Frutos de la adoración y de la Adoración Perpetua
La Adoración aporta ante todo llegar
a la intimidad con el Señor y ahondar tal intimidad. Para ningún adorador Jesús
es un extraño. La Adoración permite vivir más intensamente, con mayor
participación, las celebraciones eucarísticas.
Quien adora encuentra paz, una paz desconocida para el mundo.
Son muchísimos los testimonios en ese sentido. Personas que nunca pisaron una
iglesia y que de pronto por alguna circunstancia o porque el Señor las atrajo
entraron a la capilla de adoración y encontraron la paz para ellos desconocida,
la que sólo puede dar el Señor.
La capilla de adoración perpetua ofrece a todos una estación
para detenerse en el camino frenético de la vida. Les ofrece un espacio para
reflexionar y dejarse interpelar por la presencia del Dios que nos ha creado y
que nos salva.
La capilla siempre disponible es espacio de encuentro y de
reposo en el camino, porque allí está Aquél que nos ofrece la paz verdadera, no
como la que nos ofrece el mundo.
Resulta asombroso ver cuántas personas anónimas pasan y se
detienen en la silenciosa capilla en la que el Santísimo está siempre expuesto
y transcurren un tiempo considerable, inmersas en su mundo interior. Muchas
veces se trata de personas que vienen de lugares muy distantes, aún de no
católicos, o invitadas por amigos. Muchas entran “porque sí, por azar” y se ven
atraídas por el poder invisible e irresistible del Señor.
Otro beneficio que se da donde la adoración perpetua es
establecida es el servicio de orientación espiritual y de confesiones.
La adoración eucarística en general, y la perpetua en
particular, favorecen la participación del sacrificio eucarístico en la Misa en
la medida en que la adoración significa permanencia con Aquel a quien se ha
encontrado en la comunión sacramental.
Mediante la adoración perpetua se descubre y promueve la unidad
en torno a Jesucristo Eucaristía al volverse los adoradores conscientes de
formar parte de una fraternidad eucarística, de cada uno ser un eslabón de la
cadena ininterrumpida de adoración.
Los frutos son incontables: de conversión, de salvación, de
sanación de viejas heridas, de perdón, de reconciliación, nacimiento de
vocaciones a la vida religiosa o al matrimonio.
Ya Juan Pablo II en su encíclica Ecclesia de Eucharistia decía: “El culto a la Eucaristía fuera
de la Misa es de inestimable valor en la vida de la Iglesia...Es bello quedarse
con Él e inclinados sobre su pecho, como el discípulo predilecto, ser tocados
por el amor infinito de su corazón... Hay una necesidad renovada de permanecer
largo tiempo, en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud
de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento”. Y agregaba:
“¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y
de ella he sacado fuerzas, consuelo, sostén!” (EE n.25).
Hoy, más que nunca, debemos recuperar todo el respeto y el amor
hacia la Eucaristía y para ello empezar con tomar conciencia del infinito bien
que se nos ha dado. El Magisterio de la Iglesia insiste en –como decía el Juan
Pablo II en su Carta apostólica sobre el año eucarístico 2004- recuperar el
“estupor eucarístico”. La rutina de las celebraciones hace que se pierda ese
estupor, ese asombro por el mayor don que Dios nos ha hecho luego de su
Encarnación y consecuenta con ella y con su sacrificio redentor.
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