† Lectura del santo Evangelio según san Mateo 12, 46-50
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo, Jesús estaba hablando a la muchedumbre, cuando su madre y sus parientes se acercaron y trataban de hablar con él. Alguien le dijo entonces a Jesús:
"Oye, allí fuera están tu madre y tus hermanos, y quieren hablar contigo".
Pero él respondió al que se lo decía:
"¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?"
Y señalando con la mano a sus discípulos, dijo:
"Estos son mi madre y mis hermanos. Pues todo el que cumple la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre".
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.
"Oye, allí fuera están tu madre y tus hermanos, y quieren hablar contigo".
Pero él respondió al que se lo decía:
"¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?"
Y señalando con la mano a sus discípulos, dijo:
"Estos son mi madre y mis hermanos. Pues todo el que cumple la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre".
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.
† Meditación diaria
16ª Semana. Martes
LA NUEVA FAMILIA DE JESÚS
— Nuestra unión con Cristo es más fuerte que cualquier vínculo humano. Los lazos que se originan de seguir al Señor en un mismo camino son más estrechos que los de la sangre.
-El Evangelio de la Misa1 nos muestra a Jesús predicando una vez más. Se halla en una casa tan abarrotada de gente que su Madre y otros parientes no pueden llegar hasta Él, y le envían un recado. Alguien le dijo entonces: Mira que tu madre y tus hermanos están fuera intentando hablarte. Y Él, extendiendo las manos hacia sus discípulos, les dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Pues todo el que haga la voluntad de mi Padre que está en los Cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre.
En otra ocasión, una mujer del pueblo, al ver las palabras llenas de vida de Jesús, exclamó en una alabanza a María: Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron. Pero el Señor dio la impresión de querer rechazar el requiebro de aquella mujer, y contestó:Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la guardan2.
El Papa Juan Pablo II relaciona estas dos escenas con aquella respuesta que Jesús dio a María y a José cuando le encontraron en Jerusalén, a la edad de doce años, después de una búsqueda afanosa durante tres días. Allí les dijo Jesús, con un amor sin límites y con una claridad total: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es necesario que Yo esté en las cosas de mi Padre?3. Desde el comienzo, Jesús estuvo dedicado a las cosas de su Padre. Anunciaba el Reino de Dios y a su paso todas las cosas alcanzaban un sentido nuevo, también el parentesco. «En esta dimensión nueva, un vínculo como el de la “fraternidad” significa también una cosa distinta de la “fraternidad según la carne”, que deriva del origen común de los mismos padres. Y aun la “maternidad” (...) adquiere un significado diverso»4, más profundo y más íntimo.
Nos enseña repetidamente el Señor que por encima de cualquier vínculo y autoridad humana, incluso la familiar, está el deber de cumplir la voluntad de Dios, la propia vocación. Nos dice que seguirle de cerca, en la propia vocación, la que Él ha dado a cada hombre y a cada mujer, nos lleva a compartir su vida hasta tal punto de intimidad que constituye un vínculo más fuerte que el familiar5. Santo Tomás lo explica diciendo que «todo fiel que hace la voluntad del Padre, esto es, que le obedece, es hermano de Cristo, porque es semejante a Aquel que cumplió la voluntad del Padre. Pero, quien no solo obedece, sino que convierte a otros, engendra a Cristo en ellos, y de esta manera llega a ser como la Madre de Cristo»6. Es muy fuerte el vínculo que nace de llevar la misma sangre, pero lo es aún más el que se origina del seguir a Cristo en el mismo camino. No hay ninguna relación humana, por estrecha que sea, que se asemeje a nuestra unión con Jesús y con quienes siguen a Jesús.
— Debemos tener el necesario desprendimiento e independencia para llevar a cabo la propia vocación.
-¿Quién es mi madre...? «¿Se aleja con esto de la que ha sido su madre según la carne? ¿Quiere tal vez dejarla en la sombra del escondimiento, que ella misma ha elegido? Si así puede parecer por el significado de aquellas palabras, se debe constatar, sin embargo, que la maternidad nueva y distinta, de la que Jesús habla a sus discípulos, concierne concretamente a María de un modo especialísimo»7. Ella es amada por Jesús de modo absolutamente singular a causa del vínculo de la sangre por el que María es su Madre según la carne. Pero Jesús la ama más, y está más estrechamente unido con Ella, por los lazos de la delicada fidelidad de la Virgen a su vocación, al perfecto cumplimiento de la voluntad del Padre. Por eso la Iglesia nos recuerda que la Santísima Virgen «acogió las palabras con las que su Hijo, exaltando el Reino por encima de las condiciones y lazos de la carne y de la sangre, proclamó bienaventurados a los que escuchan y guardan la palabra de Dios, como Ella lo hacía fielmente»8.
La propia vocación nos hace querer, humana y sobrenaturalmente, a los padres, a los hijos, a los hermanos. Dios ensancha y afina el corazón, y a la vez nos pide la necesaria independencia y desprendimiento de cualquier atadura, para llevar a cabo lo que Él quiere de cada uno: realizar la propia llamada, que es única e irrepetible, aunque alguna vez, por razones comprensibles, pueda causar dolor a quienes más queremos en la tierra. No podemos olvidar que después de la explicación de Jesús a María y a José, que llevaban tres días buscándole, ellos no comprendieron lo que les dijo9, siendo María la llena de gracia y José justo, metido plenamente en Dios. Más tarde fueron entendiendo más –María en un orden más profundo–, a medida que los acontecimientos de su Hijo se iban desarrollando. No nos tiene que sorprender, por tanto, que a veces nuestros parientes no entiendan.
¡Qué alegría pertenecer con lazos tan fuertes a esta nueva familia de Jesús! ¡Cómo hemos de querer y ayudar a quienes están fuertemente unidos a nosotros por los vínculos de la fe y de la vocación! Entonces entendemos las palabras de la Escritura: Frater qui adiuvatur a fratre quasi civitas firma10, el hermano, ayudado por su hermano, es como una ciudad amurallada. Nada puede contra la caridad y la fraternidad bien vivida. «¡Poder de la caridad! —Vuestra mutua flaqueza es también apoyo que os sostiene derechos en el cumplimiento del deber si vivís vuestra fraternidad bendita: como mutuamente se sostienen, apoyándose, los naipes»11.
— María, la Madre de la nueva familia de Jesús, la Iglesia, es también Madre de cada uno de nosotros.
-Todo el que haga la voluntad de mi Padre que está en los Cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre. Quizá la Virgen, desde el lugar en que se encontraba fuera de la casa donde enseñaba su Hijo, oyera estas palabras, o quizá alguien se las repetiría enseguida. Ella bien sabía los lazos profundos que la unían con Aquel a quien iba a ver: vínculos de la naturaleza, y otros, más profundos aún, originados por su perfecta unión con la Trinidad Beatísima. Ella sabía, cada vez de un modo más perfecto, que había sido llamada desde la eternidad para ser la Madre de esta nueva familia que se forma en torno a Jesús. Por medio de la fe correspondió a la llamada que Dios le dirigía para ser Madre de su Hijo y «en la misma fe ha descubierto y acogido la otra dimensión de la maternidad, revelada por Jesús durante su misión mesiánica. Se puede afirmar –enseña el Papa Juan Pablo II– que esta dimensión de la maternidad pertenece a María desde el comienzo, o sea desde el momento de la concepción y del nacimiento del Hijo. Desde entonces era “la que ha creído”. A medida que se esclarecía ante sus ojos y ante su espíritu la misión del Hijo, ella misma como Madre se abría cada vez más a aquella “novedad” de la maternidad, que debía constituir su “papel” junto al Hijo»12.
Más tarde, en el Calvario, se descorrió por completo el velo del misterio de su maternidad espiritual sobre aquellos que a lo largo de los siglos habían de creer en Él: Ahí tienes a tu hijo13, le dijo Jesús señalando a Juan. Y en él estábamos representados todos los hombres. Esa maternidad se extiende de modo particular a todos los bautizados y a quienes están en camino hacia la fe, porque María es Madre de la Iglesia toda14, la gran familia del Señor que se prolonga a través de los tiempos.
Se da una particular correspondencia entre el momento de la Encarnación del Hijo de Dios y el nacimiento de la Iglesia en Pentecostés, y «la persona que une estos dos momentos es María:María en Nazaret y María en el cenáculo de Jerusalén. En ambos casos su presencia discreta, pero esencial, indica el camino del “nacimiento del Espíritu”. Así la que está presente en el misterio de Cristo como Madre, se hace –por voluntad del Hijo y por obra del Espíritu Santo– presente en el misterio de la Iglesia»15. La presencia de María en la Iglesia es una presencia materna, y lo mismo que en una familia la relación de maternidad y de filiación es única e irrepetible, así nuestra relación con la Madre del Cielo es única y diferente para cada cristiano. Y lo mismo que Juan la acogió en su casa, cada cristiano ha de «entrar en el radio de acción de aquella “caridad materna”»16.
A cada uno nos quiere como si fuera su único hijo, y se desvela por nuestra santidad y por nuestra salvación como si no tuviera otros hijos en la tierra. Muchas veces hemos de llamarla ¡Madre! Y ahora, al terminar este rato de oración, le decimos en la intimidad de nuestra alma: ¡Madre mía!, no me dejes. ¡Tú bien sabes cuánta necesidad tengo de Ti! ¡Ayúdame a estar siempre cerca de tu Hijo!
1 Mt 12, 46-50. — 2 Lc 11, 27-28. — 3 Lc 2, 49. — 4 Juan Pablo II, Enc. Redemptoris Mater, 25-llI-1987, 20. — 5 Cfr. Sagrada Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota a Mc 4, 31-35. — 6 Santo Tomás. Comentario sobre el Evangelio de San Mateo, 12, 49-50. — 7 Juan Pablo II, loc. cit. — 8 Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 58. — 9 Lc 2, 50 — 10 Prov 18, 19. — 11 San Josemaría Escrivá, Camino, n. 462. — 12 Juan Pablo II, loc. cit. — 13 Jn 19, 26. — 14 Cfr. C. Pozo, María en la obra de la salvación, BAC, Madrid 1974, pp. 61-62.— 15 Juan Pablo II, o. c., 24. — 16Ibídem, 45. _________________________________________________________________________________________
Otro comentario: P. Pere SUÑER i Puig SJ (Barcelona, España)
El que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ése es (...) mi madre
Hoy, el Evangelio se nos presenta, de entrada, sorprendente: «¿Quién es mi madre» (Mt 12,48), se pregunta Jesús. Parece que el Señor tenga una actitud despectiva hacia María. No es así. Lo que Jesús quiere dejar claro aquí es que ante sus ojos —¡ojos de Dios!— el valor decisivo de la persona no reside en el hecho de la carne y de la sangre, sino en la disposición espiritual de acogida de la voluntad de Dios: «Extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: ‘Éstos son mi madre y mis hermanos. Pues todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre’» (Mt 12,49-50). En aquel momento, la voluntad de Dios era que Él evangelizara a quienes le estaban escuchando y que éstos le escucharan. Eso pasaba por delante de cualquier otro valor, por entrañable que fuera. Para hacer la voluntad del Padre, Jesucristo había dejado a María y ahora estaba predicando lejos de casa.
Pero, ¿quién ha estado más dispuesto a realizar la voluntad de Dios que María? «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Por esto, san Agustín dice que María, primero acogió la palabra de Dios en el espíritu por la obediencia, y sólo después la concibió en el seno por la Encarnación.
Con otras palabras: Dios nos ama en la medida de nuestra santidad. María es santísima y, por tanto, es amadísima. Ahora bien, ser santos no es la causa de que Dios nos ame. Al revés, porque Él nos ama, nos hace santos. El primero en amar siempre es el Señor (cf. 1Jn 4,10). María nos lo enseña al decir: «Ha puesto los ojos en la humildad de su esclava» (Lc 1,48). A los ojos de Dios somos pequeños; pero Él quiere engrandecernos, santificarnos.
Pero, ¿quién ha estado más dispuesto a realizar la voluntad de Dios que María? «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Por esto, san Agustín dice que María, primero acogió la palabra de Dios en el espíritu por la obediencia, y sólo después la concibió en el seno por la Encarnación.
Con otras palabras: Dios nos ama en la medida de nuestra santidad. María es santísima y, por tanto, es amadísima. Ahora bien, ser santos no es la causa de que Dios nos ame. Al revés, porque Él nos ama, nos hace santos. El primero en amar siempre es el Señor (cf. 1Jn 4,10). María nos lo enseña al decir: «Ha puesto los ojos en la humildad de su esclava» (Lc 1,48). A los ojos de Dios somos pequeños; pero Él quiere engrandecernos, santificarnos.
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Otro comentario: REDACCIÓN evangeli.net (elaborado a partir de textos de Benedicto XVI) (Città del Vaticano, Vaticano)
La voluntad del Padre
Hoy Jesucristo señala como "suyos" aquellos que cumplen la voluntad del Padre celestial. Pero, ¿no parecería eso una exageración, incluso "anti-natural"? Emerge en nuestra memoria el drama de Getsemaní, donde la voluntad humana de Jesús parece "pugnar" contra su propia voluntad divina (¡es Dios Hijo!), que debía identificarse con la del Padre.
En realidad, lo misterioso no es tanto aquella "pugna" de voluntades en Cristo, sino nuestra "esquizofrenia" al desmarcarnos del querer del Padre. Desde que fue creada, la voluntad humana está orientada a la divina. Al asumir la voluntad divina, nuestra voluntad alcanza su cumplimiento, no su destrucción. Pero el hombre, por la "estrechez original", tiende a sentir amenazada su libertad por la voluntad del Padre. Este desapego es, justamente, lo que más hace sufrir a Jesús en el Huerto de los Olivos.
—Jesús, nuestra obstinación contra Dios estuvo presente en tu oración. Con tu sangrante "pugna" interior en Getsemaní, arrastras a nuestra naturaleza "recalcitrante" hacia su verdadera razón de ser: el Padre.
En realidad, lo misterioso no es tanto aquella "pugna" de voluntades en Cristo, sino nuestra "esquizofrenia" al desmarcarnos del querer del Padre. Desde que fue creada, la voluntad humana está orientada a la divina. Al asumir la voluntad divina, nuestra voluntad alcanza su cumplimiento, no su destrucción. Pero el hombre, por la "estrechez original", tiende a sentir amenazada su libertad por la voluntad del Padre. Este desapego es, justamente, lo que más hace sufrir a Jesús en el Huerto de los Olivos.
—Jesús, nuestra obstinación contra Dios estuvo presente en tu oración. Con tu sangrante "pugna" interior en Getsemaní, arrastras a nuestra naturaleza "recalcitrante" hacia su verdadera razón de ser: el Padre.
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Otro comentario: Jean-Jacques Olier (1608-1657), fundador de los Sulpicianos
Carta nº 30
Carta nº 30
Yo veía esta admirable obra maestra salida de las manos de Dios, la Santa Virgen, llena del Espíritu Santo desde su nacimiento…, y las operaciones que el Espíritu Santo hacía en ella y cómo se le comunicaba en plenitud. Y consideraba a esta santa alma de María dando a Dios Padre, desde su nacimiento, todo lo que le es debido. Me parecía verla ofreciéndose a Dios y ofreciendo, con ella, a toda la Iglesia, como sabiendo que un día sería su Madre; de manera que, en esta voluntad, estábamos comprendidos todos nosotros, santificados y consagrados a Dios por la ofrenda que María había hecho de sí misma consagrando a Dios todo lo que era y lo que sería para siempre. Según lo que veía, me pareció que nosotros debíamos ratificar esta ofrenda, dedicarnos a Dios tal como ella se había dedicado, y consagrarnos a él con la misma fidelidad que ella lo había hecho, por ella y por nosotros. ¡Qué gozo en el corazón de Dios, me decía a mi mismo, por una ofrenda tan santa como la de la Virgen María! ¡Qué dulce presente el de un corazón tan amoroso y tan ancho que, él solo contiene más amor y presenta más obsequios que los que le hacen los ángeles todos juntos! Porque María presenta a Dios su alma que contiene a Jesús y a toda la Iglesia…
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