lunes, 18 de junio de 2012

Evangelio - Martes XI Semana del Tiempo Ordinario


† Lectura del santo Evangelio según san Mateo 5, 43-48
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos:
"Han oído que se dijo: Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos oren por quienes los persiguen. Así serán dignos hijos de su Padre del cielo, que hace salir el sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia sobre justos e injustos.
Porque, si aman a quienes los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen también eso los que recaudan impuestos para Roma? Y si saludan sólo a sus hermanos, ¿qué hacen de más? ¿No hacen lo mismo los paganos? Ustedes sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto".
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.

† Meditación diaria

11ª semana. Martes
SANTIDAD EN EL MUNDO

— Llamada universal a la santidad.
Toda la Sagrada Escritura es una llamada a la santidad, a la plenitud de la caridad, pero hoy nos dice Jesús explícitamente en el Evangelio de la Misa: Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto1. Y no se dirige Cristo a los Apóstoles, o a unos pocos, sino a todos. San Mateo nos hace notar que, al terminar estos discursos, las multitudes quedaron admiradas de sus enseñanzas2. No pide Jesús la santidad a un grupo reducido de discípulos que le acompañan a todas partes, sino a todo el que se le acerca, a las multitudes, entre las que había madres de familia, jornaleros y artesanos que se detendrían a oírle a la vuelta del trabajo, niños, publicanos, mendigo enfermos... El Señor llama en su seguimiento sin distinción de estado, raza o condición.
A nosotros, a cada uno en particular, a los vecinos, a los compañeros de trabajo o de Facultad, a estas personas que caminan por la calle..., Cristo nos dice: Sed perfectos..., y nos da las gracias convenientes. No es un consejo del Maestro, sino un exigente mandato. “En la Iglesia, todos, lo mismo quienes pertenecen a la jerarquía que quienes son apacentados por ella, están llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: Porque esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación (1 Tes, 4, 3)”3. “Todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad”4. No existe en la doctrina de Cristo una llamada a la mediocridad, sino al heroísmo, al amor, al sacrificio alegre.
El amor se pone al alcance del niño, del enfermo que lleva meses en la cama del hospital, del empresario, del médico que apenas tiene un minuto libre..., porque la santidad es cuestión de amor, de empeño por llegar, con la ayuda de la gracia, hasta el Maestro. Se trata de dar un nuevo sentido a la vida, con las alegrías, trabajos y sinsabores que lleva consigo. La santidad implica exigencia, combatir el conformismo, la tibieza, el aburguesamiento, y nos pide ser heroicos, no en sucesos extraordinarios, que pocos o ninguno vamos a encontrar, sino en la continua fidelidad a los deberes de todos los días.
La liturgia acude hoy a las palabras de San Cipriano, que exhortaba así a los cristianos del siglo iii: “hermanos muy amados, debemos recordar y saber que, pues llamamos Padre a Dios, tenemos que obrar como hijos suyos, a fin de que Él se complazca en nosotros (...). Sea nuestra conducta cual conviene a nuestra condición de templos de Dios (...). Y como Él ha dicho:Sed santos, porque yo soy santo, por esto, pedimos y rogamos que nosotros, que fuimos santificados en el bautismo, perseveremos en esta santificación inicial. Y esto pedimos cada día”5. Hoy lo imploramos nosotros a Dios: Señor, danos un vivo deseo de santidad, de ser ejemplares en nuestros quehaceres, de amarte más cada día. Ayúdanos a difundir tu doctrina por todas partes...

— Ser santos allí donde nos encontramos. La mística ojalatera.
No se contenta el Señor con una vida interior tibia y con una entrega a medias. A todo el que da fruto lo limpia para que dé más fruto6. Por esto purifica el Maestro a los suyos, permitiendo pruebas y contradicciones. “Si el orfebre martillea repetidamente el oro, es para quitar de él la escoria; si el metal es frotado una y otra vez con la lima es para aumentar su brillo. El horno prueba la vasija del alfarero, el hombre se prueba en la tribulación”7. Todo dolor –físico o moral– que Dios permite, sirve para purificar el alma y para que demos mayor fruto. Así hemos de verlo siempre, como una gracia del Cielo.
Todas las épocas son buenas para meternos en caminos hondos de santidad, todas las circunstancias son oportunas para amar más a Dios, porque la vida interior se alimenta, con la ayuda constante del Espíritu Santo, de las incidencias que ocurren a nuestro alrededor, de modo parecido a como hacen las plantas. Ellas no escogen el lugar ni el medio, sino que el sembrador deja caer las semillas en un terreno, y allí se desarrollan, convirtiendo en sustancia propia, con la ayuda del agua que les llega del cielo, los elementos útiles que encuentran en la tierra. Así salen adelante y se fortalecen.
Con mucho más motivo saldremos nosotros fortalecidos, pues nuestro Padre Dios es quien ha escogido el terreno y nos da las gracias para que demos fruto. La tierra donde el Señor nos ha puesto es la familia concreta de la que somos parte, y no otra, con los caracteres, virtudes, defectos y formas de ser de las personas que la integran. La tierra es el trabajo, que debemos amar para que nos santifique, los compañeros de la misma empresa o de la misma clase, los vecinos... La tierra, donde hemos de dar frutos de santidad, es el país, la región, el sistema social o político imperante, nuestra propia manera de ser... y no otra. Es ahí, en ese ambiente, en medio del mundo, donde el Señor nos dice que podemos y debemos vivir todas las virtudes cristianas, sin recortarlas, con todas sus exigencias. Dios llama a la santidad en toda circunstancia: en la guerra y en la paz, en la enfermedad y en la salud, cuando nos parece haber triunfado y cuando se presenta el fracaso inesperado, cuando tenemos tiempo en abundancia y cuando casi no llegamos a realizar lo imprescindible. El Señor nos quiere santos en todos los momentos. Quienes no cuentan con la gracia y ven las cosas con una visión puramente humana, están diciendo constantemente: este de ahora no es tiempo de santidad.
No pensemos nosotros que en otro lugar y en otra situación seguiríamos más de cerca al Señor y realizaríamos un apostolado más fecundo. Dejemos a un lado la mística ojalatera. Los frutos de santidad que espera el Señor son los que produce la tierra donde estamos, aquí y ahora: cansancio, enfermedad, familia, trabajo, compañeros de trabajo o de estudio... “Dejaos, pues, de sueños, de falsos idealismos, de fantasías, de esto que suelo llamar mística ojalatera -¡ojalá no me hubiera casado, ojalá no tuviera esta profesión, ojalá tuviera más salud, ojalá fuera joven, ojalá fuera viejo!...-, y ateneos, en cambio, sobriamente, a la realidad más material e inmediata, que es donde está el Señor (...)”8. Ese es el ambiente en el que debe crecer y desarrollarse nuestro amor a Dios, utilizando precisamente esas oportunidades. No las dejemos pasar; ahí nos espera Jesús.

— Todas las circunstancias son buenas para crecer en santidad y realizar un apostolado fecundo.
Contemplada la vida al modo humano, podría parecer que existen momentos y situaciones menos propicios para crecer en santidad o para realizar un apostolado fecundo: viajes, exámenes, exceso de trabajo, cansancio, falta de ánimos...; o bien: ambientes duros, cometidos profesionales delicados en un ambiente paganizado, campañas difamatorias... Sin embargo, esos son momentos de toda vida corriente: pequeños triunfos y pequeños trabajos, salud y enfermedad, alegrías y tristezas, y preocupaciones; momentos de desahogo económico y otros quizá de penuria... El Señor espera que sepamos convertir esas oportunidades en motivos de santidad y de apostolado.
En esos momentos pondremos más atención y empeño en la oración personal diaria (siempre sacaremos tiempo; el amor es ingenioso), en el trato con Jesús sacramentado, con la Virgen..., pues son incidencias en las que necesitamos más ayuda, y la obtenemos en la oración y en los sacramentos. Entonces, las virtudes se hacen fuertes, y toda la vida interior madura.
En el apostolado tampoco debemos esperar circunstancias especiales. Todos los días, cualquier momento es bueno. Si los primeros cristianos hubieran esperado una coyuntura más propicia, pocos conversos habrían llevado a la fe. Esta tarea siempre requerirá audacia y espíritu de sacrificio.
El labrador, para recibir los frutos, es menester que primero trabaje9. Es necesario el esfuerzo, poner en juego las virtudes humanas. De modo particular, el apostolado requiere constancia: Vosotros, hermanos -dice el Apóstol Santiago-, tened paciencia, hasta la venida del Señor. Mirad cómo el labrador, con la esperanza de recoger el precioso fruto de la tierra, aguarda con paciencia, hasta que recibe las lluvias temprana y tardía. Esperad, pues, también vosotros con paciencia y esforzad vuestros corazones10. Y con la constancia, la generosidad para sembrar mucho, a voleo, aunque no veamos los frutos.
Pidamos a la Santísima Virgen un efectivo afán de santidad en las circunstancias en las que ahora nos encontramos. No esperemos un tiempo más oportuno; este es el momento propicio para amar a Dios con todo nuestro corazón, con todo nuestro ser...
1 Mt 5, 48. — 2 Cfr Mt 7, 28. — 3 Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 39. — 4 Ibídem, 40. — 5 Liturgia de las Horas, Martes de la 11ª semana. Segunda Lectura. — 6 Jn 15, 2. —7 San Pedro Damián, Cartas 8, 6. — 8 Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 116. — 9 2 Tim 2, 6. — 10 Sant 5, 7-8.

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Otro comentario: Rev. D. Iñaki BALLBÉ i Turu (Rubí, Barcelona, España)

Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial
Hoy, Cristo nos invita a amar. Amar sin medida, que es la medida del Amor verdadero. Dios es Amor, «que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (Mt 5,45). Y el hombre, chispa de Dios, ha de luchar para asemejarse a Él cada día, «para que seáis hijos de vuestro Padre celestial» (Mt 5,45). ¿Dónde encontramos el rostro de Cristo? En los otros, en el prójimo más cercano. Es muy fácil compadecerse de los niños hambrientos de Etiopía cuando los vemos por la TV, o de los inmigrantes que llegan cada día a nuestras playas. Pero, ¿y los de casa? ¿y nuestros compañeros de trabajo? ¿y aquella parienta lejana que está sola y que podríamos ir a hacerle un rato de compañía? Los otros, ¿cómo los tratamos? ¿cómo los amamos? ¿qué actos de servicio concretos tenemos con ellos cada día?

Es muy fácil amar a quien nos ama. Pero el Señor nos invita a ir más allá, porque «si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener?» (Mt 5,46). ¡Amar a nuestros enemigos! Amar aquellas personas que sabemos —con certeza— que nunca nos devolverán ni el afecto, ni la sonrisa, ni aquel favor. Sencillamente porque nos ignoran. El cristiano, todo cristiano, no puede amar de manera “interesada”; no ha de dar un trozo de pan, una limosna al del semáforo. Se ha de dar él mismo. El Señor, muriéndose en la Cruz, perdona a quienes le crucifican. Ni un reproche, ni una queja, ni un mal gesto...

Amar sin esperar nada a cambio. A la hora de amar tenemos que enterrar las calculadoras. La perfección es amar sin medida. La perfección la tenemos en nuestras manos en medio del mundo, en medio de nuestras ocupaciones diarias. Haciendo lo que toca en cada momento, no lo que nos viene de gusto. La Madre de Dios, en las bodas de Caná de Galilea, se da cuenta de que los invitados no tienen vino. Y se avanza. Y le pide al Señor que haga el milagro. Pidámosle hoy el milagro de saberlo descubrir en las necesidades de los otros.


Otro comentario: Rev. D. Àngel CALDAS i Bosch (Salt, Girona, España)

La llamada universal a la santidad
Hoy, estos versículos del Evangelio se integran en el capítulo de las Bienaventuranzas y con la misma radicalidad. Es la novedad entrañable de la doctrina y del corazón de Cristo: amar a los enemigos y rezar por los que nos persiguen. Él sabía que esto era difícil de "digerir".

"Sed, pues, vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto". La lucha por la santidad no es una opción para superdotados. Si se nos permite una semejanza, dicha llamada está en el "A.D.N." de nuestro ser esencial. Es una vocación divina que arranca del Bautismo y que nos lanza a vivir, con la fuerza del Espíritu, la unión con Dios a través de todas las circunstancias de nuestra vida. Nadie puede vivir fuera de esta llamada. El Concilio Vaticano II enseñó esta doctrina.

—Que yo sepa, Señor, mirar para adentro, para encontrarte a Ti, con tu llamada a luchar por amor, haciéndote “visible” a los que me rodean y, así, abrir horizontes divinos a todos los hombres.








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