martes, 5 de marzo de 2013

Evangelio - Martes III Semana de Cuaresma


† Lectura del santo Evangelio según san Mateo 18, 21-35
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo, acercándose Pedro a Jesús le preguntó:
"Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano cuando me ofende? ¿Siete veces?"
Jesús le respondió:
"No te digo siete veces, sino setenta veces siete".
Y les propuso esta parábola:
"El Reino de los cielos se parece a un rey que quiso ajustar cuentas con sus empleados. Al comenzar a ajustarlas, le fue presentado uno que le debía diez mil talentos. Como no podía pagar, el rey mandó que lo vendieran a él, a su mujer y a sus hijos, para pagar la deuda. El empleado se echó a sus pies suplicando:
"Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo".
El rey tuvo compasión de aquel empleado, lo dejó libre y le perdonó la deuda. Nada más salir, aquel empleado encontró a un compañero que le debía cien denarios; lo agarró y le apretaba el cuello, diciendo:
"Págame lo que me debes".
El compañero se echó a sus pies, suplicándole:
"Ten paciencia conmigo y te lo pagaré".
Pero él no quiso, sino que fue y lo metió en la cárcel hasta que le pagara la deuda.
Al verlo sus compañeros se disgustaron mucho y fueron a contar a su rey todo lo ocurrido. Entonces el rey lo llamó y le dijo:
"Siervo miserable. Yo te perdoné toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías haberte compadecido de tu compañero como yo me compadecí de ti?"
Entonces el rey, muy enojado, lo entregó para que lo castigaran hasta que pagara toda la deuda.
Lo mismo hará con ustedes mi Padre celestial si no se perdonan de corazón unos a otros".
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.

† Meditación diaria

Cuaresma. 3ª semana. Martes
PERDONAR Y DISCULPAR

— Perdonar y olvidar las pequeñas ofensas que se producen a veces en la convivencia diaria.

En el trato con los demás, en el trabajo, en las relaciones sociales, en la convivencia de todos los días, es prácticamente inevitable que se produzcan roces. Es también posible que alguien nos ofenda, que se porte con nosotros de manera poco noble, que nos perjudique. Y esto, quizá, de forma un tanto habitual. ¿Hasta siete veces he de perdonar?Es decir, ¿he de perdonar siempre? Esta es la cuestión que le propone Pedro al Señor en el Evangelio de la Misa de hoy1. Es también nuestro tema de oración: ¿sabemos disculpar en todas las ocasiones?, ¿lo hacemos con prontitud?
Conocemos la respuesta del Señor a Pedro, y a nosotros: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Es decir, siempre. Pide el Señor a quienes le siguen, a ti y a mí, una postura de perdón y de disculpa ilimitados. A los suyos, el Señor les exige un corazón grande. Quiere que le imitemos. «La omnipotencia de Dios –dice Santo Tomás– se manifiesta, sobre todo, en el hecho de perdonar y usar de misericordia, porque la manera que Dios tiene de demostrar su poder supremo es perdonar libremente...»2, y por eso a nosotros «nada nos asemeja tanto a Dios como estar siempre dispuestos a perdonar»3. Es donde mostramos también nuestra mayor grandeza de alma.
«Lejos de nuestra conducta, por tanto, el recuerdo de las ofensas que nos hayan hecho, de las humillaciones que hayamos padecido –por injustas, inciviles y toscas que hayan sido–, porque es impropio de un hijo de Dios tener preparado un registro, para presentar una lista de agravios»4. Aunque el prójimo no mejore, aunque recaiga una y otra vez en la misma ofensa o en aquello que me molesta, debo renunciar a todo rencor. Mi interior debe conservarse sano y limpio de toda enemistad.
Nuestro perdón ha de ser sincero, de corazón, como Dios nos perdona a nosotros: Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, decimos cada día en el Padrenuestro. Perdón rápido, sin dejar que el rencor o la separación corroan el corazón ni por un momento. Sin humillar a la otra parte, sin adoptar gestos teatrales ni dramatizar. La mayoría de las veces, en la convivencia ordinaria, ni siquiera será necesario decir «te perdono»: bastará sonreír, devolver la conversación, tener un detalle amable; disculpar, en definitiva.
No es necesario que suframos grandes injurias para ejercitarnos en esta muestra de caridad. Bastan esas pequeñas cosas que suceden todos los días: riñas en el hogar por cuestiones sin importancia, malas contestaciones o gestos destemplados ocasionados muchas veces por el cansancio de las personas, que tienen lugar en el trabajo, en el tráfico de las grandes ciudades, en los transportes públicos...
Mal viviríamos nuestra vida cristiana si al menor roce se enfriara nuestra caridad y nos sintiéramos separados de los demás, o nos pusiéramos de mal humor. O si una injuria grave nos hiciera olvidar la presencia de Dios y nuestra alma perdiera la paz y la alegría. O si somos susceptibles. Hemos de hacer examen para ver cómo son nuestras reacciones ante las molestias que, a veces, la convivencia lleva consigo. Seguir al Señor de cerca es encontrar también en este punto, en las contrariedades pequeñas y en las ofensas graves, un camino de santidad.

— Nuestro perdón en comparación con lo que el Señor nos perdona.

Y si siete veces al día te ofende... siete veces le perdonarás5.Siete veces, en muchas ocasiones. Incluso en el mismo día y sobre lo mismo. La caridad es paciente, no se irrita6.
En algún caso, nos puede costar el perdón. En lo grande o en lo pequeño. El Señor lo sabe y nos anima a recurrir a Él, que nos explicará cómo este perdón sin límite, compatible con la defensa justa cuando sea necesaria, tiene su origen en la humildad. Cuando acudimos a Jesús, Él nos recuerda la parábola que narra el Evangelio de la Misa de hoy. Un rey quiso arreglar cuentas con sus siervos. Y le presentaron uno que le debía diez mil talentos7. ¡Una enormidad! Unos sesenta millones de denarios (un denario era el jornal de un trabajador del campo).
Cuando una persona es sincera consigo misma y con Dios no es difícil que se reconozca como aquel siervo que no tenía con qué pagar. No solamente porque todo lo que es y tiene a Dios se lo debe, sino también porque han sido muchas las ofensas perdonadas. Solo nos queda una salida: acudir a la misericordia de Dios, para que haga con nosotros lo que hizo con aquel criado: compadecido de aquel siervo, le dejó libre y le perdonó la deuda.
Pero cuando este siervo encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios, no supo perdonar ni esperar a que pudiera pagárselos, a pesar de que el compañero se lo pidió de todas las formas posibles. Entonces su señor lo mandó llamar y le dijo: Siervo malo, yo te he perdonado toda la deuda porque me lo has suplicado. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo la he tenido en ti?
La humildad de reconocer nuestras muchas deudas para con Dios nos ayuda a perdonar y a disculpar a los demás. Si miramos lo que nos ha perdonado el Señor, nos damos cuenta de que aquello que debemos perdonar a los demás –aun en los casos más graves– es poco: no llega a cien denariosEn comparación de los diez mil talentos nada es.
Nuestra postura ante los pequeños agravios ha de ser la de quitarles importancia (en realidad la mayoría de las veces no la tienen) y disculpar también con elegancia humana. Al perdonar y olvidar, somos nosotros quienes sacamos mayor ganancia. Nuestra vida se vuelve más alegre y serena, y no sufrimos por pequeñeces. «Verdaderamente la vida, de por sí estrecha e insegura, a veces se vuelve difícil. —Pero eso contribuirá a hacerte más sobrenatural, a que veas la mano de Dios; y así serás más humano y comprensivo con los que te rodean»8.
«Hemos de comprender a todos, hemos de convivir con todos, hemos de disculpar a todos, hemos de perdonar a todos. No diremos que lo injusto es justo, que la ofensa a Dios no es ofensa a Dios, que lo malo es bueno. Pero, ante el mal, no contestaremos con otro mal, sino con la doctrina clara y con la acción buena: ahogando el mal en abundancia de bien (Cfr. Rom 12, 21)»9. No cometeremos el error de aquel siervo mezquino que, habiéndosele perdonado a él tanto, no fue capaz da perdonar tan poco.

— Disculpar y comprender. Aprender a ver lo bueno de los demás.

La caridad ensancha el corazón para que quepan en él todos los hombres, incluso aquellos que no nos comprenden o no corresponden a nuestro amor. Junto al Señor no nos sentiremos enemigos de nadie. Junto a Él aprenderemos a no juzgar las intenciones íntimas de las personas.
No percibimos de los demás sino unas pocas manifestaciones externas, que ocultan, en muchas ocasiones, los verdaderos motivos de su actuar. «Aunque vierais algo malo, no juzguéis al instante a vuestro prójimo –aconseja San Bernardo–, sino más bien excusadle en vuestro interior. Excusad la intención, si no podéis excusar la acción. Pensad que lo habrá hecho por ignorancia, o por sorpresa, o por debilidad. Si la cosa es tan clara que no podéis disimularla, aun entonces procurad creerlo así, y decid para vuestros adentros: la tentación habrá sido muy fuerte»10.
¡Cuántos errores cometemos en los pequeños roces de la convivencia diaria! Muchos de ellos se deben a que nos dejamos llevar por juicios o sospechas temerarias. ¡Cuántas divisiones familiares se tornarían atenciones si viéramos que ese mal detalle, esa inoportunidad, se debe al cansancio de aquella persona después de un día largo y difícil! Además, «mientras interpretes con mala fe las intenciones ajenas, no tienes derecho a exigir comprensión para ti mismo»11.
La comprensión nos inclina a vivir amablemente abiertos hacia los demás, a mirarlos con simpatía; alcanza las profundidades del corazón y sabe encontrar la parte de bondad que hay siempre en todas las personas.
Solo es capaz de comprender quien es humilde. Si no, las faltas más pequeñas de los demás se ven aumentadas, y se tiende a disminuir y justificar las mayores faltas y errores propios. La soberbia es como esos espejos curvos que deforman la verdadera realidad de las cosas.
Quien es humilde es objetivo, y entonces puede vivir el respeto y la comprensión con los demás: surge fácil la disculpa para los defectos ajenos. Ante ellos, el humilde no se escandaliza. «No hay pecado –escribe San Agustín– ni crimen cometido por otro hombre que yo no sea capaz de cometer por razón de mi fragilidad, y si aún no lo he cometido es porque Dios, en su misericordia, no lo ha permitido y me ha preservado en el bien»12. Además, «aprenderemos también a descubrir tantas virtudes en los que nos rodean –nos dan lecciones de trabajo, de abnegación, de alegría...–, y no nos detendremos demasiado en sus defectos; solo cuando resulte imprescindible, para ayudarles con la corrección fraterna»13.
La Virgen nos enseñará, si se lo pedimos, a saber disculpar –en Caná, la Virgen no critica que se haya acabado el vino, sino que ayuda a solucionar su falta–, y a luchar en nuestra vida personal en esas mismas virtudes que, en ocasiones, nos puede parecer que faltan en los demás. Entonces estaremos en excelentes condiciones de poder prestarles nuestra ayuda.

1 Mt 18, 21-35. — 2 Santo Tomás, Suma Teológica, 1, q. 25, a. 3, ad 3. — 3 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 30, 5. — 4 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 309. — 5 Cfr. Lc 17, 4. — 6 1 Cor 13, 7. — 7 Cfr. Mt 18, 24 ss. — 8 San Josemaría Escrivá, Surco, n. 762. — 9 ídem, Es Cristo que pasa, 182. — 10 San Bernardo, Sermón 40 sobre el Cantar de los Cantares. — 11 San Josemaría Escrivá,Surco, n. 635. — 12 San Agustín, Confesiones, 2, 7. — 13 San Josemaría Escrivá,Amigos de Dios, 20.
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Otro comentario: Rev. D. Enric PRAT i Jordana (Sort, Lleida, España)
Movido a compasión (...) le perdonó la deuda
Hoy, el Evangelio de Mateo nos invita a una reflexión sobre el misterio del perdón, proponiendo un paralelismo entre el estilo de Dios y el nuestro a la hora de perdonar.

El hombre se atreve a medir y a llevar la cuenta de su magnanimidad perdonadora: «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?» (Mt 18,21). A Pedro le parece que siete veces ya es mucho o que es, quizá, el máximo que podemos soportar. Bien mirado, Pedro resulta todavía espléndido, si lo comparamos con el hombre de la parábola que, cuando encontró a un compañero suyo que le debía cien denarios, «le agarró y, ahogándole, le decía: ‘Paga lo que debes’» (Mt 18,28), negándose a escuchar su súplica y la promesa de pago.

Echadas las cuentas, el hombre, o se niega a perdonar, o mide estrictamente a la baja su perdón. Verdaderamente, nadie diría que venimos de recibir de parte de Dios un perdón infinitamente reiterado y sin límites. La parábola dice: «Movido a compasión el señor de aquel siervo, le dejó en libertad y le perdonó la deuda» (Mt 18,27). Y eso que la deuda era muy grande.

Pero la parábola que comentamos pone el acento en el estilo de Dios a la hora de otorgar el perdón. Después de llamar al orden a su deudor moroso y de haberle hecho ver la gravedad de la situación, se dejó enternecer repentinamente por su petición compungida y humilde: «Postrado le decía: ‘Ten paciencia conmigo, que todo te lo pagaré’. Movido a compasión...» (Mt 18,26-27). Este episodio pone en pantalla aquello que cada uno de nosotros conoce por propia experiencia y con profundo agradecimiento: que Dios perdona sin límites al arrepentido y convertido. El final negativo y triste de la parábola, con todo, hace honor a la justicia y pone de manifiesto la veracidad de aquella otra sentencia de Jesús en Lc 6,38: «Con la medida con que midáis se os medirá».




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