† Lectura del santo Evangelio según san Juan (15, 1-8)
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos:
“Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el viñador. Al sarmiento que no da fruto en mí, él lo arranca, y al que da fruto lo poda para que dé más fruto.
Ustedes ya están purificados por las palabras que les he dicho. Permanezcan en mí y yo en ustedes. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco ustedes, si no permanecen en mí. Yo soy la vid, ustedes los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante, porque sin mí nada pueden hacer. Al que no permanece en mí se le echa fuera, como al sarmiento, y se seca; luego lo recogen, lo arrojan al fuego y arde.
Si permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y se les concederá.La gloria de mi Padre consiste en que den mucho fruto y se manifiesten así como discípulos míos”.
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.
† Meditación diaria
Pascua. 5ª semana. Miércoles
LA VID Y LOS SARMIENTOS
— Jesucristo es la vid verdadera. La vida divina en el alma.
Yo soy la verdadera vid, y vosotros los sarmientos; el que permanece en mí, y yo en él, ése da fruto abundante, leemos en el Evangelio de la Misa1.
El pueblo elegido había sido comparado con frecuencia, por su ingratitud, a una viña; así, se habla de la ruina y restauración de la viña arrancada de Egipto y plantada en otra tierra2; en otra ocasión, Isaías expresa la queja del Señor porque su viña, después de incontables cuidados, esperando que le daría uvas le dio agrazones, uvas amargas3. También Jesús utilizó la imagen de la viña para significar el rechazo de los judíos al Mesías y la llamada a los gentiles4.
Pero aquí el Señor emplea la imagen de la vid y de los sarmientos en un sentido totalmente nuevo. Cristo es la verdadera vid, que comunica su propia vida a los sarmientos. Es la vida de la gracia que fluye de Cristo y se comunica a todos los miembros de su Cuerpo, que es la Iglesia. Sin esa savia nueva no producen ningún fruto porque están muertos, secos.
Es una vida de tan alto valor, que Jesús derramó hasta la última gota de su sangre para que nosotros pudiésemos recibirla. Todas sus palabras, acciones y milagros nos introducen progresivamente en esta nueva vida, enseñándonos cómo nace y crece en nosotros, cómo muere y cómo se nos restituye si la hemos perdido5. Yo he venido, nos dice, para que tengan vida y la tengan en abundancia6. Permaneced en mí y yo en vosotros7.
¡Nos hace partícipes de la misma vida de Dios! El hombre, en el momento del Bautismo, es transformado en lo más profundo de su ser, de tal modo que se trata de una nueva generación, que nos hace hijos de Dios, hermanos de Cristo, miembros de su cuerpo, que es la Iglesia. Esta vida es eterna, si no la perdemos por el pecado mortal. La muerte ya no tiene verdadero poder sobre quien la posea, que no morirá para siempre, cambiará de casa8, para ir a morar definitivamente en el Cielo. Jesús quiere que sus hermanos participen de lo que Él tiene en plenitud. “La vida que de la Trinidad adorable se había derramado en su santa Humanidad se desborda de nuevo, se extiende y se propaga. De la cabeza desciende a los miembros (...). La cepa y los sarmientos forman un mismo ser, se nutren y obran juntamente, produciendo los mismos frutos porque están alimentados por la misma savia”9.
Esto os escribo, nos dice San Juan después de habernos narrado incontables maravillas, para que conozcáis que tenéis la vida eterna10. Esta vida nueva la recibimos o se fortalece de modo particular a través de los sacramentos, que el Señor quiso instituir para que de una manera sencilla y asequible pudiera llegar la Redención a todos los hombres. En estos siete signos eficaces de la gracia encontramos a Cristo, el manantial de todas las gracias. “Allí nos habla Él, nos perdona, nos conforta; allí nos santifica, allí nos da el beso de la reconciliación y de la amistad; allí nos da sus propios méritos y su propio poder; allí se nos da Él mismo”11.
— “Jesús nos poda para que demos más fruto”. Sentido del dolor y de la mortificación. La Confesión frecuente.
Todo sarmiento que en mí no da fruto lo corta, y todo el que da fruto lo poda para que dé más fruto12.
El cristiano que rompe con los canales por los que le llega la gracia –la oración y los sacramentos– se queda sin alimento para su alma, y “esta acaba muriendo a manos del pecado mortal, porque sus reservas se agotan y llega un momento en que ni siquiera es necesaria una fuerte tentación para caer: se cae él solo porque carece de fuerzas para mantenerse de pie. Se muere porque se le acaba la vida. Pero si los canales de la gracia no están expeditos porque una montaña de desgana, negligencia, pereza, comodidad, respetos humanos, influencias del ambiente, prisas y otros quehaceres (...) los obstruye, entonces la vida del alma va languideciendo y uno malvive hasta que acaba por morir. Y, desde luego, su esterilidad es total, porque no da fruto alguno”13.
La voluntad del Señor, sin embargo, es que demos fruto y lo demos en abundancia14. Por eso poda al sarmiento para que dé más fruto. Y dice Jesús a continuación: Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado15. El Señor ha utilizado el mismo verbo para hablar de la poda de los sarmientos y de la limpieza de sus discípulos. Al pie de la letra habría que traducir: “A todo el que da fruto lo limpia para que dé más fruto”16.
Hemos de decirle con sinceridad al Señor que estamos dispuestos a dejar que arranque todo lo que en nosotros es un obstáculo a su acción: defectos del carácter, apegamientos a nuestro criterio o a los bienes materiales, respetos humanos, detalles de comodidad o de sensualidad... Aunque nos cueste, estamos decididos a dejarnos limpiar de todo ese peso muerto, porque queremos dar más fruto de santidad y de apostolado.
El Señor nos limpia y purifica de muchas maneras. En ocasiones permitiendo fracasos, enfermedades, difamaciones... “¿No has oído de labios del Maestro la parábola de la vid y los sarmientos? —Consuélate: te exige, porque eres sarmiento que da fruto... Y te poda, “ut fructum plus afferas” —para que des más fruto.
“¡Claro!: duele ese cortar, ese arrancar. Pero, luego, ¡qué lozanía en los frutos, qué madurez en las obras!”17.
También ha querido el Señor que tengamos muy a mano el sacramento de la Penitencia, para que purifiquemos nuestras frecuentes faltas y pecados. La recepción frecuente de este sacramento, con verdadero dolor de los pecados, está muy relacionada con esa limpieza de alma necesaria para todo apostolado.
— Unión con Cristo. El apostolado, “sobreabundancia de la vida interior”. El sarmiento seco.
Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí18.
En el trato personal con Jesucristo nos disponemos y aprendemos a ser eficaces, a comprender, a estar alegres, a querer de verdad a los demás y a llevarlos más cerca de Dios; a ser buenos cristianos, en definitiva. “Por tanto –comenta San Agustín–, todos nosotros, unidos a Cristo nuestra Cabeza, somos fuertes, pero separados de nuestra Cabeza no valemos para nada (...). Porque unidos a nuestra cabeza somos vid; sin nuestra cabeza (...) somos sarmientos cortados, destinados no al uso de los agricultores, sino al fuego. De aquí que Cristo diga en el Evangelio: Sin mí no podéis hacer nada. ¡Oh Señor! Sin ti nada, contigo todo (...). Sin nosotros Él puede mucho o, mejor, todo; nosotros sin Él nada”19.
Son muy diversos los frutos que el Señor espera de nosotros. Pero todo sería inútil, como el intentar recoger buenos racimos de un sarmiento que quedó desgajado de la cepa, si no tenemos vida de oración, si no estamos unidos al Señor. “Mirad esos sarmientos repletos, porque participan de la savia del tronco: solo así se han podido convertir en pulpa dulce y madura, que colmará de alegría la vista y el corazón de la gente (Cfr. Sal 103, 15), aquellos minúsculos brotes de unos meses antes. En el suelo quedan quizá unos palitroques sueltos, medio enterrados. Eran sarmientos también, pero secos, agostados. Son el símbolo más gráfico de la esterilidad”20.
La vida de unión con el Señor trasciende el ámbito personal y se manifiesta en el modo de trabajar, en el trato con los demás, en las atenciones con la familia..., en todo. De esa unidad con el Señor brota la riqueza apostólica, pues “el apostolado, cualquiera que sea, es una sobreabundancia de la vida interior”21. Ya que Cristo es “la fuente y origen de todo apostolado de la Iglesia, es evidente que la fecundidad del apostolado de los laicos depende de la unión vital que tengan con Cristo. Lo afirma el Señor: El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada. Esta vida de unión íntima con Cristo en la Iglesia se nutre con los auxilios espirituales comunes a todos los fieles... Los laicos deben servirse de estos auxilios de tal forma que, al cumplir debidamente sus obligaciones en medio del mundo, en las circunstancias ordinarias de la vida, no separen la unión con Cristo de su vida privada, sino que crezcan intensamente en esa unión, realizando sus tareas en conformidad con la Voluntad de Dios”22.
En todas las facetas de la vida pasa lo mismo: “nadie da lo que no tiene”. Solo del árbol bueno se pueden recoger frutos buenos. “Los sarmientos de la vid son de lo más despreciable si no están unidos a la cepa; y de lo más noble si lo están (...). Si se cortan no sirven de nada, ni para el viñador ni para el carpintero. Para los sarmientos una de dos: o la vid o el fuego. Si no están en la vid, van al fuego; para no ir al fuego, que estén unidos a la vid”23.
¿Estamos dando los frutos que el Señor esperaba de nosotros? A través de nuestro trato, ¿se han acercado nuestros amigos a Dios? ¿Hemos facilitado que alguno de ellos se encamine al sacramento de la Confesión? ¿Damos frutos de paz y de alegría en medio de quienes más tratamos cada día? Son preguntas que nos podrían ayudar a concretar algún propósito antes de terminar nuestra oración. Y lo hacemos junto a María, que nos dice: Como vid eché hermosos sarmientos, y mis flores dieron sabrosos y ricos frutos24. El que me halla a mí, halla la vida y alcanzará el favor de Yahvé25. Ella es el camino corto por el que llegamos a Jesús, que nos llena de su vida divina.
1 Jn 15, 1-8. — 2 Cfr. Sal 79. — 3 Cfr. Is 5, 1-5. — 4 Cfr. Mt 21, 33-34. — 5 Cfr. P. M. de la Croix, Testimonio espiritual del Evangelio de San Juan, Rialp, Madrid 1966, p. 141. —6 Jn 10, 10. — 7 Jn 15, 4. — 8 Cfr. Misal Romano, Prefacio de difuntos I. — 9 M. V. Bernadot, De la Eucaristía a la Trinidad, Palabra, Madrid 1976, pp. 12-13. — 10 1 Jn 5, 13. —11 E. Boylan, El amor supremo, Rialp, 3ª ed., Madrid 1963, p. 210. — 12 Jn 15, 2. — 13 F. Suárez, La vid y los sarmientos, Rialp, 2ª ed., Madrid 1980, pp. 41-42. — 14 Cfr. Jn 15, 8. — 15 Jn 15, 3. — 16 Cfr. nota a Jn 15, 2, en Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983. — 17 San Josemaría Escrivá, Camino, n. 701. — 18 Jn 15, 4-6. — 19 San Agustín,Comentario al Salmo 30, II, 1, 4. — 20 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 254. — 21 Ibídem, 239. — 22 Conc. Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 4. — 23 San Agustín,Trat. Evangelio de San Juan, 81, 3. — 24 Eclo 24, 17.— 25 Prov 8, 35.
Otro comentario:
Comentario: Rev. D. Antoni CAROL i Hostench (Sant Cugat del Vallès, Barcelona,
España)
«Permaneced en
mí, como yo en vosotros»
Hoy
contemplamos de nuevo a Jesús rodeado por los Apóstoles, en un clima de
especial intimidad. Él les confía lo que podríamos considerar como las últimas
recomendaciones: aquello que se dice en el último momento, justo en la
despedida, y que tiene una fuerza especial, como de si de un postrer testamento
se tratara.
Nos los imaginamos en el cenáculo. Allí, Jesús les ha lavado los pies, les ha vuelto a anunciar que se tiene que marchar, les ha transmitido el mandamiento del amor fraterno y los ha consolado con el don de la Eucaristía y la promesa del Espíritu Santo (cf. Jn 14). Metidos ya en el capítulo decimoquinto de este Evangelio, encontramos ahora la exhortación a la unidad en la caridad.
El Señor no esconde a los discípulos los peligros y dificultades que deberán afrontar en el futuro: «Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán» (Jn 15,20). Pero ellos no se han de acobardar ni agobiarse ante el odio del mundo: Jesús renueva la promesa del envío del Defensor, les garantiza la asistencia en todo aquello que ellos le pidan y, en fin, el Señor ruega al Padre por ellos —por todos nosotros— durante su oración sacerdotal (cf. Jn 17).
Nuestro peligro no viene de fuera: la peor amenaza puede surgir de nosotros mismos al faltar al amor fraterno entre los miembros del Cuerpo Místico de Cristo y al faltar a la unidad con la Cabeza de este Cuerpo. La recomendación es clara: «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5).
Las primeras generaciones de cristianos conservaron una conciencia muy viva de la necesidad de permanecer unidos por la caridad. He aquí el testimonio de un Padre de la Iglesia, san Ignacio de Antioquía: «Corred todos a una como a un solo templo de Dios, como a un solo altar, a un solo Jesucristo que procede de un solo Padre». He aquí también la indicación de Santa María, Madre de los cristianos: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2,5).
Nos los imaginamos en el cenáculo. Allí, Jesús les ha lavado los pies, les ha vuelto a anunciar que se tiene que marchar, les ha transmitido el mandamiento del amor fraterno y los ha consolado con el don de la Eucaristía y la promesa del Espíritu Santo (cf. Jn 14). Metidos ya en el capítulo decimoquinto de este Evangelio, encontramos ahora la exhortación a la unidad en la caridad.
El Señor no esconde a los discípulos los peligros y dificultades que deberán afrontar en el futuro: «Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán» (Jn 15,20). Pero ellos no se han de acobardar ni agobiarse ante el odio del mundo: Jesús renueva la promesa del envío del Defensor, les garantiza la asistencia en todo aquello que ellos le pidan y, en fin, el Señor ruega al Padre por ellos —por todos nosotros— durante su oración sacerdotal (cf. Jn 17).
Nuestro peligro no viene de fuera: la peor amenaza puede surgir de nosotros mismos al faltar al amor fraterno entre los miembros del Cuerpo Místico de Cristo y al faltar a la unidad con la Cabeza de este Cuerpo. La recomendación es clara: «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5).
Las primeras generaciones de cristianos conservaron una conciencia muy viva de la necesidad de permanecer unidos por la caridad. He aquí el testimonio de un Padre de la Iglesia, san Ignacio de Antioquía: «Corred todos a una como a un solo templo de Dios, como a un solo altar, a un solo Jesucristo que procede de un solo Padre». He aquí también la indicación de Santa María, Madre de los cristianos: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2,5).
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