† Lectura del santo Evangelio según san Lucas 10,1-12.17-20
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo, Jesús designó a otros setenta y dos discípulos y los mandó por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir. Y les dijo:
"La cosecha es mucha y los trabajadores pocos; por tanto, rueguen al dueño de la mies que envíe trabajadores a sus campos. Pónganse en camino. Yo los envío como corderos en medio de lobos. No lleven dinero, ni morral, ni sandalias; y no se detengan a saludar a nadie por el camino. Cuando entren en una casa, digan: "Que la paz reine en esta casa"; si allí hay gente amante de la paz, el deseo de la paz de ustedes se cumplirá; si no, no se cumplirá. Quédense en esa casa, coman y beban de lo que tengan, porque el trabajador tiene derecho a su salario. No anden de casa en casa. En cualquier ciudad donde entren y los reciban, coman de lo que les den, curen a los enfermos que haya, y díganles:
"Ya se acerca a ustedes el Reino de Dios". Pero si entran en una ciudad y no los reciben, salgan por las calles y digan: "Hasta el polvo de esta ciudad que se nos ha pegado a los pies nos lo sacudimos, en señal de protesta contra ustedes. De todos modos, sepan que el Reino de Dios está cerca". Yo les digo que en el día del juicio, Sodoma será tratada con menos rigor que esa ciudad".
Los setenta y dos discípulos regresaron llenos de alegría y le dijeron a Jesús:
"Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre".
El les contestó:
"Vi a Satanás caer del cielo como rayo. A ustedes les he dado poder para aplastar serpientes y escorpiones y para vencer toda fuerza del Enemigo; y nada les podrá hacer daño. Pero no se alegren de que los demonios se les someten; alégrense más bien de que sus nombres están escritos en el cielo".
Palabra de Señor.
"La cosecha es mucha y los trabajadores pocos; por tanto, rueguen al dueño de la mies que envíe trabajadores a sus campos. Pónganse en camino. Yo los envío como corderos en medio de lobos. No lleven dinero, ni morral, ni sandalias; y no se detengan a saludar a nadie por el camino. Cuando entren en una casa, digan: "Que la paz reine en esta casa"; si allí hay gente amante de la paz, el deseo de la paz de ustedes se cumplirá; si no, no se cumplirá. Quédense en esa casa, coman y beban de lo que tengan, porque el trabajador tiene derecho a su salario. No anden de casa en casa. En cualquier ciudad donde entren y los reciban, coman de lo que les den, curen a los enfermos que haya, y díganles:
"Ya se acerca a ustedes el Reino de Dios". Pero si entran en una ciudad y no los reciben, salgan por las calles y digan: "Hasta el polvo de esta ciudad que se nos ha pegado a los pies nos lo sacudimos, en señal de protesta contra ustedes. De todos modos, sepan que el Reino de Dios está cerca". Yo les digo que en el día del juicio, Sodoma será tratada con menos rigor que esa ciudad".
Los setenta y dos discípulos regresaron llenos de alegría y le dijeron a Jesús:
"Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre".
El les contestó:
"Vi a Satanás caer del cielo como rayo. A ustedes les he dado poder para aplastar serpientes y escorpiones y para vencer toda fuerza del Enemigo; y nada les podrá hacer daño. Pero no se alegren de que los demonios se les someten; alégrense más bien de que sus nombres están escritos en el cielo".
Palabra de Señor.
Gloria a Ti Señor Jesús.
† Meditación diaria
Décimo cuarto Domingo
ciclo c
COMO UN RÍO DE PAZ
— El Señor viene a dar la paz a un mundo que carece de ella.
La Liturgia de este Domingo se centra de modo particular en la paz como un gran bien para el alma y para la sociedad. En la Primera lectura1, el Profeta Isaías anuncia que la era del Mesías se caracterizará por la abundancia de este don divino; será como un torrente de paz, como un torrente en crecida, resumen de todos los bienes: el gozo, la alegría, el consuelo, la prosperidad prometida por Dios a la Jerusalén restaurada tras el destierro de Babilonia. Como un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo. Isaías se refiere al Mesías, portador de esa paz que es, a un mismo tiempo, gracia y salvación eterna para cada uno y para todo el pueblo de Dios. La nueva Jerusalén es imagen de la Iglesia y de todos nosotros.
El Evangelio de la Misa2 relata el envío de los discípulos anunciando la llegada del Reino de Dios. A su paso se repiten los milagros: ciegos que recuperan la vista, leprosos que quedan limpios, pecadores que se mueven a penitencia, y por todas partes van llevando la paz de Cristo. El mismo Señor, antes de partir para esta misión apostólica, les había encargado: Cuando entréis en una casa, decid primero: Paz a esta casa. Y si hay allí gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz... Este mensaje lo repetirá la Iglesia hasta el fin de los tiempos.
Después de tantos años vemos, sin embargo, que el mundo no está en paz; la ansía y clama por ella, pero no la encuentra. En pocas ocasiones se ha nombrado tanto la palabra paz, y quizá pocas veces la paz ha estado más lejos del mundo. Incluso “dentro de cada país, y en no pocas naciones, el estado habitual tampoco tiene nada que ver con la paz. No que haya guerra, lo que generalmente se entiende por guerra, pero sí falta de paz. Lucha de razas, lucha de clases, lucha entre ideologías, lucha de partidos. Terrorismo, guerrillas, secuestros, atentados, inseguridad, motines, conflictos, violencia. Odios, resentimientos, acusaciones, recriminaciones”3. Paz, paz, dicen. Y no hay paz4. No hay paz en la sociedad, ni en las familias, ni en las almas. ¿Qué ocurre para que no haya paz? ¿Por qué tanta crispación y tanta violencia, por qué tanta inquietud y tristeza en las almas, si todos desean la paz?
Quizá el mundo esté buscando la paz donde no la puede encontrar; quizá se la confunde con la tranquilidad, es posible que se haga depender de circunstancias externas y ajenas al hombre mismo. La paz viene de Dios y es un don divino que sobrepuja todo entendimiento5, y se otorga solo a los hombres de buena voluntad6, a quienes procuran con todas sus fuerzas acomodar su vida al querer divino. “La paz, que lleva consigo la alegría, el mundo no puede darla.
“—Siempre están los hombres haciendo paces, y siempre andan enzarzados con guerras, porque han olvidado el consejo de luchar por dentro, de acudir al auxilio de Dios, para que Él venza, y conseguir así la paz en el propio yo, en el propio hogar, en la sociedad y en el mundo.
“—Si nos conducimos de este modo, la alegría será tuya y mía, porque es propiedad de los que vencen; y con la gracia de Dios –que no pierde batallas– nos llamaremos vencedores, si somos humildes”7. Entonces seremos portadores de la paz verdadera, y la llevaremos como un tesoro inapreciable allí donde nos encontremos: a la familia, al lugar de trabajo, a los amigos..., al mundo entero.
— La violencia y la inquietud tienen sus raíces en el corazón de los hombres. Son consecuencias del pecado.
En los comienzos, antes de que se cometiera el pecado original, todo estaba ordenado para dar gloria a Dios y para felicidad de los hombres No existían las guerras, los odios, los rencores, la incomprensión, las injusticias... Por ese primer pecado, al que se añadieron luego los pecados personales, el hombre se convirtió en un ser egoísta, soberbio, mezquino, avaro... Ahí hemos de buscar la causa de todos los desequilibrios que vemos a nuestro alrededor: “la violencia y la injusticia –señala Juan Pablo II– tienen raíces profundas en el corazón de cada individuo, de cada uno de nosotros”8. Del corazón proceden “todos los desórdenes que los hombres son capaces de cometer contra Dios, contra los hermanos y contra ellos mismos, provocando en lo más íntimo de sus conciencias un desgarrón, una profunda amargura, una falta de paz que necesariamente se refleja en el tejido de la vida social. Pero es también del corazón humano, de su inmensa capacidad de amar, de su generosidad para el sacrificio, de donde pueden surgir –fecundados por la gracia de Cristo– sentimientos de fraternidad y obras de servicio a los hombres que como río de paz (Is 66, 12) cooperen a la construcción de un mundo más justo, en el que la paz tenga carta de ciudadanía e impregne todas las estructuras de la sociedad”9. La paz es consecuencia de la gracia santificante, como la violencia, en cualquiera de sus manifestaciones, es consecuencia del pecado.
El futuro de la paz está en nuestros corazones10, pues el pecado no fue tan poderoso que pudiera borrar completamente la imagen de Dios en el hombre, sino solo “ensuciarla, deformarla, debilitarla; pudo herir su alma, pero no aniquilarla; oscurecer su inteligencia, pero no destruirla; dar entrada al odio, pero no eliminar la capacidad de amar; torcer la voluntad, pero no hasta el punto de hacer imposible la rectificación”11. Por eso, aunque el hombre tiende al mal cuando se deja llevar por su naturaleza caída, sin embargo puede, con la ayuda de la gracia, vencer estas pasiones desordenadas, y poseer y comunicar la paz que Cristo nos ganó. La vida del cristiano se convierte entonces en una lucha alegre por rechazar el mal y por alcanzar a Cristo. En esa lucha encuentra una seguridad llena de optimismo, y cuando pacta con el pecado y con sus errores la pierde, y se convierte entonces en una fuente de malestar o de violencia para sí mismo y para los demás.
Como un niño a quien su madre consuela, así os consolaré Yo. Solo en Cristo encontraremos la paz que tanto necesitamos para nosotros mismos y para quienes están más cerca. Acudamos a Él cuando las contrariedades de la vida pretendan quitarnos la serenidad del alma. Acudamos al sacramento de la Penitencia y a la dirección espiritual si, por no haber luchado suficientemente, hubiera entrado la inquietud y el desasosiego en nuestro corazón.
— La paz comienza en el alma con el reconocimiento de aquello que separa de Dios; con una profunda contrición. Promotores de paz en el mundo, comenzando por las personas más cercanas.
La presencia de Cristo en el corazón de sus discípulos es el origen de la verdadera paz, que es riqueza y plenitud, y no simple tranquilidad o ausencia de dificultades y de lucha. San Pablo afirma que Cristo mismo es nuestra paz12; poseerle y amarle es el origen de toda serenidad verdadera.
Este fluir de paz en nuestro corazón, como un torrente en crecida, comienza por el reconocimiento de nuestros pecados, de las faltas, negligencias y errores. Entonces, si somos humildes y miramos a Cristo, descubriremos su gran misericordia, “como si estuviese ahí detrás como escondido para decirnos: esas son las miserias que he tomado sobre Mí para mostrarte muy personalmente, en esta soledad y en este dolor, cuál es el amor del Padre, único capaz de librarte de ellas, de darles en cierto modo la vuelta y utilizarlas para tu salvación. Entonces podrá resonar en el oído de nuestro corazón la palabra: tu fe te ha salvado y te ha curado. ¡Vete en paz!”13. No hay paz sin contrición, sin una profunda sinceridad con nosotros mismos que lleva a reconocer aquello que en nuestra vida aleja de Dios y de los hermanos, y sinceridad honda, sin paliativo alguno, en la Confesión.
Con este sosiego interior, que habremos de encontrar recomenzando muchas veces y no pactando jamás con nuestros defectos y errores, podremos entonces salir al mundo, a ese espacio en el que se desenvuelve nuestro quehacer diario, para ser promotores de la paz que el mundo no tiene y que, por tanto, no puede dar.
Cuando entréis en una casa, decid primero: Paz a esta casa... No se trata de un simple saludo, es la paz de Cristo que han de llevar sus discípulos a todos los caminos. Diremos a todos que la verdadera paz “se funda en la justicia, en el sentido de la dignidad inviolable del hombre, en el reconocimiento de una igualdad indeleble y deseable entre los hombres, en el principio básico de la fraternidad humana, es decir, en el respeto y amor debido a cada hombre”14. La paz del mundo comienza en el corazón de cada hombre.
El cristiano que vive de fe es el hombre de paz que contagia serenidad; se está bien a su lado y los demás buscarán su compañía. Pidamos a Nuestra Señora, al terminar este rato de oración, que sepamos acudir con humildad a la fuente de la paz (el Sagrario, la Confesión, la dirección espiritual) si viéramos que el desasosiego, el temor, la tristeza o la inquietud quieren penetrar en nuestro corazón. Regina pacis, ora pro nobis... ora pro me.
1 Is 66, 10-14. — 2 Lc 10, 1-12, 17-20. — 3 F. Suárez, La paz os dejo, Rialp, Madrid l973, p. 47. — 4 Cfr. Jer 6, 14 — 5 Flp 4, 7 — 6 Cfr. Lc 2, 14. — 7 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 102. — 8 Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada de la Paz, 8-XII-1984, n. 1. — 9 A. del Portillo, Homilía a participantes del Año Internacional de la Juventud, 30-III-1985. — 10 Cfr. Juan Pablo II, o. c., n. 3 — 11 F Suárez, o. c., p. 63. — 12 Ef 2, 14. — 13 S. Pinckaers, En busca de la felicidad, Palabra, Madrid 1981, p. 157. — 14 Pablo VI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 1971.
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Otro comentario: Vida de San Francisco de Asís “Anónimo de Perusa” (siglo XIII,) § 18
Colmado de gracias del Espíritu Santo, el bienaventurado Francisco predijo a sus hermanos lo que tenía que pasar. En el bosque cercano a la capilla de Santa María de la Porciúncula, donde tenían costumbre los hermanos de retirarse para la oración, reunió a los seis hermanos que le seguían entonces y les dijo: “Queridos hermanos, entendamos bien nuestra vocación. En su misericordia, Dios no nos ha llamado solamente para nuestro provecho propio sino también para el servicio y la salvación de muchos otros. Vayamos pues, por el mundo, exhortando y mostrando a los hombres y las mujeres, por nuestra palabra y nuestro ejemplo, la penitencia de sus pecados y a acordarse de los preceptos de Dios que habían quedado en el olvido.”
Luego añadió: “No tengáis miedo, pequeño rebaño!” (Lc 12,32) tened confianza en el Señor. No os preguntéis el uno al otro: ¿Cómo vamos a predicar nosotros, ignorantes e iletrados?” Acordaos, más bien, de las palabras del Señor a sus discípulos: “Yo os digo: no seréis vosotros los que hablaréis sino que el Espíritu Santo hablará por vosotros.” (Mt 10,20) Es pues, el Señor mismo quien os comunicará su Espíritu y su sabiduría para exhortar y predicar a los hombres y mujeres la senda y la práctica de sus mandamientos.
Luego añadió: “No tengáis miedo, pequeño rebaño!” (Lc 12,32) tened confianza en el Señor. No os preguntéis el uno al otro: ¿Cómo vamos a predicar nosotros, ignorantes e iletrados?” Acordaos, más bien, de las palabras del Señor a sus discípulos: “Yo os digo: no seréis vosotros los que hablaréis sino que el Espíritu Santo hablará por vosotros.” (Mt 10,20) Es pues, el Señor mismo quien os comunicará su Espíritu y su sabiduría para exhortar y predicar a los hombres y mujeres la senda y la práctica de sus mandamientos.
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Otro comentario: REDACCIÓN evangeli.net (elaborado a partir de textos de Benedicto XVI) (Città del Vaticano, Vaticano)
Los fieles laicos en el Pueblo de Dios
Hoy aparece un conjunto de seguidores de Cristo más amplio que el grupo específico de los doce Apóstoles. Ahí, en este conjunto de "enviados", están tanto los Doce —que serán "fieles ordenados", sacerdotes, a partir de la Última Cena— como también un gran grupo de "fieles no ordenados", es decir, fieles corrientes de la Iglesia, fieles laicos. No son dos "clases" o "categorías", sino dos modos de pertenecer —por medio del Bautismo— al único "Pueblo de Dios" encabezado por Cristo.
La relación entre estos dos modos de incorporarse a la Iglesia debe entenderse a partir de la relación de confianza entre "pastor" y "rebaño", significando lo mismo que la expresión "Pueblo de Dios": un pueblo dedicado a Dios que está en camino, en peregrinación, a lo largo de la historia.
—Ser laico es la forma normal de ser cristiano y de vivir el Evangelio abordando las cuestiones cotidianas de este mundo. Abarcar y transformar el mundo en el cristianismo: ¡he aquí el auténtico apostolado de los seglares!
La relación entre estos dos modos de incorporarse a la Iglesia debe entenderse a partir de la relación de confianza entre "pastor" y "rebaño", significando lo mismo que la expresión "Pueblo de Dios": un pueblo dedicado a Dios que está en camino, en peregrinación, a lo largo de la historia.
—Ser laico es la forma normal de ser cristiano y de vivir el Evangelio abordando las cuestiones cotidianas de este mundo. Abarcar y transformar el mundo en el cristianismo: ¡he aquí el auténtico apostolado de los seglares!
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Otro comentario: Dr. Josef ARQUER (Berlín, Alemania)
«¡Poneos en camino!»
Hoy, nos fijamos en algunos que, entre la multitud, han procurado acercarse a Jesucristo, que está hablando mientras contempla los campos rebosantes de espigas: «La mies es mucha, pero los obreros pocos: rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Lc 10,2). De repente, fija su mirada en ellos y va señalando a unos cuantos, uno a uno: tú, y tú, y tú. Hasta setenta y dos...
Asombrados, le oyen decir que vayan, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde Él irá. Quizá alguno habrá respondido: —Pero, Señor, ¡si yo sólo he venido para oírte, porque es tan bello lo que dices!
El Señor les pone en guardia contra los peligros que les acecharán. «¡Poneos en camino! Mirad que os envío como corderos en medio de lobos». Y utilizando imágenes de costumbre en las parábolas, añade: «No llevéis talega, ni alforja, ni sandalias» (Lc 10,3-4). Interpretando el lenguaje expresivo de Jesús: —Dejad de lado medios humanos. Yo os envío y esto basta. Aun sintiéndoos lejos, seguís cerca, yo os acompaño.
A diferencia de los Doce, llamados por el Señor para que permanezcan junto a Él, los setenta y dos regresarán luego a sus familias y a su trabajo. Y vivirán allí lo que habían descubierto junto a Jesús: dar testimonio, cada uno en su sitio, simplemente ayudando a quienes nos rodean a que se acerquen a Jesucristo.
La aventura acaba bien: «Los setenta y dos volvieron muy contentos» (Lc 10,17). Sentados en torno a Jesucristo, le debieron contar las experiencias de aquel par de días en que descubrieron la belleza de ser testigos.
Al considerar hoy aquel lejano episodio, vemos que no es puro recuerdo histórico. Nos damos por aludidos: podemos sentirnos junto al Cristo presente en la Iglesia y adorarle en la Eucaristía. Y el Papa Francisco nos anima a «llevar a Jesucristo al hombre, y conducirlo al encuentro con Jesucristo, Camino, Verdad y Vida, realmente presente en la Iglesia y contemporáneo en cada hombre».
Asombrados, le oyen decir que vayan, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde Él irá. Quizá alguno habrá respondido: —Pero, Señor, ¡si yo sólo he venido para oírte, porque es tan bello lo que dices!
El Señor les pone en guardia contra los peligros que les acecharán. «¡Poneos en camino! Mirad que os envío como corderos en medio de lobos». Y utilizando imágenes de costumbre en las parábolas, añade: «No llevéis talega, ni alforja, ni sandalias» (Lc 10,3-4). Interpretando el lenguaje expresivo de Jesús: —Dejad de lado medios humanos. Yo os envío y esto basta. Aun sintiéndoos lejos, seguís cerca, yo os acompaño.
A diferencia de los Doce, llamados por el Señor para que permanezcan junto a Él, los setenta y dos regresarán luego a sus familias y a su trabajo. Y vivirán allí lo que habían descubierto junto a Jesús: dar testimonio, cada uno en su sitio, simplemente ayudando a quienes nos rodean a que se acerquen a Jesucristo.
La aventura acaba bien: «Los setenta y dos volvieron muy contentos» (Lc 10,17). Sentados en torno a Jesucristo, le debieron contar las experiencias de aquel par de días en que descubrieron la belleza de ser testigos.
Al considerar hoy aquel lejano episodio, vemos que no es puro recuerdo histórico. Nos damos por aludidos: podemos sentirnos junto al Cristo presente en la Iglesia y adorarle en la Eucaristía. Y el Papa Francisco nos anima a «llevar a Jesucristo al hombre, y conducirlo al encuentro con Jesucristo, Camino, Verdad y Vida, realmente presente en la Iglesia y contemporáneo en cada hombre».
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