Pascua. 4ª semana. Lunes
DESEOS DE SANTIDAD
— Querer ser santos es el primer paso necesario para recorrer el
camino hasta el final. Deseos sinceros y eficaces.
Mi alma tiene
sed de Dios, del Dios vivo. Como el ciervo desea las fuentes de las aguas, así
te desea mi alma, oh Dios... ¿Cuándo vendré y apareceré ante la cara de Dios?1.
Así rezamos en la liturgia de la Misa. El ciervo que busca saciar su sed en la
fuente es la figura que emplea el salmista para descubrir el deseo de Dios que
anida en el corazón de un hombre recto: ¡sed de Dios, ansias de Dios! He aquí
la aspiración de quien no se conforma con los éxitos que el mundo ofrece para
satisfacer las ilusiones humanas. ¿De
qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si luego pierde su alma?2.
Esta pregunta de Jesús nos sitúa de un modo radical ante el grandioso horizonte
de nuestra vida, de una vida cuya razón última está en Dios. ¡Mi alma tiene sed de Dios! Los santos fueron hombres y mujeres
que tuvieron un gran deseo de saciarse de Dios, aun contando con sus defectos.
Cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿tengo verdaderamente ganas de ser
santo? Es más, ¿me gustaría ser santo? La respuesta sería afirmativa, sin duda:
sí. Pero debemos procurar que no sea una respuesta teórica, porque la santidad
para algunos puede ser «un ideal inasequible, un tópico de la ascética, pero no
un fin concreto, una realidad viva»3. Nosotros queremos hacerla
realidad con la gracia del Señor.
Así te desea mi alma, oh Dios. Hemos de comenzar por
fomentar en nuestra alma el deseo de ser santos, diciendo al Señor: «quiero ser
santo»; o, al menos, si me encuentro flojo y débil, «quiero tener deseos de ser
santo». Y para que se disipe la duda, para que la santidad no se quede en
sonido vacío, volvamos nuestra mirada a Cristo: «El divino Maestro y Modelo de
toda perfección, el Señor Jesús, predicó a todos y cada uno de sus discípulos,
cualquiera que fuese su condición, la santidad de vida, de la que Él es
iniciador y consumador: Sed,
pues, perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48)»4.
Él es el iniciador. Si no fuera así, nunca se nos habría ocurrido
la posibilidad de aspirar a la santidad. Pero Jesús la plantea como un mandato: sed perfectos, y por eso no es
extraño que la Iglesia haga sonar con fuerza esas palabras en los oídos de sus
hijos: «Quedan, pues, invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a
buscar insistentemente la santidad y la perfección dentro de su estado»5.
Como consecuencia, ¡qué clara ha de ser nuestra ansia de santidad!
En la Sagrada Escritura, el profeta Daniel es llamado vir desideriorum, «varón de
deseos»6. ¡Ojalá cada uno mereciese ese apelativo! Porque tener
deseos, querer ser santos, es el paso necesario para tomar la decisión de
emprender un camino con el firme propósito de recorrerlo hasta el final: «...
aunque me canse, aunque no pueda, aunque reviente, aunque me muera»7.
«Deja que se consuma tu alma en deseos... Deseos de amor, de
olvido, de santidad, de Cielo... No te detengas a pensar si llegarás alguna vez
a verlos realizados –como te sugerirá algún sesudo consejero–: avívalos cada
vez más, porque el Espíritu Santo dice que le agradan los “varones de deseos”.
»Deseos operativos, que has de poner en práctica en la tarea
cotidiana»8.
Por tanto, es preciso que examinemos si nuestros deseos de
santidad son sinceros y eficaces; más aún, si los tomamos como una «obligación»
–como hemos visto que dice el Concilio Vaticano II– de fiel cristiano, que
responde a los requerimientos divinos. En ese examen quizá encontremos la
explicación de tanta debilidad, de tanta desgana en la lucha interior. «Me
dices que sí, que quieres. —Bien, pero ¿quieres como un avaro quiere su oro,
como una madre quiere a su hijo, como un ambicioso quiere los honores o como un
pobrecito sensual su placer?
»—¿No? —Entonces no quieres»9.
Alimentemos esos deseos con la virtud de la esperanza: solo se
puede querer eficazmente algo cuando hay esperanza de conseguirlo. Si se
considera imposible, si pensamos que una meta no es para nosotros, tampoco la desearemos
realmente; y nuestra esperanza teologal se fundamenta en Dios.
— El aburguesamiento y la tibieza matan los deseos de santidad. Estar vigilantes.
La conversión del centurión
Cornelio, que se lee en la Primera lectura de la Misa, demuestra que Dios no
hace acepción de personas. San Pedro explica a los demás lo que ha sucedido: el Espíritu Santo descendió sobre
ellos, así como sobre nosotros al principio10.
La fuerza del Espíritu Santo no conoce límites ni barreras.
Tampoco –como en el caso de Cornelio, que no pertenecía a la raza ni al pueblo
judío– en nuestra vida personal. Por una parte, hemos de desear ser santos; por
otra, si Dios no construye la
casa, en vano trabajan los que la edifican11. La humildad nos
llevará a contar siempre y ante todo con la gracia de Dios. Luego vendrá
nuestro esfuerzo por adquirir virtudes y por vivirlas continuamente; junto a
ese empeño, nuestro afán apostólico, pues no podemos pensar en una santidad
personal que ignora a los demás, que no se preocupa de la caridad, porque eso
es un contrasentido; y, por último, nuestro deseo de estar con Cristo en la
Cruz, es decir, de ser mortificados, de no rehuir el sacrificio ni en lo
pequeño, ni en lo grande si es preciso.
Hemos de estar prevenidos para no acercarnos a Dios con regateos,
sin renuncias, tratando de hacer compatible el amor a Dios con lo que no le
agrada. Debemos vigilar para alimentar continuamente en la oración nuestros
deseos de santidad, pidiendo a Dios que sepamos luchar todos los días, que
sepamos descubrir en el examen de conciencia en qué puntos se está apagando
nuestro amor. Los deseos de santidad se harán realidad en el cumplimiento
delicado de nuestros actos de piedad, sin abandonarlos ni retrasarlos por
cualquier motivo, sin dejarnos llevar por el estado de ánimo ni por los
sentimientos, pues «el alma que ama a Dios de veras no deja por pereza de hacer
lo que pueda para encontrar al Hijo de Dios, su Amado. Y después que ha hecho
todo lo que puede, no se queda satisfecha, pues piensa que no ha hecho nada»12.
La humildad es la virtud que no nos dejará satisfacernos
ingenuamente en lo que hemos hecho ni
quedarnos solo en deseos teóricos, pues siempre nos hará ver que podemos
hacer más para traducir en obras de amor nuestros deseos, impidiendo que la
realidad de nuestros pecados, ofensas y negligencias dé por tierra con nuestras
ilusiones. La humildad, pues, no corta las alas a los deseos, sino al
contrario: nos hace comprender la necesidad de recurrir a Dios para
convertirlos en realidades. Con la gracia divina haremos todo lo posible para
que las virtudes se desarrollen en nuestra alma, quitando obstáculos,
alejándonos de las ocasiones de pecar y resistiendo con valentía a las
tentaciones.
— Contar con la gracia de Dios y con el tiempo. Evitar el desánimo en la lucha por mejorar.
Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo. ¿Es compatible esa sed con la experiencia de nuestros defectos e incluso de nuestras caídas? Sí, porque santos son, no los que no han pecado nunca, sinolos que se han levantado siempre. Renunciar a la santidad porque nos vemos llenos de defectos es un modo encubierto de soberbia y una evidente cobardía, que acabará ahogando nuestras ansias de Dios. «Es propio de un alma cobarde y que no tiene la virtud vigorosa de confiar en las promesas del Señor, el abatirse demasiado y sucumbir ante las adversidades»13.
Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo. ¿Es compatible esa sed con la experiencia de nuestros defectos e incluso de nuestras caídas? Sí, porque santos son, no los que no han pecado nunca, sinolos que se han levantado siempre. Renunciar a la santidad porque nos vemos llenos de defectos es un modo encubierto de soberbia y una evidente cobardía, que acabará ahogando nuestras ansias de Dios. «Es propio de un alma cobarde y que no tiene la virtud vigorosa de confiar en las promesas del Señor, el abatirse demasiado y sucumbir ante las adversidades»13.
Dejar a Dios, abandonar la lucha porque tenemos defectos o porque
existen adversidades es un grave error, una tentación muy sutil y muy
peligrosa, que nos puede llevar a una manifestación de soberbia, que es la
pusilanimidad, falta de ánimo y valor para tolerar las desgracias o para
intentar cosas grandes. Quizá no necesitemos hacernos falsas ilusiones, porque
quisiéramos ser santos en un día, y eso no es posible, salvo que Dios decidiera
hacer un milagro, que no tiene por qué hacer, ya que nos da continua y
progresivamente –por conductos ordinarios– las gracias que necesitamos.
El deseo de ser santos, cuando es eficaz, es el impulso consciente
y decidido que nos lleva a poner los medios necesarios para alcanzar la
santidad. Sin deseos, no hay nada que hacer; ni siquiera se intenta. Con deseos
solo, no basta. «Hay pues, que tener paciencia, y no pretender desterrar en un
solo día tantos malos hábitos como hemos adquirido, por el poco cuidado que
tuvimos de nuestra salud espiritual»14.
Dios cuenta con el tiempo y tiene paciencia con cada uno de
nosotros. Si nos desanimamos ante la lentitud de nuestro adelanto espiritual,
hemos de recordar lo pésimo que es apartarse del bien, detenerse ante la
dificultad y descorazonarse por nuestros defectos. Precisamente Dios puede
concedernos más luz para ver mejor nuestra conciencia y para que emprendamos
con más ánimo la lucha en nuevos frentes de batalla, recordando que los santos
se han considerado siempre grandes pecadores, de ahí que procurasen
esforzadamente acercarse más a Dios por medio de la oración y de la
mortificación, confiados en la misericordia divina: «Esperemos con paciencia
que vamos a mejorar y, en vez de inquietarnos por haber hecho poca cosa en el
pasado, procuremos con diligencia hacer más en el futuro»15.
Como el ciervo desea las fuentes de las aguas, así te desea mi
alma, oh Dios. Mantengamos vivo el deseo de Dios; encendamos cada día la
hoguera de nuestra fe y de nuestra esperanza con el fuego del amor a Dios, que
aviva nuestras virtudes y quema nuestra miseria, y saciaremos nuestra sed de
santidad con el agua que salta hasta la vida eterna16.
1 Sal. 41. Salmo responsorial. — 2 Mt 16, 26. — 3 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 96. — 4 Conc. Vat. II, Lumen gentium, 40. — 5 Ibídem, 42. — 6 Dan 9, 23. — 7 Santa Teresa, Camino de perfección, 21, 2. — 8 San Josemaría Escrivá, Surco, n. 628. — 9 ídem, Camino, n. 316. — 10 Hech 11, 15-17. — 11 Sal 126, 1. — 12 San Juan de la Cruz, Cántico espiritual, 3, 1. — 13 San Basilio, Homilía sobre la alegría, en F. Fernández Carvajal, Antología de textos, n. 1781. — 14 J. Tissot, El arte de aprovechar nuestras
faltas, Palabra, 11ª ed., Madrid 1986, p. 14. — 15 Ibídem, pp. 24-25. — 16 Cfr. Jn 4, 14.
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