miércoles, 20 de marzo de 2013

Evangelio - Miércoles V Semana de Cuaresma


† Lectura del santo Evangelio según san Juan 8, 31-42
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos que habían creído en él: 
"Si permanecen fieles a mi palabra, ustedes serán verdaderamente mis discípulos; así conocerán la verdad y la verdad los hará libres". 
Ellos le respondieron: 
"Somos descendientes de Abrahán; nunca hemos sido esclavos de nadie. ¿Qué significa eso de que seremos libres?"
Jesús les contestó: 
"Yo les aseguro que todo el que comete pecado es esclavo del pecado. Pero el esclavo no permanece para siempre en la casa, mientras que el hijo sí. Por eso, si el Hijo les da la libertad, serán verdaderamente libres. Ya sé que son descendientes de Abrahán. Sin embargo, quieren matarme, porque no aceptan mi enseñanza. Yo hablo de lo que he visto hacer a mi Padre; sus acciones, en cambio, ponen de manifiesto lo que han oído a su padre".
Ellos le dijeron: 
"Nuestro padre es Abrahán". 
Jesús contestó: 
"Si fueran de verdad hijos de Abrahán, harían lo que él hizo. Ustedes quieren matarme a mí, que les he dicho la verdad que aprendí de Dios mismo. Abrahán no hizo nada semejante. Ustedes hacen las obras de su padre". 
Le respondieron: 
"Nosotros no somos hijos ilegítimos. Dios es nuestro único padre".
Jesús les dijo entonces: 
"Si Dios fuera su Padre, me amarían, porque yo salí de Dios y he venido de parte suya. No he venido por mi propia cuenta, sino que Dios me envió".
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.

† Meditación diaria

Cuaresma. 5ª semana. Miércoles
CORREDIMIR CON CRISTO

— Jesucristo nos redimió y liberó del pecado, raíz de todos los males. Valor de corredención del dolor sufrido por amor a Cristo.

Nos ha trasladado Dios al reino de su Hijo querido, por cuya Sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados1.
Redimir significa liberar por medio de un rescate. Redimir a un cautivo era pagar un rescate por él, para devolverle la libertad. Os aseguro –son palabras de Jesucristo, en el Evangelio de la Misa de hoy– que quien comete pecado es esclavo del pecado2. Nosotros, después del pecado original, estábamos como en una cárcel, éramos esclavos del pecado y del demonio, y no podíamos alcanzar el Cielo. Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, pagó el rescate con su Sangre, derramada en la Cruz. Satisfizo sobreabundantemente la deuda contraída por Adán al cometer el pecado original y la de todos los pecados personales cometidos por los hombres y que se habrían de cometer hasta el fin de los tiempos. Es nuestro Redentor y su obra se llama Redención y Liberación, pues verdaderamente Él nos ha ganado la libertad de hijos de Dios3.
Jesucristo nos liberó del pecado, y así sanó la raíz de todos los males; de esa forma hizo posible la liberación integral del hombre. Ahora cobran su sentido pleno las palabras del Salmo que hoy reza la Iglesia en la liturgia de las Horas: “Dominus illuminatio mea et salus mea, quem timebo?, el Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? (...) Si un ejército acampa contra mí, mi corazón no tiembla; si me declaran la guerra, me siento tranquilo”4. Si no se hubiera curado el mal en su raíz, que es el pecado, el hombre jamás habría podido ser verdaderamente libre y sentirse fuerte ante el mal. Jesús mismo quiso padecer voluntariamente el dolor y vivir pobre para mostrarnos que el mal físico y la carencia de bienes materiales no son verdaderos males. Solo existe un mal verdadero, que hemos de temer y rechazar con la gracia de Dios: el pecado5; esa es la esclavitud más honda, es la única desgracia para toda la humanidad y para cada hombre en concreto.
Los demás males que aquejan al hombre solo es posible vencerlos –parcialmente en esta vida y totalmente en la otra– a partir de la liberación del pecado. Más aún, los males físicos –el dolor, la enfermedad, el cansancio–, si se llevan por Cristo, se convierten en verdaderos tesoros para el hombre. Esta es la mayor revolución obrada por Cristo, que solo se puede entender en la oración, con la luz que da la fe. “Yo te voy a decir cuáles son los tesoros del hombre en la tierra para que no los desperdicies; hambre, sed, calor, frío, dolor, deshonra, pobreza, soledad, traición, calumnia, cárcel...”6.
Por eso hoy podemos examinar si de verdad consideramos el dolor, físico o moral, como un tesoro que nos une a Cristo. ¿Hemos aprendido a santificarlo o, por el contrario, nos quejamos? ¿Sabemos ofrecer a Dios con prontitud y serenidad las pequeñas mortificaciones previstas y las que surjan a lo largo del día?

— Jesucristo ha venido a traernos la salvación. Todos los demás bienes han de ordenarse a la vida eterna.

La liturgia de las Horas hoy proclama: Vultum tuum, Domine, requiram: Tu rostro buscaré, Señor7. La contemplación de Dios saciará nuestras ansias de felicidad. Y esto tendrá lugar al despertar, porque la vida es como un sueño... Así la compara muchas veces San Pablo8.
Mi reino no es de este mundo, había dicho el Señor. Por esto, cuando declaró: Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia9, no se refería a una vida terrena cómoda y sin dificultades, sino a la vida eterna, que se incoa ya en esta. Vino a liberarnos principalmente de lo que nos impide alcanzar la felicidad definitiva: del pecado, único mal absoluto, y de la condenación a la que el pecado conduce. Si el Hijo os hace libres seréis realmente libres, nos dice el Señor en el Evangelio de hoy10. Nos dio también así la posibilidad de vencer las otras consecuencias del pecado: la opresión, las injusticias, las diferencias económicas desorbitadas, la envidia, el odio..., o padecerlas por Dios con alegría cuando no se pueden evitar.
Es de tal valor la vida que Cristo nos ha ganado que todos los bienes terrenos deben estarle subordinados. De ninguna manera quiere decir esto que los cristianos debamos quedar pasivos ante el dolor y la injusticia; por el contrario, toca a cada uno, manteniendo esa subordinación de todos los demás bienes al bien absoluto del hombre, asumir el compromiso, nacido de la caridad y en ocasiones de la justicia, de hacer un mundo más humano y más justo, comenzando por la empresa en que trabajamos, en el barrio de la gran ciudad o en el pueblo en el que nos encontramos.
El precio que Cristo pagó por nuestro rescate fue su propia vida. Así nos mostró la gravedad del pecado, y cuánto vale nuestra salvación eterna y los medios para alcanzarla. San Pablo también nos recuerda: Habéis sido comprados a gran precio; y a continuación añade, como consecuencia:glorificad a Dios y llevadle en vuestro cuerpo11. Pero sobre todo, quiso el Señor llegar tan lejos para demostrarnos su amor, pues nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos12, porque la vida es lo más que puede dar el hombre. Esto hizo Cristo por nosotros. No se conformó con hacerse uno de nosotros, sino que quiso dar su vida como rescate para salvarnos. Nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros13. “Nos ha trasladado Dios al reino de su Hijo querido, por cuya Sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados”14. Cualquier hombre puede decir: El Hijo de Dios me amó y se entregó por mí15.
¿Cómo aprecio la vida de la gracia que me consiguió Cristo en el Calvario?, nos podemos preguntar hoy cada uno de nosotros. ¿Pongo los medios para aumentarla: sacramentos, oración, buenas obras? ¿Evito las ocasiones de pecar, manteniendo una lucha decidida contra la sensualidad, la soberbia, la pereza...? Os aseguro que quien comete pecado, es esclavo del pecado...

— A cada hombre se le aplican los méritos que Cristo nos alcanzó en la Cruz. Necesidad de corresponder. La Redención se actualiza de modo singular en la Santa Misa. Corredentores con Cristo.

El aparente “fracaso” de Cristo en la Cruz se vuelve redención gozosa para todos los hombres, cuando estos quieren. Nosotros estamos ahora recibiendo copiosamente los frutos de aquel amor de Jesús en la Cruz. “En la misma historia humana que es el escenario del mal, se va tejiendo la obra de la salvación eterna”16, en medio de nuestros olvidos y negaciones, y de nuestra correspondencia llena de amor.
La Cuaresma es un buen momento para recordar que la Redención se sigue haciendo día a día y para detenernos a considerar los momentos en que se hace más patente: “Cada vez que se celebra en el altar el sacrificio de la Cruz, por el que se inmoló Cristo nuestra Pascua, se realiza la obra de nuestra redención”17. Cada Misa posee un valor infinito; los frutos en cada fiel dependen de las disposiciones personales. Con San Agustín podemos decir, aplicándolo a la Misa, que “no está permitido querer con amor menguado (...), pues debéis llevar grabado en vuestro corazón al que por vosotros murió clavado en la Cruz”18. La Redención se realizó una sola vez mediante la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo, y se actualiza ahora en cada hombre, de un modo particularmente intenso, cuando participa íntimamente del Sacrificio de la Misa.
Se realiza también la redención, de modo distinto a lo dicho anteriormente sobre la Misa, en cada una de nuestras conversiones interiores, cuando hacemos una buena Confesión, cuando recibimos con piedad los sacramentos, que son como “canales de la gracia”. El dolor ofrecido en reparación de nuestros pecados –que merecían un castigo mucho mayor–, por nuestra salvación eterna y la de todo el mundo, nos hace también corredentores con Cristo. Lo que era inútil y destructivo se convierte en algo de valor incalculable. Un enfermo en un hospital, la madre de familia que se enfrenta a problemas que aparentemente la superan, la noticia de una desgracia que nos hiere profundamente, los obstáculos con los que cada día tropezamos, las mortificaciones que hacemos sirven para la Redención del mundo si las ponemos en la patena, junto al pan que el sacerdote ofrece en la Santa Misa. Nos puede parecer que son cosas muy pequeñas, de poco peso, como las gotas de agua que el sacerdote añade al vino en el Ofertorio. Sin embargo, del mismo modo que esas gotas de agua se unen al vino que se convertirá en la Sangre de Cristo, también nuestras acciones así ofrecidas alcanzarán un valor inmenso a los ojos de Dios, porque las hemos unido al Sacrificio de Jesucristo. “El pecador perdonado es capaz de unir su propia mortificación física y espiritual, buscada o al menos aceptada, a la Pasión de Jesús que le ha obtenido el perdón”19. Nos hacemos así corredentores con Cristo.
Acudimos a la Virgen para que nos enseñe a vivir nuestra vocación de corredentores con Cristo en medio de nuestra vida ordinaria. “¿Qué sentiste, Señora, al ver así a tu Hijo? –le preguntamos en la intimidad de nuestra oración–. Te miro, y no encuentro palabras para hablar de tu dolor. Pero sí entiendo que al ver a tu Hijo que lo necesita, al comprender que tus hijos lo necesitamos, aceptas todo sin vacilar. Es un nuevo “hágase” en tu vida. Un nuevo modo de aceptar la corredención. ¡Gracias, Madre mía! Dame esa actitud decidida de entrega, de olvido absoluto de mí mismo. Que frente a las almas, al aprender de ti lo que exige el corredimir, todo me parezca poco. Pero acuérdate de salir a mi encuentro, en el camino, porque solo no sabré ir adelante”20.

1 Antífona de comunión. Col 1, 13-14. — 2 Jn 8, 34. — 3 Cfr. Gal 4, 31. — 4 Sal 26. — 5 Cfr. San Josemaría Escrivá, Camino, n. 386. — 6 Ibídem, n. 194. — 7 Sal 26. — 8 Cfr. 1 Tes 4, 14. — 9 Jn 10, 10. — 10 Jn 8, 36. — 11 1 Cor 6, 20. — 12 Jn 15, 13. — 13 Cfr. Ef 5, 2. — 14 Antífona de comunión. Gal 1, 13-14. — 15 Gal 2, 20. — 16 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 186. — 17 Conc. Vat. II, Const.Lumen gentium, 3. — 18 San Agustín, Sobre la santa virginidad, 55. — 19 Juan Pablo II, Exhor. Apost.Reconciliatio et Paenitentia, 31. — 20 M. Montenegro, Vía Crucis, Palabra, 3ª ed., Madrid 1976, IV.
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Otro comentario: Pe. Givanildo dos SANTOS Ferreira (Brasília, Brasil)
Si Dios fuera vuestro Padre, me amaríais a mí
Hoy, el Señor dirige duras palabras a los judíos. No a cualquier judío, sino, precisamente, a aquellos que abrazaron la fe: Jesús dijo «a los judíos que habían creído en Él» (Jn 8,31). Sin duda, este diálogo de Jesús refleja el inicio de aquellas dificultades causadas por los cristianos judaizantes en la primera hora de la Iglesia.

Como eran descendientes de Abraham según la consanguineidad, esos tales discípulos de Jesús se consideraban superiores no solamente de los gentíos que vivían lejos de la fe, sino también superiores a cualquier discípulo no judío partícipe de la misma fe. Ellos decían: «Nosotros somos descendencia de Abraham» (Jn 8,33); «nuestro padre es Abraham» (v. 39); «solo tenemos un padre, Dios» (v. 41). A pesar de ser discípulos de Jesús, tenemos la impresión de que Jesús nada representaba para ellos, nada acrecentaba al que ya poseían. Pero es ahí donde se encuentra el gran error de todos ellos: los verdaderos hijos no son los descendientes según la consanguineidad, sino los herederos de la promesa, o sea, aquellos que creen (cf. Rom 9,6-8). Sin la fe en Jesús no es posible que alguien alcance la promesa de Abraham. Por tanto, entre los discípulos «no hay judíos o griego; no hay esclavo o libre; no hay hombre o mujer», porque todos son hermanos por el bautismo (cf. Gal 3,27-28).

No nos dejemos seducir por orgullo espiritual. Los judaizantes se consideraban superiores a los otros cristianos. No es necesario hablar, aquí, de los hermanos separados. Pero pensemos en nosotros mismos. ¡Cuántas veces algunos católicos se consideran mejores que los otros católicos porque siguen este o aquel movimiento, porque observan esta o aquella disciplina, porque obedecen a este o a aquel uso litúrgico! Unos, porque son ricos; otros, porque estudiaron más. Unos, porque ocupan cargos importantes; otros, porque vienen de familias nobles... «Quisiera que cada uno de vosotros sintiera la alegría de ser cristiano… Dios guía a su Iglesia, la sostiene siempre, también y sobre todo en los momentos difíciles» (Benedicto XVI).
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Otro comentario: Concilio Vaticano II 
Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual, “Gaudium et Spes”, §16-17 
“Entonces conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.”

    En lo más profundo de su conciencia descubre el hombree la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente (Rm 2,14-16). La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla.

    La orientación del hombre hacia el bien sólo se logra con el uso de la libertad, la cual posee un valor que nuestros contemporáneos ensalzan con entusiasmo. Y con toda razón. Con frecuencia, sin embargo, la fomentan de forma depravada, como si fuera pura licencia para hacer cualquier cosa, con tal que deleite, aunque sea mala. La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina (Gn 1,26) en el hombre. Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión (Si 15,14) para que así busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventurada perfección. La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección...

    El hombre logra esta dignidad cuando, liberado totalmente de la cautividad de las pasiones, tiende a su fin con la libre elección del bien y se procura medios adecuados para ello con eficacia y esfuerzo crecientes. La libertad humana, herida por el pecado, para dar la máxima eficacia a esta ordenación a Dios, ha de apoyarse necesariamente en la gracia de Dios.







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