martes, 5 de junio de 2012

Evangelio - Miércoles IX Semana del Tiempo Ordinario


† Lectura del santo Evangelio según san Marcos 12, 18-27
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo, fueron a ver a Jesús algunos saduceos, los cuales afirman que los muertos no resucitan, y le dijeron:
"Maestro, Moisés nos dejó escrito que si un hombre muere dejando a su viuda sin hijos, que la tome por mujer el hermano del que murió para darle descendencia a su hermano.
Pues bien, había una vez siete hermanos, el primero de los cuales se casó, pero murió sin dejar hijos. El segundo se casó con la viuda, y murió también, sin dejar hijos. Lo mismo el tercero.
Los siete se casaron con ella y ninguno de ellos dejó descendencia. Por último, después de todos, murió también la mujer. El día de la resurrección, cuando resuciten de entre los muertos, ¿de cuál de los siete será mujer? Porque fue mujer de los siete".
Jesús les contestó:
"Están en un error, porque no entienden las Escrituras ni el poder de Dios. Cuando resuciten los muertos, ni los hombres tendrán mujer ni las mujeres marido, pues serán como los ángeles del cielo. Y en cuanto al hecho de que los muertos resucitan, ¿acaso no han leído en el libro de Moisés aquel pasaje de la zarza que ardía? Dios le dijo a Moisés: "Yo soy el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob". Dios no es Dios de muertos, sino de vivos. Ustedes están, pues, muy equivocados".
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.

† Meditación diaria

9ª semana. Miércoles
RESUCITAREMOS CON NUESTROS PROPIOS CUERPOS

— Una verdad de fe expresamente enseñada por Jesús.

Los saduceos, que no creían en la resurrección, se acercaron a Jesús para intentar ponerle en un aprieto. Según la ley antigua de Moisés1, si un hombre moría sin dejar hijos, el hermano debía casarse con la viuda para suscitar descendencia a su hermano, y al primero de los hijos que tuviera se le debía imponer el nombre del difunto. Los saduceos pretenden poner en ridículo la fe en la resurrección de los muertos, inventando un problema pintoresco2. Si una mujer se casa siete veces al enviudar de sucesivos hermanos, ¿de cuál de ellos será esposa en los cielos? Jesús les responde poniendo de manifiesto la frivolidad de la objeción. Les contesta reafirmando la existencia de la resurrección, valiéndose de diversos pasajes del Antiguo Testamento, y al enseñar las propiedades de los cuerpos resucitados se desvanece el argumento de los saduceos3.
El Señor les reprocha no conocer las Escrituras ni el poder de Dios, pues esta verdad estaba ya firmemente asentada en la Revelación. Isaías había profetizado4las muchedumbres de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán: unos para eterna vida, otros para vergüenza y confusión; y la madre de los Macabeos confortaba a sus hijos en el momento del martirio recordándoles que el Creador del universo (...) misericordiosamente os devolverá la vida si ahora la despreciáis por amor a sus santos lugares5. Y para Job, esta misma verdad será el consuelo de sus días malos: Sé que mi Redentor vive, y que en el último día resucitaré del polvo (...); en mi propia carne contemplaré a Dios6.
Hemos de fomentar en nuestras almas la virtud de la esperanza, y concretamente el deseo de ver a Dios. “Los que se quieren, procuran verse. Los enamorados solo tienen ojos para su amor. ¿No es lógico que sea así? El corazón humano siente esos imperativos. Mentiría si negase que me mueve tanto el afán de contemplar la faz de Jesucristo. Vultum tuum, Domine, requiram, buscaré, Señor, tu rostro”7. Ese deseo se saciará, si permanecemos fieles, porque la solicitud de Dios por sus criaturas ha dispuesto la resurrección de la carne, verdad que constituye uno de los artículos fundamentales del Credo8pues si no hay resurrección de los muertos, tampoco resucitó Cristo. Y si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, y vana es también nuestra fe9. “La Iglesia cree en la resurrección de los muertos (...) y entiende que la resurrección se refiere a todo el hombre”10: también a su cuerpo.
El Magisterio ha repetido en numerosas ocasiones que se trata de una resurrección del mismo cuerpo, el que tuvimos durante nuestro paso por la tierra, en esta carne “en que vivimos, subsistimos y nos movemos”11. Por eso, “las dos fórmulas resurrección de los muertos y resurrección de la carne son expresiones complementarias de la misma tradición primitiva de la Iglesia”, y deben seguirse usando los dos modos de expresarse12.
La liturgia recoge esta verdad consoladora en numerosas ocasiones: En Él (en Cristo) brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección; y así, aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el Cielo13. Dios nos espera para siempre en su gloria. ¡Qué tristeza tan grande para quienes todo lo han cifrado en este mundo! ¡Qué alegría saber que seremos nosotros mismos, alma y cuerpo, quienes, con la ayuda de la gracia, viviremos eternamente con Jesucristo, con los ángeles y los santos, alabando a la Trinidad Beatísima!
Cuando nos aflija la muerte de una persona querida, o acompañemos en su dolor a quien ha perdido aquí a alguien de su familia, hemos de poner de manifiesto, ante los demás y ante nosotros mismos, estas verdades que nos inundan de esperanza y de consuelo: la vida no termina aquí abajo en la tierra, sino que vamos al encuentro de Dios en la vida eterna.

— Cualidades y dotes de los cuerpos gloriosos.

Toda alma, después de la muerte, espera la resurrección del propio cuerpo, con el que, por toda la eternidad, estará en el Cielo, cerca de Dios, o en el Infierno, lejos de Él. Nuestros cuerpos en el Cielo tendrán características diferentes, pero seguirán siendo cuerpos y ocuparán un lugar, como ahora el Cuerpo glorioso de Cristo y el de la Virgen. No sabemos dónde está, ni cómo se forma ese lugar: la tierra de ahora se habrá transfigurado14. La recompensa de Dios redundará en el cuerpo glorioso haciéndolo inmortal, pues la caducidad es signo del pecado y la creación estuvo sometida a ella por culpa del pecado15. Todo lo que amenaza e impide la vida desaparecerá16. Los resucitados para la Gloria –como afirma San Juan en elApocalipsis– no tendrán hambre, ni tendrán ya sed ni caerá sobre ellos el sol, ni ardor alguno17: esos sufrimientos que enumera el Apocalipsis fueron los que más dañaron al pueblo de Israel mientras atravesaba el desierto: los abrasadores rayos del sol caían como dardos, se desencadenaba con rapidez la corrupción, y el viento seco del desierto consumía las fuerzas18. Estas mismas tribulaciones son símbolo de los dolores que tendría que soportar el nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia, mientras dure su peregrinación hasta la Patria definitiva.
La fe y la esperanza en la glorificación de nuestro cuerpo nos harán valorarlo debidamente. El hombre “no debe despreciar la vida corporal, sino que, por el contrario, debe tener por bueno y honrar a su propio cuerpo, como criatura de Dios que ha de resucitar en el último día”19. Sin embargo, qué lejos está de esta justa valoración el culto que hoy vemos tributar tantas veces al cuerpo. Ciertamente tenemos el deber de cuidarlo, de poner los medios oportunos para evitar la enfermedad, el sufrimiento, el hambre..., pero sin olvidar que ha de resucitar en el último día, y que lo importante es que resucite para ir al Cielo, no al Infierno. Por encima de la salud está la aceptación amorosa de la voluntad de Dios sobre nuestra vida. No tengamos preocupación desmedida por el bienestar físico. Sepamos aprovechar sobrenaturalmente las molestias que podamos sufrir –poniendo con serenidad los medios ordinarios para evitarlas–, y no perderemos la alegría y la paz por haber puesto el corazón en un bien relativo y transitorio, que solo será definitivo y pleno en la gloria.
En ningún momento debemos olvidar hacia dónde nos encaminamos y el valor verdadero de las cosas que tanto nos preocupan. Nuestra meta es el Cielo; para estar con Cristo, con alma y cuerpo, nos creó Dios. Por eso, aquí en la tierra “la última palabra solo podrá ser una sonrisa... un cántico jovial”20, porque más allá nos espera el Señor con la mano extendida y el gesto acogedor.

— Unidad entre el cuerpo y el alma.

Aunque sea grande la diferencia entre el cuerpo terreno y el transfigurado, hay entre ellos una estrechísima relación. Es dogma de fe que el cuerpo resucitado es específica y numéricamente idéntico al cuerpo terreno21.
La doctrina cristiana, basándose en la naturaleza del alma y en diversos pasajes de la Sagrada Escritura, muestra la conveniencia de la resurrección del propio cuerpo y la unión de nuevo con el alma. En primer lugar, porque el alma es solo una parte del hombre, y mientras esté separada del cuerpo no podrá gozar de una felicidad tan completa y acabada como poseerá la persona entera. También, por haber sido creada el alma para unirse a un cuerpo, una separación definitiva violentaría su modo de ser propio; pero, sobre todo otro argumento, es más conforme con la sabiduría, justicia y misericordia divinas que las almas vuelvan a unirse a los cuerpos, para que ambos, el hombre completo –que no es solo alma, ni solo cuerpo–, participen del premio o del castigo merecido en su paso por la vida en la tierra; aunque es de fe que el alma inmediatamente después de la muerte recibe el premio o el castigo, sin esperar el momento de la resurrección del cuerpo.
A la luz de la enseñanza de la Iglesia vemos con mayor profundidad que el cuerpo no es un mero instrumento del alma, aunque de ella recibe la capacidad de actuar y con ella contribuye a la existencia y desarrollo de la persona. Por el cuerpo, el hombre se halla en contacto con la realidad terrena, que ha de dominar, trabajar y santificar, porque así lo ha querido Dios22. Por él, el hombre puede entrar en comunicación con los demás y colaborar con ellos para edificar y desarrollar la comunidad social. Tampoco podemos olvidar que a través del cuerpo el hombre recibe la gracia de los sacramentos: ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?23.
Somos hombres y mujeres de carne y hueso, pero la gracia ejerce su influjo incluso sobre el cuerpo, divinizándolo en cierto modo, como un anticipo de la resurrección gloriosa. Mucho nos ayudará a vivir con la dignidad y el porte de un discípulo de Cristo considerar frecuentemente que este cuerpo nuestro, templo ahora de la Santísima Trinidad cuando vivimos en gracia, está destinado por Dios a ser glorificado. Acudamos hoy a San José para pedirle que nos enseñe a vivir con delicado respeto hacia los demás y hacia nosotros mismos. Nuestro cuerpo, el que tenemos en la vida terrena, también está destinado a participar para siempre de la gloria inefable de Dios.
1 Dt 24, 5 ss.  2 Mt 12, 18-27. — 3 Cfr. Sagrada Biblia, Santos Evangelios, 2ª ed., Pamplona 1985, comentarios a Mac 12, 18-27 y lugares paralelos. — 4 Is 26, 19. — 5 2 Mac 7, 23. — 6 Job 19, 25-26. — 7 San Josemaría Escrivá, en Hoja informativa, n. 1, de su proceso de beatificación, p. 5. — 8 Cfr. Symbolo Quicumque, Dz 40; Benedicto XII, Const. Benedictus Deus, 29-I-1336. — 9 1 Cor 15, 13-14. — 10 Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta sobre algunas cuestiones referentes a la escatología, 17-V-1979.  11 Conc. XI de Toledo, año 675, Dz 287 (540); cfr. Conc. IV de Letrán, cap. I, Sobre la fe católica, Dz 429 (801), etc. — 12 Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración acerca de la traducción del artículo “carnis resurrectionem” del Símbolo Apostólico, 14-XII-1983. — 13 Misal Romano, Prefacio I de Difuntos. — 14 Cfr. M. Schmaus, Teología Dogmática, vol VII, Los Novísimos, p. 514.  15 Rom 8, 20. — 16 Cfr. M. Schmaus. o. c., vol. VII, p. 225 ss.  17 Apoc 7, 16. — 18 Cfr. Eclo 43, 4; Sal 121, 6; Sal 91, 5-6. — 19 Conc. Vat. II, Const.Gaudium et spes, 14. — 20 L. Ramoneda Molins, Vientos que jamás ha roto nadie, Danfel, Montevideo 1984, p. 41. — 21 Cfr. Dz 287, 427, 429, 464, 531. — 22 Gen 1, 28. — 23 1 Cor 6, 15.


Otro comentario: Cardenal Joseph Ratzinger (Papa Benedicto XVI) 
Mitarbeiter der Warhrheit 

«Espero la resurrección de los muertos y la vida eterna» (Credo)

        El cristianismo no promete tan sólo la salvación del alma, en un más allá cualquiera donde todos los valores y las cosas preciosas de este mundo desaparecerán como si se tratara de una escena que se hubiera construido en otro tiempo y que desaparece desde aquel momento. El cristianismo promete la eternidad de todo lo que se ha realizado en la tierra.

        Dios conoce y ama a este hombre total que somos actualmente. Es, pues, inmortal lo que crece y se desarrolla en nuestra vida ya desde ahora. Es en nuestro cuerpo que sufrimos y que amamos, que esperamos, que experimentamos el gozo y la tristeza, que progresamos a lo largo del tiempo. Todo lo que se desarrolla así en nuestra vida de ahora, es lo que es imperecedero. Es pues, imperecedero lo que hemos llegado a ser en nuestro cuerpo, lo que ha crecido y madurado en el corazón de nuestra vida, unido a las cosas de este mundo. Es «el hombre total» tal cual está situado en este mundo, tal cual ha vivido y sufrido, el que un día será llevado a la eternidad de Dios y tendrá parte en Dios mismo, por la eternidad. Es esto lo que debe llenarnos de un gozo profundo.




No hay comentarios:

Publicar un comentario