lunes, 8 de julio de 2013

Evangelio - Lunes XIV Semana del Tiempo Ordinario

† Lectura del santo Evangelio según san Mateo 9, 18-26
Gloria a ti, Señor
En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba, se le acercó un jefe de la sinagoga, se postró ante él y le dijo: 
"Señor, mi hija acaba de morir; pero ven tú a imponerle las manos y volverá a vivir".
Jesús se levantó y lo siguió, acompañado de sus discípulos. Entonces, una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años, se le acercó por detrás y le tocó la orilla del manto, pues pensaba: 
"Con sólo tocar su manto, me curaré". 
Jesús, volviéndose, la miró y le dijo:
"Hija, ten confianza; tu fe te ha curado".
Y en aquel mismo instante quedó curada la mujer. 
Cuando llegó a la casa del jefe de la sinagoga, vio Jesús a los flautistas y el tumulto de la gente y les dijo:
"Retírense de aquí. La niña no está muerta; está dormida".
Y todos se burlaron de él. En cuanto hicieron salir a la gente, entró Jesús, tomó a la niña de la mano y ésta se levantó. La noticia se difundió por toda aquella región. 
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.

† Meditación diaria
14ª Semana. Lunes
ENCONTRAR A CRISTO EN LA IGLESIA
— No es posible amar, seguir o escuchar a Cristo, sin amar, seguir o escuchar a la Iglesia.
Todos buscan a Jesús. Todos lo necesitan, y Él siempre está dispuesto a compadecerse de cuantos se le acercan con fe. Su Humanidad Santísima era como el canal por el que discurrían todas las gracias, mientras permaneciera entre los hombres. Por eso, toda la multitud intentaba tocarle, porque salía de Él una fuerza que sanaba a todos.
La mujer de la que habla el Evangelio de la Misa1 también se sintió movida a acercarse a Cristo. A sus sufrimientos físicos –ya doce años– se añadía la vergüenza de sentirse impura según la ley. En el pueblo judío se consideraba impura no solamente la mujer afectada de una enfermedad de este tipo, sino todo lo que ella tocaba. Por eso, para no ser notada por la gente, se acercó a Jesús por detrás y tocó tan solo su manto. «Tocó delicadamente el ruedo del manto, se acercó con fe, creyó y supo que había sido sanada...»2.
Estas curaciones, los milagros, las expulsiones de los demonios que Cristo realizó mientras vivía en la tierra, eran una prueba de que la Redención era ya una realidad, no una mera esperanza. Estas gentes que se acercan hasta el Maestro son como un anticipo de la devoción de los cristianos a la Santísima Humanidad de Cristo. Después, cuando estaba próximo a marcharse al Cielo, junto al Padre, sabiendo que siempre andaríamos necesitados de Él, dispuso los medios para que, en cualquier tiempo y lugar, pudiéramos recibir la infinita riqueza de la Redención: fundó la Iglesia, bien visible y localizable. Con ella ocurre algo parecido a lo que buscaban aquellas gentes en el Hijo de María.Estar en la Iglesia es estar con Jesús, unirse a este redil es unirse a Jesús, pertenecer a esa sociedad es ser miembro de su Cuerpo. Solo en ella encontramos a Cristo, al mismo Cristo, aquel que esperaba el pueblo elegido.
Quienes pretenden ir a Cristo dejando a un lado a su Iglesia, o incluso maltratándola, podrían un día llevarse la misma sorpresa de San Pablo en el camino de Damasco: Yo soy Jesús, a quien tú persigues3. Y «no dice –resalta San Beda–: ¿por qué persigues a mis miembros?, sino ¿por qué me persigues?, porque Él todavía padece afrentas en su Cuerpo, que es la Iglesia»4. Pablo no supo hasta ese momento queperseguir a la Iglesia era perseguir al mismo Jesús. Más tarde, cuando hable sobre Ella, lo hará describiéndola como el Cuerpo de Cristo5, o simplemente como Cristo6; y a los fieles como sus miembros7.
No es posible amar, seguir o escuchar a Cristo, sin amar, seguir o escuchar a la Iglesia, porque Ella es la presencia, sacramental y misteriosa a la vez, de Nuestro Señor, que prolonga su misión salvífica en el mundo hasta el final de los tiempos.
— En Ella, participamos de la Vida de Cristo.
Nadie puede decir que ama a Dios si no escoge el camino –Jesús– establecido por el mismo Dios: Este es mi Hijo amado (...), escuchadle8. Y resulta ilógica la pretensión de ser amigos de Cristo despreciando su palabra y sus deseos.
Aquellas gentes que llegan de todas partes encuentran en Jesús a alguien que, con autoridad, les habla de Dios –Él mismo es la Palabra divina hecha carne–: encuentran a Jesús Maestro. Y ahora quedamos vinculados a Él cuando aceptamos la doctrina de la Iglesia: El que a vosotros oye, a Mí me oye, y el que a vosotros desecha, a Mí me desecha9.
Jesús es, además, nuestro Redentor. Es el Sacerdote, poseedor del único sacerdocio, que se ofreció a sí mismo como propiciación por los pecados. Cristo no se apropió la gloria de ser Sumo Sacerdote, sino que se lo otorgó el que le dijo: Tú eres mi hijo...10. A Jesús-Sacerdote y Víctima, que honra a Dios Padre y nos santifica a nosotros, nos unimos en cuanto participamos en la vida de la Iglesia; de sus sacramentos en particular, que son como canales divinos por los que fluye la gracia hasta llegar a las almas. Cada vez que los recibimos nos ponemos en contacto con Cristo mismo, fuente de toda gracia. A través de los sacramentos, los méritos infinitos que Cristo nos ganó alcanzan a los hombres de todas las épocas y son, para todos, firme esperanza de vida eterna. En la Sagrada Eucaristía, que Cristo mandó celebrar a la Iglesia, renovamos su oblación e inmolación: Este es mi cuerpo, que es entregado por vosotros; haced esto en conmemoración mía11; y solo la Sagrada Eucaristía nos garantiza esa Vida que Él nos ha ganado: si alguno come de este pan, vivirá para siempre, y el pan que Yo le daré es mi carne, vida del mundo...12.
La condición para participar en este sacrificio y banquete radica en otro de los sacramentos, que Cristo confirió a su Iglesia, el Bautismo:Id, pues; enseñad a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo13. El que creyere y fuere bautizado se salvará...14. Y Si nuestros pecados nos han apartado de Dios, también la Iglesia es el medio para restituir nuestra condición de miembros vivos del Señor: a quien perdonareis los pecados -dice a sus Apóstoles- les serán perdonados; a quienes se los retuviereis les serán retenidos15. Nuestro Señor estableció que esta vinculación profundísima con Él se realizara a través de esos signos visibles de la vida sacramental de su Iglesia. En los sacramentos también encontramos a Cristo.
Y aunque alguna vez se dieran disensiones dentro de la Iglesia, no nos sería difícil encontrar a Cristo. Las mayorías o las minorías poco significan cuando se trata de encontrar a Jesús: en el Calvario solo estaba su Madre con unas pocas mujeres y un adolescente, ¡pero allí, a pocos metros, estaba Jesús! En la Iglesia también sabemos dónde está el Señor: Yo te daré -declaró a Pedro- las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares en la tierra será desatado en los cielos16. Y ni siquiera las negaciones de Simón fueron suficientes para revocar estos poderes. El Señor, una vez resucitado, los confirmó de modo solemne: Apacienta mis corderos (...). Apacienta mis ovejas17. La Iglesia está donde están Pedro y sus sucesores, los obispos en comunión con él.
— Fe, esperanza y amor a la Iglesia.
En la Iglesia vemos a Jesús, al mismo Jesús a quien las multitudes querían tocar porque salía de Él una fuerza que sanaba a todos. Y pertenece a la Iglesia quien a través de su doctrina, de sus sacramentos y de su régimen, se vincula a Cristo Maestro, Sacerdote y Rey. Con la Iglesia, en cierto modo, mantenemos las mismas relaciones que con el Señor: fe, esperanza y caridad.
En primer lugar fe, que significa creer lo que en tantas ocasiones no es evidente. También los contemporáneos de Jesús veían a un hombre que trabajaba, se fatigaba, necesitaba de alimento, sentía dolor, frío, miedo..., pero aquel Hombre era Dios. En la Iglesia conocemos a gentes santas, que muchas veces pasan en la oscuridad de una vida corriente, pero vemos también a hombres débiles, como nosotros, mezquinos, perezosos, interesados... Pero si han sido bautizados y permanecen en gracia, a pesar de todos los defectos están en Cristo, participan de su misma vida. Y si son pecadores, también la Iglesia los acoge en su seno, como a miembros más necesitados.
Nuestra actitud ante la Iglesia ha de ser también de esperanza. Cristo mismo aseguró: Sobre esta piedra edificaré Yo mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella18. Será siempre laroca firme donde buscar seguridad ante los bandazos que va dando el mundo. Ella no falla, porque en Ella encontramos siempre a Cristo.
Y si a Dios le debemos caridad, amor, este debe ser nuestro mismo sentir ante nuestra Madre la Iglesia, pues «no puede tener a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia por Madre»19. Es la madre que nos comunica la vida: esa vida de Cristo por la que somos hijos del Padre. Y a una madre se la quiere. Solo los malos hijos permanecen indiferentes, a veces hostiles, hacia quien les dio el ser. Nosotros tenemos una buena madre: por eso nos duelen tanto las heridas que le producen los de fuera y los de dentro, y las enfermedades que pueden sufrir otros miembros. Por eso, como buenos hijos, procuramos no airear las miserias humanas –pasadas o presentes– de tales o cuales cristianos, constituidos o no en autoridad: no de la Iglesia, que es Santa, y tan misericordiosa que ni a los pecadores niega su solicitud maternal. ¿Cómo hablar de Ella con frialdad, con dureza o con desgarro? ¿Cómo se puede permanecer «imparcial» ante una madre? No lo somos, ni queremos serlo. Lo suyo es lo nuestro, y no se nos puede pedir una postura de neutralidad, propia de un juez frente a un reo, pero no de un hijo en relación a su madre.
Somos de Cristo cuando somos de la Iglesia: en Ella nos hacemos miembros de su Cuerpo, que concibió, gestó y alumbró Nuestra Señora. Por eso, María Santísima es «Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores»20. La última joya que la piedad filial ha engarzado en las letanías de Nuestra Señora, el más reciente piropo a la Madre de Cristo, es apenas un sinónimo: Madre de la Iglesia.
1 Mt 9, 20-22. — 2 San Ambrosio, Comentario al Evangelio de San Lucas, VI, 56. — 3Hech 9, 5. — 4 San Beda, Comentario a los Hechos de los Apóstoles, in loc. — 5 1 Cor 12, 27. — 6 1 Cor 1, 13. — 7 Rom 12, 5. — 8 Mt 17 5. — 9 Lc 10, 16. — 10 Heb5, 5. — 11 Lc 22, 19. — 12 Lc 6, 51. — 13 Mt 28, 19. — 14 Mc 16, 16. — 15 Jn 20, 23. — 16 Mt 16, 19. — 17 Jn 21, 15-17 — 18 Mt 16, 18. — 19 San Cipriano, Sobre la unidad, 6, 8.— 20 Pablo VI, Alocución 21-XI-1964.
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Otro Comentario: REDACCIÓN evangeli.net (elaborado a partir de textos de Benedicto XVI) (Città del Vaticano, Vaticano)
El cielo no está vacío
Hoy, ante el aparente dictado de los elementos del mundo (la muerte inapelable, una enfermedad incurable), Jairo y la "hemorroísa" oponen una nueva esperanza: ¡Jesucristo! En esta escena se invierte la concepción del mundo —también hoy en auge— que ve lo divino en las fuerzas cósmicas, pero no en un Dios al que se pueda rezar.

No son los elementos del cosmos, ni las leyes de la materia, lo que en definitiva gobierna al mundo y al hombre, sino un Dios personal. La "última palabra" la tiene la razón, la voluntad, el amor: una Persona. Y, si conocemos a esta Persona, y ella a nosotros, entonces el poder inexorable de los elementos materiales ya no es la última instancia; ya no somos esclavos del universo y de sus leyes, ahora somos libres.

—Jesús, contemplándote a ti se afianza en nosotros la confianza de que nada es casual ni fatal en nuestras vidas: hay un Espíritu que en ti se ha revelado como Amor. ¡El cielo no está vacío!
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Otro comentario: Rev. D. Antoni CAROL i Hostench (Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)
Tu fe te ha salvado
Hoy, la liturgia de la Palabra nos invita a admirar dos magníficas manifestaciones de fe. Tan magníficas que merecieron conmover el corazón de Jesucristo y provocar —inmediatamente— su respuesta. ¡El Señor no se deja ganar en generosidad!

«Mi hija acaba de morir, pero ven, impón tu mano sobre ella y vivirá» (Mt 9,18). Casi podríamos decir que con fe firme “obligamos” a Dios. A Él le gusta esta especie de obligación. El otro testimonio de fe del Evangelio de hoy también es impresionante: «Con sólo tocar su manto, me salvaré» (Mt 9,22).

Se podría afirmar que Dios, incluso, se deja “manipular” de buen grado por nuestra buena fe. Lo que no admite es que le tentemos por desconfianza. Éste fue el caso de Zacarías, quien pidió una prueba al arcángel Gabriel: «Zacarías dijo al ángel: ‘¿En qué lo conoceré?’» (Lc 1,18). El Arcángel no se arredró ni un pelo: «Yo soy Gabriel, el que está delante de Dios (...). Mira, te vas a quedar mudo y no podrás hablar hasta el día en que sucedan estas cosas, porque no diste crédito a mis palabras, las cuales se cumplirán a su tiempo» (Lc 1,19-20). Y así fue.

Es Él mismo quien quiere “obligarse” y “atarse” con nuestra fe: «Yo os digo: Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá» (Lc 11,9). Él es nuestro Padre y no quiere negar nada de lo que conviene a sus hijos.

Pero es necesario manifestarle confiadamente nuestras peticiones; la confianza y connaturalidad con Dios requieren trato: para confiar en alguien le hemos de conocer; y para conocerle hay que tratarle. Así, «la fe hace brotar la oración, y la oración —en cuanto brota— alcanza la firmeza de la fe» (San Agustín). No olvidemos la alabanza que mereció Santa María: «¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1,45).
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Otro comentario: San Clemente Romano, papa de 90 a 100 apr. 
Carta a los corintios, §24-28; SC 167 
“La niña no está muerta, está dormida.”

Prestemos atención, carísimos, a cómo el Señor no cesa de mostrarnos la resurrección futura de la que nos ha dado las primicias resucitando a Nuestro Señor Jesucristo. Consideremos, queridos hermanos, las resurrecciones que se realizan periódicamente. El día y la noche nos presentan una resurrección. La noche cae, el día se levanta. El día desaparece y llega la noche. Miremos los frutos: cómo se forman las semillas, ¿qué pasa? El que siembra sale a sembrar, echa las diferentes semillas en la tierra. Estas caen, secas y desnudas sobre la tierra y se desintegran. Luego, a partir de esta descomposición misma, la magnífica providencia del Maestro las hace resurgir y un solo grano se multiplica y da fruto... ¿Nos extrañaremos, pues, que el Creador del universo haga revivir a aquellos que le han servido fielmente y con la confianza de una fe perfecta?...

En esta esperanza, unámonos a aquel que es fiel y sus promesas son verdad y justos sus juicios. El que nos manda no mentir, no puede mentir. Para Dios nada es imposible, salvo el mentir. Reanimemos, pues, nuestra fe en él y consideremos que todo esto le es posible. De una palabra de su boca ha formado el universo y con una palabra suya lo puede aniquilar... Hace todo lo que quiere. Nada de lo que ha decidido perecerá jamás. Todo está delante de Él y nada se escapa a su providencia.

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