis las cosas de la tierra, ¿cómo entenderéis las celestiales?11.
Si en lo humano procuramos ser sencillos, leales, trabajadores, comprensivos, equilibrados..., estaremos imitando a Cristo, que es también el Modelo en nuestro comportamiento, y nos dispondremos a ser la buena tierra donde las virtudes sobrenaturales echan con facilidad sus raíces. Para eso debemos contemplar muchas veces al Maestro y ver en Él la plenitud de todo lo humano noble y recto. En Jesús tenemos el ideal humano y divino al que nos debemos parecer.
— Necesidad de las virtudes humanas en el apostolado.
El cristiano en medio del mundo es como una ciudad puesta en lo alto de un monte, como la luz sobre el candelero. Y lo humano es lo primero que se ve; el ejemplo de personas íntegras, leales, honradas, valientes..., es lo que arrastra. Por eso, las virtudes propias de la persona –todas las condiciones naturales buenas– se convierten en instrumento de la gracia para acercar a otros a Dios: el prestigio profesional, la amistad, la sencillez, la cordialidad..., pueden disponer a las almas para oír con atención el mensaje de Cristo. Las virtudes humanas son necesarias en el apostolado, porque si nuestros amigos no ven estas, difícilmente entenderán las sobrenaturales. Si un cristiano no fuera veraz, ¿cómo podrían confiar en él sus amigos? ¿Cómo daríamos a conocer el verdadero rostro de Cristo, si falláramos en lo elemental, en lo humano? Las virtudes humanas han de ser como el monte en el que está puesta la ciudad, como el candelero en el que se coloca la luz de Cristo. Muchos apreciarán la vida sobrenatural cuando la vean hecha realidad en una conducta plenamente humana.
Hemos de dar a conocer que Cristo vive, con la alegría habitual, a través de la serenidad en circunstancias quizá difíciles y penosas, en el trabajo bien acabado, en la sobriedad y la templanza, en una amistad siempre abierta a todos. Una vocación cristiana vivida en su integridad debe informar todos los aspectos de la existencia. Todos aquellos que de alguna manera nos tratan y nos conocen han de percibir, la mayoría de las veces solo por el comportamiento, la alegría de la gracia que late en el corazón. «Hemos de conducirnos de tal manera, que los demás puedan decir, al vernos: este es cristiano, porque no odia, porque sabe comprender, porque no es fanático, porque está por encima de los instintos, porque es sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz, porque ama»12, porque es generoso con su tiempo, porque no se queja, porque sabe prescindir de lo superfluo...
El mundo que nos rodea está necesitado del testimonio de hombres y mujeres que, llevando a Cristo en su corazón, sean ejemplares. Quizá nunca se ha hablado tanto de los derechos del hombre y de logros humanos. Pocas veces la humanidad ha sido tan consciente de sus propias fuerzas. Pero quizá nunca se han dejado más claramente de lado los valores propios de la persona, que son aquellos que posee en cuanto imagen de Dios.
De los cristianos espera el mundo esta enseñanza fundamental: que todos hemos sido llamados a ser hijos de Dios. Y para alcanzar esta meta, hemos de vivir en primer lugar como hombres y mujeres cabales, desarrollando todos los valores naturales que el Señor nos ha dado. Así, con sencillez, mostramos que, para imitar a Cristo, es necesario ser muy humanos; y que, siendo plenamente humanos, llevamos camino –porque la gracia nunca falta– de ser plenamente hijos de Dios.
1 Mt 13, 1-9. — 2 A. del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, Palabra, Madrid 1970, p. 30. — 3 Pío XI, Enc. Divini illius Magistri, 31-XII-1929. — 4 J. Urteaga, El valor divino de lo humano, Rialp, 29ª ed., Madrid 1984, p. 61. — 5 F. Suárez, El sacerdote y su ministerio, p. 131. — 6 Mt 5, 21 ss. — 7 Mt 5, 37. — 8 Jn 9, 1-3. — 9Lc 17, 17-18. — 10 Lc 7, 44-46. — 11 Jn 3, 12. — 12 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 122. :___________________________________________________________________________________________
Otro comentario: REDACCIÓN evangeli.net (elaborado a partir de textos de Benedicto XVI) (Città del Vaticano, Vaticano)
Las parábolas son el "corazón" de la predicación de Cristo
Hoy vemos a Jesucristo enseñando a la gente mediante parábolas: éstas son el corazón de su predicación. El tema más profundo del anuncio de Cristo era el misterio del Hijo, en el que Dios se nos hace presente y cumple su promesa: Jesús ha llegado y Jesús siempre será el que llega.
En su despedida, explica a los Apóstoles que hasta entonces les había hablado mediante comparaciones, pero que ya llegaba la hora de hablarles claramente del Padre (así lo hizo durante su Pasión). Las parábolas hablan escondidamente del misterio de la Cruz; más aun, forman parte de este misterio. Precisamente porque dejan traslucir el misterio divino del Hijo (Jesús), suscitan contradicción. Cuando alcanzan máxima claridad (como en la "parábola de los viñadores") entonces se transforman en estaciones del "Via crucis" (echan al hijo de la viña y lo "matan").
—Señor, tu enseñanza me compromete para cambiar mi vida. Tú me llamas suavemente y vienes a recogerme. Quiero tener oídos para oírte.
En su despedida, explica a los Apóstoles que hasta entonces les había hablado mediante comparaciones, pero que ya llegaba la hora de hablarles claramente del Padre (así lo hizo durante su Pasión). Las parábolas hablan escondidamente del misterio de la Cruz; más aun, forman parte de este misterio. Precisamente porque dejan traslucir el misterio divino del Hijo (Jesús), suscitan contradicción. Cuando alcanzan máxima claridad (como en la "parábola de los viñadores") entonces se transforman en estaciones del "Via crucis" (echan al hijo de la viña y lo "matan").
—Señor, tu enseñanza me compromete para cambiar mi vida. Tú me llamas suavemente y vienes a recogerme. Quiero tener oídos para oírte.
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Otro comentario: P. Julio César RAMOS González SDB (Mendoza, Argentina)
Una vez salió un sembrador a sembrar
Hoy, Jesús —en la pluma de Mateo— comienza a introducirnos en los misterios del Reino, a través de esta forma tan característica de presentarnos su dinámica por medio de parábolas.
La semilla es la palabra proclamada, y el sembrador es Él mismo. Éste no busca sembrar en el mejor de los terrenos para asegurarse la mejor de las cosechas. Él ha venido para que todos «tengan vida y la tenga en abundancia» (Jn 10,10). Por eso, no escatima en desparramar puñados generosos de semillas, sea «a lo largo del camino» (Mt 13,4), como en «el pedregal» (v. 5), o «entre abrojos» (v. 7), y finalmente «en tierra buena» (v. 8).
Así, las semillas arrojadas por generosos puños producen el porcentaje de rendimiento que las posibilidades “toponímicas” les permiten. El Concilio Vaticano II nos dice: «La Palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo: los que escuchan con fe y se unen al pequeño rebaño de Cristo han acogido el Reino; después la semilla, por sí misma, germina y crece hasta el tiempo de la siega» (Lumen gentium, n. 5).
«Los que escuchan con fe», nos dice el Concilio. Tú estás habituado a escucharla, tal vez a leerla, y quizá a meditarla. Según la profundidad de tu audición en la fe, será la posibilidad de rendimiento en los frutos. Aunque éstos vienen, en cierta forma, garantizados por la potencia vital de la Palabra-semilla, no es menor la responsabilidad que te cabe en la atenta audición de la misma. Por eso, «el que tenga oídos, que oiga» (Mt 13,9).
Pide hoy al Señor el ansia del profeta: «Cuando se presentaban tus palabras, yo las devoraba, tus palabras eran mi gozo y la alegría de mi corazón, porque yo soy llamado con tu Nombre, Señor, Dios de los ejércitos» (Jr 15,16).
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Otro comentario: Isaac el Sirio (siglo VII), monje cercano a Mossoul
Discursos ascéticos, serie 1ª, n° 32
De igual manera que toda la fuerza de la ley y los mandatos que Dios ha dado a los hombres se cumple en la pureza del corazón, como lo dijeron los padres, así también todos los modos y maneras por los cuales los hombres rezan a Dios se cumplen en la oración pura. Los gemidos, las prosternaciones, las súplicas, los lamentos, todas las formas que puede tomar la oración tienen en efecto su fin en una oración pura... La reflexión no tiene nada más que lo que tiene: ni oración, ni movimiento, ni lamento, ni poder, ni libertad, ni súplica, ni deseo, ni placer de lo que espera en esta vida o en el mundo venidero; después de la oración pura, no hay otra oración... Más allá de este límite, está la admiración, no hay más oración; la oración cesa, y comienza la contemplación... La oración es la semilla, y la contemplación, la cosecha de las gavillas. El segador se maravilla de ver lo indecible: ¿cómo a partir de pequeños granos desnudos que sembró, pudieron crecer de repente ante él tales espigas florecientes? La vista de su cosecha le quita todo movimiento... Lo mismo que apenas se encuentra un hombre entre varios millares para cumplir un poco mejor los mandatos y las normas de la Ley y alcanzar la pureza del alma, de igual manera sólo se encuentra un hombre de cada mil que sea digno de alcanzar con mucha vigilancia la oración pura, de atravesar el límite y de descubrir este misterio. Porque no es dado a muchos, sino a poco, el conocer la oración pura.
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