viernes, 8 de junio de 2012

Evangelio - Sábado IX del Tiempo Ordinario

Día litúrgico: Sábado IX del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mc 12,38-44): En aquel tiempo, dijo Jesús a las gentes en su predicación: «Guardaos de los escribas, que gustan pasear con amplio ropaje, ser saludados en las plazas, ocupar los primeros asientos en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes (…)».

Jesús se sentó frente al arca del Tesoro y miraba cómo echaba la gente monedas en el arca del Tesoro: muchos ricos echaban mucho. Llegó también una viuda pobre y echó dos moneditas. Entonces, llamando a sus discípulos, les dijo: «Os digo de verdad que esta viuda pobre ha echado más que todos (…), ha echado (…) todo lo que tenía para vivir».

Comentario: REDACCIÓN evangeli.net (elaborado a partir de textos de Benedicto XVI) (Città del Vaticano, Vaticano)

La pobreza requiere pureza de intención y generosidad.
La conciencia, "epicentro" de la moral.
Hoy, en contraste evidente con los maestros de la ley, el Evangelio nos presenta el gesto sencillo, insignificante, de una mujer viuda que suscitó la admiración de Jesús. El valor del donativo era casi nulo, pero la decisión de aquella mujer era admirable, heroica: dio todo lo que tenía para vivir.

En este gesto, Dios y los demás pasaban delante de ella y de sus propias necesidades. Ella permanecía totalmente en las manos de la Providencia. Jesús valoró el olvido de sí misma, y el deseo de glorificar a Dios y de socorrer a los pobres, como el donativo más importante de todos los que se habían hecho —quizá ostentosamente— en el mismo lugar.

—La opción fundamental y salvífica tiene lugar en el núcleo de la propia conciencia, cuando decidimos abrirnos a Dios y vivir a disposición del prójimo; el valor de la elección no viene dado por la cualidad o cantidad de la obra hecha, sino por la pureza de la intención y la generosidad del amor.



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† Meditación diaria

9ª semana. Sábado
EL VALOR DE LO PEQUEÑO

— La limosna de la viuda pobre. Lo importante para Dios.

Nos relata San Marcos en el Evangelio de la Misa1 que estaba Jesús sentado frente al cepillo del Templo y observaba a la gente que echaba dinero en él. La escena tiene lugar en uno de los atrios, en la llamada Cámara del tesoro o Sala de las ofrendas; los días de la Pasión están ya cercanos.
Ante muchos que daban grandes cantidades, el Señor no hizo el menor comentario. Pero vio Jesús una mujer que se acercaba con el clásico atuendo de las viudas, con clara apariencia de ser una mujer pobre. Había esperado quizá a que la aglomeración desapareciera, y dejó dos monedas pequeñas; eran, entre las que estaban en circulación, las de menos valor. San Marcos aclara para los lectores no judíos, a quienes se dirige particularmente su Evangelio, la entidad real de estas monedas. Quiere llamar la atención de todos sobre la exigua cantidad que representaban. De cara a los hombres aquella limosna tenía muy poco valor: las dos monedas hacían un cuadrante, es decir, la cuarta parte de un as. Esta moneda era a su vez la decimosexta parte de un denario, que constituía la primera unidad monetaria; un denario era el jornal de un trabajador del campo. Pocas cosas se podían comprar con un cuadrante.
Si alguien hubiera llevado una relación de las ofrendas que se hicieron aquel día en el Templo, quizá habría pensado que no valía la pena tomar nota de la limosna de esta mujer. ¡Y resultó ser, entre todas, la más importante! Tan grata fue a Dios que Jesús convocó a sus discípulos dispersos por los alrededores para que aprendieran la lección de aquella viuda. Aquellas piezas de cobre apenas hicieron ruido, pero Jesús percibió claramente el amor sin palabras de esta mujer que daba a Dios todos sus ahorros. Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el cepillo más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía2.
¡Qué diferente es con frecuencia lo importante para Dios y lo importante para nosotros los hombres! ¡Qué diferentes medidas! A nosotros nos suele impresionar lo llamativo, lo grande, lo sorprendente. A Dios le conmueven –el Evangelio nos ha dejado abundantes testimonios– pequeños detalles llenos de amor, que están al alcance de todos; también los sucesos que nosotros consideramos de gran importancia, pero cuando están realizados con el mismo espíritu de rectitud, de humildad y de amor. Los Apóstoles, que serían más tarde el fundamento de la Iglesia, no olvidaron la lección de esta jornada. Aquella mujer nos ha enseñado a todos cómo conmover el corazón de Dios cada día con lo único que corrientemente tenemos a nuestro alcance: cosas pequeñas. “¿No has visto en qué “pequeñeces” está el amor humano? Pues también en “pequeñeces” está el Amor divino”3.
Aprendemos también en este pasaje del Evangelio el verdadero valor de las cosas. Cualquier acontecimiento –aunque parezca sin importancia– podemos convertirlo en algo gratísimo a Dios. Y, por ser grato a Él, valioso. Solo tiene valor real, verdadero y eterno lo que hacemos agradable a Dios.
Hoy, en nuestra oración, podemos considerar la gran cantidad de oportunidades que nos salen al paso: “Raras veces se ofrecen grandes ocasiones de servir a Dios, pero pequeñas continuamente. Pues ten entendido que el que sea fiel en lo poco será constituido en lo mucho. Haz, pues, todas tus cosas en honor de Dios, y todas las harás bien: ora comas, ora bebas, oras duermas, ora te diviertas, ora des vueltas al asador, si sabes aprovechar estas haciendas, adelantarás mucho a los ojos de Dios realizando todo esto porque así quiere Dios que lo hagas”4.

— El amor da valor a lo que es en sí pequeño y de escasa importancia. La tibieza y el descuido en lo pequeño.


Son las cosas pequeñas las que hacen perfecta una obra y, por tanto, digna de ser ofrecida al Señor. No basta que aquello que se realiza sea bueno (trabajo, rezar...), sino que además debe ser una obra bien terminada. Para que haya virtud –enseña Santo Tomás de Aquino– es necesario atender a dos cosas: a lo que se hace y al modo de hacerlo5. Y en cuanto al modo de hacerlo, la cincelada, la pincelada, el retoque final convierte aquel trabajo en una obra maestra. Por el contrario, la chapuza, lo desmañado y defectuoso es señal de languidez espiritual y de tibieza en el cristiano, que se ha de santificar con su trabajo de cada día: conozco tus obras y que tienes nombre de viviente y estás muerto (...). Porque yo no hallo tus obras cabales en presencia de mi Dios6. El cuidado de las cosas pequeñas viene exigido por la naturaleza propia de la vocación cristiana: imitar a Jesús en los años de Nazaret, aquellos largos años de trabajo, de vida de familia, de trato amistoso con las gentes de su pueblo. Poner amor en lo pequeño por Dios requiere atención, sacrificio y generosidad. Un pequeño detalle aislado puede no tener importancia: “lo que es pequeño, pequeño es; pero el que es fiel en lo poco, ese es grande”7.
El amor es el que hace importante lo pequeño8. Si faltara este amor no tendría sentido el interés por cuidar las cosas pequeñas: se convertirían en manía o fariseísmo; se pagarían diezmos de la hierbabuena, del eneldo y del comino –como hacían los fariseos–, y se correría el riesgo de abandonar los puntos más esenciales de la ley, de la justicia y de la misericordia. Aunque lo que podamos ofrecer nos parezca poca cosa –como la limosna de esta pobre viuda–, adquiere un gran valor si lo ponemos sobre el altar y lo unimos al ofrecimiento que el Señor Jesús hace de Sí mismo al Padre. Entonces, “nuestra humilde entrega –insignificante en sí, como el aceite de la viuda de Sarepta o el óbolo de la pobre viuda– se hace aceptable a los ojos de Dios por su unión a la oblación de Jesús”9. Otras veces, los detalles, tanto en el trabajo, en el estudio, como en las relaciones con otros, son la coronación de algo bueno que sin ese detalle quedaría incompleto.
Uno de los síntomas más claros de que se inicia el camino de la tibieza es que se valoran poco los pormenores en la vida de piedad, los detalles en el trabajo, los actos pequeños y concretos en las virtudes; y se acaba descuidando también lo grande. “La desgracia es tanto más funesta e incurable cuando al deslizarse hacia lo profundo apenas se nota, y se verifica con mayor lentitud (...). Que con este estado se da un golpe mortal a la vida del espíritu, es cosa a todos manifiesta”10. El amor a Dios, por el contrario, se pone de relieve en el ingenio, en la vibración, en el esfuerzo por encontrar en todo ocasión de amor a Dios y de servicio a los demás.

— La santidad es un tejido de pequeñas menudencias. El crecimiento en las virtudes y las cosas pequeñas.

El Señor no es indiferente a un amor que sabe estar en los detalles. No es indiferente, por ejemplo, a que vayamos a saludarle –lo primero– al entrar en una iglesia o al pasar delante de ella; al esfuerzo por llegar puntuales (mejor unos minutos antes) a la Santa Misa; a la genuflexión bien realizada ante Él en el Sagrario; a las posturas o al recogimiento que guardamos en su presencia... Además, cuando se ve a alguien doblar con devoción la rodilla ante el Sagrario es fácil pensar: tiene fe y ama a Dios. Y ese gesto de adoración ayuda a los demás a tener más fe y más amor. “Os podrá parecer quizá que la Liturgia está hecha de cosas pequeñas: actitud del cuerpo, genuflexiones, inclinaciones de cabeza, movimiento del incensario, del misal, de las vinajeras. Es entonces cuando hay que recordar las palabras de Cristo en el Evangelio: El que es fiel en lo poco, lo será en lo mucho (Lc 16, 10). Por otra parte, nada es pequeño en la Santa Liturgia, cuando se piensa en la grandeza de Aquel a quien se dirige”11.
El espíritu de mortificación se nos concreta normalmente en pequeños sacrificios a lo largo de la jornada: lucha perseverante en el examen particular, sobriedad en las comidas, puntualidad, afabilidad en el trato, levantarse a la hora, no dejar la tarea aunque nos resulte costosa y falte ilusión humana, orden y cuidado de los instrumentos de trabajo, comer con agradecimiento lo que nos sirven, sin andar con caprichos...
Para vivir la caridad en un tono cada vez más delicado y heroico será necesario también descender a los detalles pequeños y menudos de la convivencia cotidiana. “El deber de la fraternidad, con todas las almas, hará que ejercites el “apostolado de las cosas pequeñas”, sin que lo noten: con afán de servicio, de modo que el camino se les muestre amable”12. En ocasiones será poner verdadero interés en lo que nos cuentan; otras, pasar por alto las preocupaciones personales para atender a quienes conviven con nosotros; el no enfadarnos por cosas sin importancia; no ser susceptibles; ser cordiales; la ayuda, quizá inadvertida, que alivia el peso; pedir a Dios por una persona necesitada; evitar toda crítica; ser siempre agradecidos..., cosas que están al alcance de todos... Y así ocurre en cada una de las virtudes.
Si estamos atentos a lo pequeño, viviremos con plenitud todos los días, sabremos dar a cada momento el sentido de estar preparando la eternidad. Para eso, pidamos con mucha frecuencia la ayuda de María. Digámosle frecuentemente: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros... ahora, en cada situación ordinaria y pequeña de nuestra vida.
1 Mc 12, 38-44. — 2 Mc 12, 43-44. — 3 San Josemaría Escrivá, Camino, n. 824. — 4 San Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, III, 34. — 5 Cfr. Santo Tomás, Quodl. IV, a. 19. — 6 Apoc 3, 1-2. — 7 San Agustín, Sobre la doctrina cristiana, 14, 35. — 8 Cfr. San Josemaría Escrivá, o. c., n. 814. — 9 Juan Pablo II, Homilía en Barcelona 7-XI-1982. — 10 B. Baur, La confesión frecuente, p. 105. — 11 Pablo VI, Alocución 30-V-1967. — 12 San Josemaría Escrivá, Surco, n. 737.

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