Carta a los sacerdotes con motivo de la
Jornada Mundial de Oración por la Santificación del Clero
2012
Queridos Sacerdotes:
En la próxima solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, el 15
de junio de 2012, celebraremos, como de costumbre, la “Jornada Mundial de
Oración para la Santificación del Clero”.
La expresión de la Escritura «Esta es la voluntad de Dios:
vuestra santificación» (1Ts 4, 3), aunque vaya dirigida a todos los cristianos,
se refiere e n modo particular a nosotros, los sacerdotes, que hemos aceptado
no sólo la invitación a “santificarnos”, sino también a convertirnos en
“ministros de santificación” para nuestros hermanos.
Esta “voluntad de Dios”, en nuestro caso, por decirlo así,
se ha doblado y multiplicado al infinito, tanto que a ella podemos y debemos
obedecer en cada acción ministerial que llevamos a cabo.
Este es nuestro estupendo destino: no podemos santificarnos
sin trabajar para la santidad de nuestros hermanos, y no podemos trabajar para
la santidad de nuestros hermanos sin que antes hayamos trabajado y trabajemos
para nue stra santidad.
Al introducir a la Iglesia en el nuevo milenio, el Beato
Juan Pablo II nos recordaba la normalidad de este “ideal de perfección”, que
debe ofrecerse en seguida a todos: «Preguntar a un catecúmeno: “¿quieres
recibir el bautismo?”, significa al mismo tiempo preguntarle: “¿quieres ser
santo?”» [1].
Ciertamente, en el día de nuestra Ordenación sacerdotal,
esta misma pregunta bautismal resonó de nuevo en nuestro corazón, pidiendo una
vez más nuestra respuesta personal; pero se nos ha confiado para que supiésemos
dirigirla también a nuestros fieles, custodiando su belleza y preciosidad.
La conciencia de nuestros incumplimientos personales no
contradice esta persuasión, como tampoco lo hacen las culpas de algunos que, a
veces, han humillado el sacerdocio a los ojos del mundo.
A distancia de diez años —considerando que las noticias
difundidas se agravan — debemos dejar que resuenen de nuevo en nue stro
corazón, con mayor fuerza y urgencia, las palabras que Juan Pablo II nos
dirigió el Jueves Santo del año 2002: «Además, en cuanto sacerdotes, nos
sentimos en estos momentos personalmente conmovidos en lo más íntimo por los
pecados de algunos hermanos nuestros que han traicionado la gracia recibida con
la Ordenación, cediendo incluso a las peores manifestaciones del mysterium
iniquitatis que actúa en el mundo. Se provocan así escándalos graves, que
llegan a crear un clima denso de sospechas sobre todos los demás sacerdotes
beneméritos, que ejercen su ministerio con honestidad y coherencia, y a veces
con caridad heroica. Mientras la Iglesia expresa su propia solicitud por las
víctimas y se esfuerza por responder con justicia y verdad a cada situación
penosa, todos nosotros —conscientes de la debilidad humana, pero confiando en
el poder salvador de la gracia divina — estamos llamados a abrazar el mysterium
Crucis y a comprometernos aún más en la búsqueda de la santidad. Hemos de orar
para que Dios, en su providencia, suscite en los corazones un generoso y
renovado impulso de ese ideal de entrega total a Cristo que está en la base del
ministerio sacerdotal» [2].
Como ministros de la misericordia de Dios, sabemos, por
tanto, que la búsqueda de la santidad siempre se puede retomar, a partir del
arrepentimiento y el perdón. Pero a la vez sentimos la necesidad de pedirlo,
cada sacerdote, en nombre de todos los sacerdotes y para todos los sacerdotes
[3].
Refuerza nuestra confianza la invitación que la propia
Iglesia nos dirige a cruzar nuevamente el umbral de la Porta fidei, acompañando
a todos nuestros fieles. Sabemos que este es el título de la Carta apostólica
con la cual el Santo Padre Benedicto XVI convocó el Año de la Fe que comenzará
el próximo 12 de octubre de 2012.
Una reflexión sobre las circunstancias de esta invitación
nos puede ayudar.
Se sitúa en el 50° aniversario de la apertura del Concilio
ecuménico Vaticano II (11 de octubre de 1962) y en el 20° aniversario de la
publicación del Catecismo de la Iglesia Católica (11 de octubre de 1992).
Además, para el mes de octubre de 2012, se ha convocado la Asamblea General del
Sínodo de los Obispos sobre el tema de "La nueva evangelización para la
transmisión de la fe cristiana".
Se nos pedirá, pues, trabajar en profundidad sobre cada uno
de estos “capítulos”:
· sobre el
Concilio Vaticano II, a fin de que sea de nuevo acogido com o «la gran gracia
de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX»: “Una brújula segura
para orientarnos en el camino del siglo que comienza ”, “una gran fuerza para
la renovación siempre necesaria de la Iglesia” [4];
· sobre el
Catecismo de la Iglesia Católica, para que realmente se acoja y se utilice
«como instrumento válido y legítimo al servicio de la comunión eclesial y como
una regla segura para la enseñanza de la fe» [5];
· sobre la
preparación del próximo Sínodo de los Obispos, para que sea realmente «una
buena ocasión para introducir a todo el cuerpo eclesial en un tiempo de
especial reflexión y redescubrimiento de la fe» [6].
Por ahora —como introducción a todo el trabajo— podemos
meditar brevemente sobre esta indicación del Pontífice, en la cual todo converge:
«Es el amor de Cristo el que llena nuestros corazones y nos impulsa a
evangelizar. Hoy como ayer, él nos envía por los caminos del mundo para
proclamar su Evangelio a todos los pueblos de la tierra (cf. Mt 28, 19). Con su
amor, Jesucristo atrae hacia sí a los hombres de cada generación: en todo
tiempo, convoca a la Iglesia y le confía el anuncio del Evangelio, con un
mandato que es siempre nuevo. Por eso, también hoy es necesario un compromiso
eclesial más convencido en favor de una nueva evangelización para redescubrir
la al egría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe»
[7].
“Los hombres de cada generación”, “todos los pueblos de la
tierra”, “nueva evangelización”: ante este horizonte tan universal, sobre todo
nosotros, los sacerdotes, debemos preguntarnos cómo y dónde estas afirmaciones
pueden unirse y consistir.
Podemos, pues, comenzar recordando que ya el Catecismo de la
Iglesia Católica se abre con un abrazo universal, reconociendo que “El hombre
es «capaz» de Dios” [8]; pero lo hace eligiendo —como su primera cita— este
texto del Concilio ecuménico Vaticano II: «La razón más alta (“eximia ratio”)
de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con
Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no
existe sino porque, creado por Dios por amor (“ex amore”), es conservado
siempre por amor (“ex amore”); y no vive plenamente según la verdad si no
reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador . Sin embargo, muchos de
nuestros contemporáneos no perciben de ninguna manera esta unión íntima y vital
con Dios o la rechazan explícitamente » (“hanc intimam ac vitalem coniunctionem
cum Deo”) [9].
¿Cómo olvidar que, con el texto que acabamos de citar
—precisamente en la riqueza de las formulaciones escogidas— los Padres
conciliares querían dirigirse directamente a los ateos, afirmando la inmensa
dignidad de la vocación, de la que se habían alejado como hombres? ¡Y lo hacían
con las mismas palabras que sirven para describir la experiencia cristiana, en
el culmen de su intensidad mística!
También la Carta apostólica Porta Fidei inicia afirmando que
esta «introduce en la vida de comunión con Dios », lo que significa que nos
permite adentrarnos directamente en el misterio central de la fe que debemos
profesar: «Profesar la fe en la Trinidad —Padre, Hijo y Espíritu Santo—
equivale a creer en un solo Dios que es Amor» (ibídem, n. 1).
Todo esto debe resonar de modo especial en nuestro corazón y
en nuestra inteligencia, para que seamos conscientes de cuál es hoy el drama
más grave de nuestros tiempos.
Las naciones cristianizadas ya no sienten la tentación de
ceder a un ateísmo genérico (como en el pasado), sino que corren el riesgo de
ser víctimas de ese particular ateísmo que viene de haber olvidado la belleza y
el calor de la Revelación Trinitaria.
Hoy son sobre todo los sacerdotes, en su adoración diaria y
en su ministerio diario, quienes deben encauzarlo todo hacia la Comunión
Trinitaria: sólo a partir de esta y adentrándose en esta, los fieles pueden
descubrir verdaderamente el rostro del Hijo de Dios y su contemporaneidad, y
pueden verdaderamente llegar al corazón de todo hombre y a la patria a la cual
todos están llamados. Y sólo así los sacerdotes podemos ofrecer de nuevo a los
hombres de hoy la dignidad del ser persona, el sentido de las relaciones
humanas y de la vida social, y la finalidad de toda la creación.
“Creer en un solo Dios que es Amor”: no será realmente
posible ninguna nueva evangelización si los cristianos no somos capaces d e
sorprender y conmover nuevamente al mundo con el anuncio de la Naturaleza de
Amor de Nuestro Dios, en las Tres Divinas Personas que la expresan y que nos
hacen partícipes de su misma vida.
El mundo de hoy, con sus laceraciones cada vez más dolorosas
y preocupantes, necesita al Dios-Trinidad, y anunciarlo es la tarea de la
Iglesia.
La Iglesia, para poder desempeñar esta tarea, debe
permanecer indisolublemente abrazada a Cristo y no dejar nunca que se le separe
de Él: necesita santos que vivan “en el corazón de Jesús” y sean testigos
felices del Amor Trinitario de Dios. ¡Y los Sacerdotes, para servir a la
Iglesia y al mundo, necesitan ser santos!
Vaticano, 26 de marzo de 2012, Solemnidad de la Anunciación
de la Santísima Virgen
Card. Mauro Piacenza
Prefecto
† Celso Morga Iruzubieta
Arzobispo tit. de Alba Marítima
Secretario
___________________
[1] Carta Apostólica Novo millennio ineunte, n. 31.
[2] JUAN PABLO II, Carta a los sacerdotes para el Jueves
Santo del año 2002.
[3] CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, El sacerdote ministro de la
Misericordia Divina. Material para Confesores y Directores espirituales, 9 de
marzo de 2011, 14-18; 74-76; 110-116 (el sacerdote como penitente y discípulo
espiritual).
[4] Cf. Porta fidei, n. 5.
[5] Cf. Ibídem, n. 11.
[6] Ibídem, n. 4.
[7] Ibídem, n. 7.
[8] Sección Primera. Capítulo I.
[9] Gaudium et Spes, n. 19 y Catecismo de la Iglesia
Católica n. 27.
LECTURAS Y TEXTOS
para profundizar o para celebraciones
LECTURAS BÍBLICAS
· Del
Evangelio de Juan: 15, 14-17
· Del
Evangelio de Lucas: 22, 14 - 27
· Del
Evangelio de Juan: 20, 19 - 23
· De la Carta
a los Hebreos: 5, 1 - 10
LECTURAS PATRÍSTICAS
· S. JUAN
CRISÓSTOMO, El sacerdocio, III, 4-5; 6.
· ORÍGENES,
Homilías sobre el Levítico, 7, 5.
LECTURAS DEL MAGISTERIO
· Gaudium et
Spes, n. 19 y Catecismo de la Iglesia Católica, n. 27.
· JUAN PABLO
II, Carta a los Sacerdotes con ocasión del Jueves Santo, 2001.
· BENEDICTO
XVI, Homilía del Jueves Santo, 13 de abril de 2006.
LECTURAS de los ESCRITOS de los SANTOS
· SAN GREGORIO
MAGNO: Diálogos, 4, 59.
· SANTA
CATALINA DE SIENA, El diálogo de la divina Providencia, cap. 116; cf. Sl 104,
15.
· SANTA TERESA
DE LISIEUX, Ms A 56r; LT 108; LT 122; LT 101; Pr n. 8.
· BEATO CHARLES DE FOUCAULD, Écrits
Spirituels, pp. 69-70.
· SANTA TERESA
BENEDICTA DE LA CRUZ (EDITH STEIN), WS, 23.
·
ORACIÓN POR LA SANTA IGLESIA Y POR LOS SACERDOTES
Oh Jesús mío, te ruego por toda la Iglesia:
concédele el amor y la luz de tu Espíritu
y da poder a las palabras de los sacerdotes
para que los corazones endurecidos
se ablanden y vuelvan a ti, Señor.
Señor, danos sacerdotes santos;
Tú mismo consérvalos en la santidad.
Oh Divino y Sumo Sacerdote,
que el poder de tu misericordia
los acompañe en todas partes y los proteja
de las trampas y asechanzas del demonio,
que están siendo tendidas incesantemente para las almas de
los sacerdotes.
Que el poder de tu misericordia,
oh Señor, destruya y haga fracasar
lo que pueda empañar la santidad de los sacerdotes,
ya que tú lo puedes todo.
Oh mi amadísimo Jesús,
te ruego por el triunfo de la Iglesia,
por la bendicIón para el Santo Padre y todo el clero,
por la gracia de la conversión de los pecadores
empedernidos.
Te pido, Jesús, una bendición especial y luz
para los sacerdotes,
ante los cuales me confesaré durante toda mi vida.
(Santa Faustina Kowalska)
EXAMEN DE CONCIENCIA PARA LOS SACERDOTES
1. «Por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos
también sean santificados en la verdad » (Jn 17, 19)
¿Me propongo seriamente la santidad en mi sacerdocio? ¿Estoy
convencido de que la fecundidad de mi ministerio sacerdotal viene de Dios y
que, con la gracia del Espíritu Santo, debo identificarme con Cristo y dar mi
vida por la salvación del mundo?
2. «Este es mi cuerpo» (Mt 26, 26)
¿El santo sacrificio de la Misa es el centro de mi vida int
erior? ¿Me preparo bien, celebro devotamente y después, me recojo en acción de
gracias? ¿Constituye la Misa el punto de referencia habitual de mi jornada para
alabar a Dios, darle gracias por sus beneficios, recurrir a su benevolencia y
reparar mis pecados y los de todos los hombres?
3. «El celo por tu casa me devora» (Jn 2, 17)
¿Celebro la Misa según los ritos y las normas establec idas,
con auténtica motivación, con los libros litúrgicos aprobados? ¿Estoy atento a
las sagradas especies conservadas en el tabernáculo, renovándolas
periódicamente? ¿Conservo con cuidado los vasos sagrados? ¿Llevo con dignidad
todos las vestidos sagrados prescritos por la Iglesia, teniendo presente que
actúoin persona Christi Capitis?
4. «Permaneced en mi amor» (Jn 15, 9)
¿Me produce alegría permanecer ante Jesucristo presente en
el Santísimo Sacramento, en mi meditación y silenciosa adoración? ¿Soy fiel a
la visita cotidiana al Santísimo Sacramento? ¿Mi tesoro está en el Tabernáculo?
5. «Explícanos la parábola» (Mt 13, 36)
¿Realizo todos los días mi meditación con atención, tratando
de superar cualquier tipo distracción que me separe de Dios, buscando la luz
del Señor que sirvo? ¿Medito asiduamente la Sagrada Escritura? ¿Rezo con
atención mis oraciones habituales?
6. Es preciso «orar siempre sin desfallecer» (Lc 18, 1)
¿Celebro cotidianamente la Liturgia de las Horas
integralmente, digna, atenta y devotamente? ¿Soy fiel a mi compromiso con
Cristo en esta dimensión importante de mi ministerio, rezando en nombre de toda
la Iglesia?
7. «Ven y sígueme» (Mt 19, 21)
¿Es, nuestro Señor Jesucristo, el verdadero amor de mi vida?
¿Observo con alegría el compromiso de mi amor hacia Dios en la continencia del
celibato? ¿Me he detenido conscientemente en pensamientos, deseos o actos
impuros; he mantenido conversaciones inconvenientes? ¿Me he puesto en la ocasión
próxima de pecar contra la castidad? ¿He custodiado mi mirada? ¿He sido
prudente al tratar con las diversas categorías de personas? ¿Representa mi
vida, para los fieles, un testimonio del hecho de que la pureza es algo
posible, fecundo y alegre?
8. «¿Quién eres Tú?» (Jn 1, 20)
En mi conducta habitual, ¿encuentro elementos de debilidad,
de pereza, de flojedad? ¿Son conformes mis conversaciones al sentido humano y
sobrenatural que un sacerdote debe tener? ¿Estoy atento a actuar de tal manera
que en mi vida no se introduzcan particulares superficiales o frívolos? ¿Soy
coherente en todas mis acciones con mi condición de sacerdote?
9. «El Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cab eza»
(Mt 8, 20)
¿Amo la pobreza cristiana? ¿Pongo mi corazón en Dios y estoy
desapegado, interiormente, de todo lo demás? ¿Estoy dispuesto a renunciar, para
servir mejor a Dios, a mis comodidades actuales, a mis proyectos personales, a
mis legítimos afectos? ¿Poseo cosas superfluas, realizo gastos no necesarios o
me dejo conquistar por el ansia del consumismo? ¿Hago lo posible para vivir los
momentos de descanso y de vacaciones en la presencia de Dios, recordando que
soy siempre y en todo lugar sacerdote, también en aquellos momentos?
10. «Has ocultado estas cosas a sabios y inteligentes, y se
las has revelado a los pequeños » (Mt 11, 25)
¿Hay en mi vida pecados de soberbia: dificultades
interiores, susceptibilidad, irritación, resistencia a perdonar, tendencia al
desánimo, etc.? ¿Pido a Dios la virtud de la humildad?
11. «Al instante salió sangre y agua» (Jn 19, 34)
¿Tengo la convicción de que, al actuar “en la persona de
Cristo” estoy directamente comprometido con el mismo cuerpo de Cristo, la
Iglesia? ¿Puedo afirmar sinceramente que amo a la Iglesia y que sirvo con alegría
su crecimiento, sus causas, cada uno de sus miembros, toda la humanidad?
12. «Tú eres Pedro» (Mt 16, 18)
Nihil sine Episcopo —nada sin el Obispo— decía San Ignacio
de Antioquía: ¿están estas palabras en la base de mi ministerio sacerdotal? ¿He
recibido dócilmente órdenes, consejos o correcciones de mi Ordinario? ¿Rezo
especialmente por el Santo Padre, en plena unión con sus enseñanzas e
intenciones?
13. «Que os améis los unos a los otros» (Jn 13, 34)
¿He vivido con diligencia la caridad al tratar con mis
hermanos sacerdotes o, al contrario, me he
desinteresado de ellos por egoísmo, apatía o indiferencia?
¿He criticado a mis hermanos en el sacerdocio? ¿He estado al lado de los que
sufren por enfermedad física o dolor moral? ¿Vivo la fraternidad con el fin de
que nadie esté solo? ¿Trato a todos mis hermanos sacerdotes y también a los
fieles laicos con la misma caridad y paciencia de Cristo?
14. «Yo soy el camino, la verdad y la vida » (Jn 14, 6)
¿Conozco en profundidad las enseñanzas de la Iglesia? ¿Las
asimilo y las transmito fielmente? ¿Soy
consciente del hecho de que enseñar lo que no corresponde al
Magisterio, tanto solemne como
ordinario, constituye un grave abuso, que causa daño a las
almas?
15. «Vete, y en adelante, no peques más» (Jn 8, 11)
El anuncio de la Palabra de Dios ¿conduce a los fieles a los
sacramentos? ¿Me confieso con regularidad y con frecuencia, conforme a mi
estado y a las cosas santas que trato? ¿Celebro con generosidad el Sacramento
de la Reconciliación? ¿Estoy ampliamente disponible a la dirección espiritual
de los fieles dedicándoles un tiempo específico? ¿Preparo con cuidado la
predicación y la catequ esis? ¿Predico con celo y con amor de Dios?
16. «Llamó a los que él quiso y vinieron junto a él » (Mc 3,
13)
¿Estoy atento a descubrir los gérmenes de vocación al
sacerdocio y a la vida consagrada? ¿Me preocupo de difundir entre todos los
fieles una mayor conciencia de la llamada universal a la santidad? ¿Pido a los
fieles rezar por las vocaciones y por la santificación del clero?
17. «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a
se rvir» (Mt 20, 28)
¿He tratado de donarme a los otros en la vida cotidiana,
sirviendo evangélicamente? ¿Manifiesto la caridad del Señor también a través de
las obras? ¿Veo en la Cruz la presencia de Jesucristo y el triunfo del amor?
¿Imprimo a mi cotidianidad el espíritu de servicio? ¿Considero también el
ejercicio de la autoridad vinculada al oficio una forma imprescindible de
servicio?
18. «Tengo sed» (Jn 19, 28)
¿He rezado y me he sacrificado verdaderamente y con
generosidad por las almas que Dios me ha confiado? ¿Cumplo con mis deberes
pastorales? ¿Tengo también solicitud de las almas de los fieles difuntos?
19. «¡Ahí tienes a tu hijo! ¡Ahí tienes a tu madre!» (Jn 19,
26-27)
¿Recurro lleno de esperanza a la Santa Virgen, Madre de los
sacerdotes, para amar y hacer amar más a su Hijo Jesús? ¿Cultivo la piedad
mariana? ¿Reservo un espacio en cada jornada al Santo Rosario? ¿Recurro a su
materna intercesión en la lucha contra el demonio, la concupiscencia y la
mundanidad?
20. «Padre, en tus manos pongo mi espíritu » (Lc 23, 44)
¿Soy solícito en asistir y administrar los sacramentos a los
moribundos? ¿Considero en mi meditación personal, en la catequesis y en la
ordinaria predicación la doctrina de la Iglesia sobre los Novísimos? ¿Pido la
gracia de la perseverancia final y invito a los fieles a hacer lo mismo?
¿Ofrezco frecuentemente y con devoción los sufragios por las almas de los
difuntos?
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