viernes, 10 de agosto de 2012

Evangelio - Viernes XVIII Semana del Tiempo Ordinario


† Lectura del santo Evangelio según san Mateo 16, 24-28
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos:
"Si alguno quiere venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la conservará. Pues ¿de qué le sirve a uno ganar todo el mundo, si pierde su vida? ¿O qué puede dar uno a cambio de su vida? El Hijo del hombre va a venir con la gloria de su Padre y con sus ángeles. Entonces tratará a cada uno según su conducta. Les aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán sin ver antes al Hijo del hombre venir como rey".
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.


Santoral: Fiesta San Lorenzo - Diácono y Martir

† Meditación diaria

18ª semana. Viernes
EL AMOR Y LA CRUZ

— La muestra de amor más grande.
Jesús había llamado a sus discípulos y estos, dejándolo todo, le siguieron. Iban tras el Maestro por los caminos de Palestina, recorriendo ciudades y aldeas, compartiendo con Él alegrías, fatigas, hambre, cansancio... También, en ocasiones, expusieron su vida y su honra por Jesús. Pero esta compañía externa se fue convirtiendo, poco a poco, en un seguimiento interior, se fue realizando una transformación de sus almas. Este seguimiento más hondo requiere algo más que el desprendimiento, e incluso el abandono efectivo de casa, hogar, familia, bienes... Así se lo manifestó el Señor, como leemos en el Evangelio de la Misa1si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.
Negarse a sí mismo significa renunciar a ser uno el centro de sí mismo. El único centro del verdadero discípulo solo puede ser Cristo, a Quien se dirigen constantemente los pensamientos, los afanes, el quehacer ordinario que se convierte en una verdadera ofrenda al Señor.
Cargar con la Cruz indica que se está dispuesto a morir. El que coge el madero y lo pone sobre sus hombros acepta su destino, sabe que su vida terminará en esa cruz. Tomar la cruz expresa una decisión resuelta, indica que estamos dispuestos a seguirle, si fuera preciso, hasta la muerte, que queremos imitarle en todo, sin poner límite alguno. Para seguir a Cristo hemos de identificar nuestra voluntad con la suya, que tomó con decisión el madero y lo llevó hasta el Calvario, donde se ofrecería a Dios Padre en una oblación de valor y amor infinitos.
Hemos de considerar frecuentemente que la Pasión y Muerte en la Cruz es la máxima expresión de su entrega al Padre y de su amor por nosotros. Ciertamente, el menor acto de amor de Jesús, la más pequeña de sus obras, aun niño, tenía un valor meritorio infinito para obtener a todos los hombres, pasados y presentes y los que habrían de venir a lo largo de los siglos, la gracia de la redención, la vida eterna y todas las ayudas necesarias para llegar a ella. Pero, a pesar de todo, quiso sufrir todos los horrores de la Pasión y de la Muerte en la cruz para mostrarnos cuánto amaba al Padre, cuánto nos amaba a cada uno de nosotros. En ocasiones, manifestó a sus discípulos esta urgencia de amor que le llenaba el alma: Tengo que recibir un bautismo, y ¡cómo me siento urgido hasta que se cumpla!2. El Espíritu Santo nos ha dejado escrito a través de San Juan que tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito3. Jesús entregó voluntariamente su vida por amor hacia nosotros, pues nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos4.
Jesucristo revela las ansias incontenibles de entregar su vida por amor. Y si queremos seguirle, no ya externamente sino hondamente, identificándonos con Él, ¿cómo podremos rechazar la Cruz, el sacrificio, que tan íntimamente está relacionado con el amor y con la entrega? El seguir a Cristo de cerca nos llevará a la abnegación más completa, a la plenitud del amor, a la alegría más grande. La abnegación, la identificación con su santa voluntad en todo, limpia, purifica, clarifica el alma y la diviniza. “Tener la Cruz, es tener la alegría: ¡es tenerte a Ti, Señor!”5.

— El sentido y los frutos del dolor.
Se cuenta de un alma santa que al ver cómo todos los sucesos le eran contrarios y a una prueba le sucedía otra, y a una calamidad un desastre mayor, se volvió con ternura al Señor y le preguntó: Pero, Señor, ¿qué te he hecho?, y oyó en su corazón estas palabras: Me has amado. Pensó entonces en el Calvario y comprendió un poco mejor cómo el Señor quería purificarla y asociarla a Él en la redención de tantas gentes que andaban perdidas, lejos de Dios. Y se llenó de paz y de alegría6.
En nuestra vida vamos a encontrar penas, como todos los hombres. “Si vienen contradicciones, está seguro de que son una prueba del amor de Padre, que el Señor te tiene”7. Son ocasiones inmejorables para mirar con amor un crucifijo y contemplar a Cristo y comprender que Él, desde la Cruz, nos está diciendo: “a ti te quiero más”, “de ti espero más”. Quizá sea una enfermedad dolorosa que rompe todos nuestros proyectos, o la desgracia que llega a esas personas que más queríamos, o el fracaso profesional... Señor, ¿qué te he hecho? Y nos responderá calladamente que nos quiere y que desea una entrega sin límites a su santa voluntad, que tiene una “lógica” distinta a la humana. Llega el momento de la aceptación y del abandono, y comprendemos, quizá más tarde, ese inmenso bien. ¡Cuántas gracias daremos entonces al Señor!8.
Muchas veces, sin embargo, la Cruz la encontraremos en asuntos pequeños, que salen a nuestro paso los más de los días: el cansancio, el no disponer del tiempo que desearíamos, el tener que renunciar a un plan más agradable que nos habíamos forjado, el llevar con caridad los defectos de otras personas con las que convivimos o trabajamos, una pequeña humillación que no esperábamos, la aridez en la oración... Ahí nos espera también el Señor; nos pide que sepamos aceptar esas contradicciones, pequeñas o grandes, sin quejas estériles, sin malhumor, sin rebeldía. Nos pide amor, recoger eso que nos contraría y ofrecerlo como una joya de mucho valor. Nuestros pequeños sufrimientos, unidos a los de Cristo en la Cruz, cobran un valor infinito para reparar por tantos pecados que se cometen cada día en la tierra, y por los nuestros también.
El dolor, llevado con y por amor, tiene otros muchos frutos: satisface por nuestros pecados, purifica el alma, “y profundiza y refuerza nuestro carácter y nuestra personalidad. Nos da una comprensión y una capacidad de simpatía por nuestro prójimo que no puede adquirirse de otra manera. De hecho nos abre la vida interior del mismo Cristo, y al hacerlo así nos une más estrechamente a Él. A menudo el sufrimiento profundo es también un punto decisivo en nuestras vidas, y conduce al principio de un nuevo fervor y una nueva esperanza”9, a una nueva manera, más honda y más llena, de entender la propia existencia. Pero dolor y sufrimiento no son tristeza. La Cruz, llevada junto a Cristo, llena el alma de paz y de una profunda alegría en medio de las tribulaciones. La vida de los santos está llena de alegría; un júbilo que el mundo no conoce porque hunde sus raíces en Dios.

— Mortificaciones voluntariamente buscadas.
Si alguno quiere venir en pos de Mí... Nada en el mundo deseamos más que seguir a Cristo de cerca; ninguna otra cosa, ni la propia vida, amamos más que esta: identificarnos con Él, hacer nuestros sus deseos y los sentimientos que tuvo aquí en la tierra. Estamos junto a Él no solo cuando todo nos va bien, sino también al aceptar con paciencia las adversidades, contentos de poder acompañarle en su camino hacia la Cruz, uniendo nuestros sufrimientos a los suyos10.
Pero si nos limitáramos solamente a esperar las tribulaciones, las contrariedades, el dolor que no podemos evitar, faltaría generosidad a nuestro amor. Sería una actitud que escondería el deseo de contentarnos con lo mínimo. “Sería actuar con una disposición remisa, que bien podría expresarse con estas palabras: ¿Mortificación? ¡Bastantes sinsabores tiene ya la vida! ¡Ya tengo suficientes preocupaciones!
“Sin embargo, la vida interior necesita demasiado de la mortificación, como para no buscarla activamente. La mortificación que nos viene dada es importante y valiosa, pero no debe ser excusa para rehuir una generosa expiación voluntaria, que será señal de un verdadero espíritu de penitencia: Yo te ofreceré voluntario sacrificio; cantaré, ¡oh Yahvé!, tu nombre, porque es bueno (Sal 53, 8)”11.
Precisamente la Iglesia nos propone un día a la semana, el viernes, para que examinemos el sentido penitencial de nuestra vida, a la luz de la Pasión de Cristo. En este día, muchos cristianos consideran más detenidamente los misterios de dolor de la vida de Cristo, o hacen el ejercicio piadoso del Vía Crucis, o meditan o leen la Pasión del Señor... Es un día para que examinemos cómo llevamos habitualmente las contradicciones, y la generosidad, fruto del amor, con que buscamos esa mortificación voluntaria, en cosas quizá pequeñas, que vence constantemente el egoísmo, la pereza, el deseo de quedar bien en todo, de ser habitualmente el centro... Mortificaciones pequeñas para hacer más amable la vida a los demás: ser cordiales en el trato, vencer los estados de ánimo que nos llevarían quizá a tener un tono más adusto en el trato, sonreír cuando quizá tendemos a mostrarnos serios, cuidar la puntualidad en el trabajo o estudio, comer algo menos de aquello que más nos gusta o tomar un poco más de aquello que menos nos apetece, no comer entre horas, mantener el orden en la mesa de trabajo, en el armario, en la habitación... Mortificar la curiosidad, cuidar con particular esmero la guarda de los sentidos, no quejarse ante el calor, el frío o el excesivo tráfico...
Al terminar hoy la meditación sobre las palabras de Jesús: si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sigame, le decimos en la intimidad de nuestra oración: “Dame, Jesús, Cruz sin cirineos. Digo mal: tu gracia, tu ayuda me hará falta, como para todo; sé Tú mi Cirineo. Contigo, mi Dios, no hay prueba que me espante...
“—Pero, ¿y si la Cruz fuera el tedio, la tristeza? -Yo te digo, Señor, que Contigo estaría alegremente triste”12. “No perdiéndote a Ti, para mí no habrá pena que sea pena”13.

1 Mt 16, 24-25. — 2 Lc 12, 50. — 3 Jn 3, 16. — 4 Jn 15, 13. — 5 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 766. — 6 Cfr. R. Garrigou-Lagrange, El Salvador, p. 311. — 7 San Josemaría Escrivá, o, c., n. 815. — 8 Cfr. J. Tissot, La vida interior, p. 318. — 9 E. Boylan, El amor supremo, vol. II, p. 119. — 10 Cfr. Pablo VI, Const. Paenitemini, 17-II-1966, I. — 11 R. Balbín, Sacrificio y alegría, Rialp, 2ª ed., Madrid 1975, p. 130. - 12 San Josemaría Escrivá, o. c., n. 252. — 13 Ibídem, n. 253.
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Otro comentario: San Agustín (354-430),  obispo de Hipona (Norte de áfrica) y doctor de la Iglesia - Sermón 304 ; PL 38, 1385 (trad. cf breviario 10/08) 

“El que ama su vida la pierde, el que la pierde la gana para la vida eterna”

        La Iglesia de Roma nos invita hoy a celebrar el triunfo de san Lorenzo, que superó las amenazas y seducciones del mundo, venciendo así la persecución diabólica. El, como ya se os ha explicado más de una vez, era diácono de aquella Iglesia. En ella administró la sangre sagrada de Cristo; en ella, también, derramó su propia sangre por el nombre de Cristo. El apóstol san Juan expuso claramente el significado de la Cena del Señor, con aquellas palabras: Como Cristo dio su vida por nosotros, también nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos. Así lo entendió san Lorenzo; así lo entendió y así lo practicó; lo mismo que había tomado de la mesa del Señor, eso mismo preparó. Amó a Cristo durante su vida, lo imitó en su muerte.

        También nosotros, hermanos, si amamos de verdad a Cristo, debemos imitarlo. La mejor prueba que podemos dar de nuestro amor es imitar su ejemplo, porque Cristo padeció por nosotros, dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas. Según estas palabras de san Pedro, parece como si Cristo sólo hubiera padecido por los que siguen sus huellas, y que la pasión de Cristo sólo aprove-chara a los que siguen sus huellas. Lo han imitado los santos mártires hasta el derramamiento de su sangre, hasta la semejanza con su pasión; lo han imitado los mártires, pero no sólo ellos. El puente no se ha derrumbado después de haber pasado ellos; la fuente no se ha secado después de haber bebido ellos.

        Tenedlo presente, hermanos: en el huerto del Señor no sólo hay las rosas de los mártires, sino también los lirios de las vírgenes y las yedras de los casados, así como las violetas de las viudas. Ningún hombre, cualquiera que sea su género de vida, ha de desesperar de su vocación: Cristo ha sufrido por todos. Con toda verdad está escrito de Él que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.

        Entendamos, pues, de qué modo el cristiano ha de seguir a Cristo, además del derramamiento de sangre, además del martirio. El Apóstol, refiriéndose a Cristo, dice: A pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios. ¡Qué gran majestad! Al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. ¡Qué gran humildad! Cristo se rebajó: esto es, cristiano, lo que debes tú procurar. Cristo se sometió: ¿cómo vas tú a enorgullecerte? Finalmente, después de haber pasado por semejante humillación y haber vencido la muerte, Cristo subió al cielo: sigámoslo. 


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Otro comentario: Rev. D. Antoni CAROL i Hostench (Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)

Si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor
Hoy, la Iglesia —mediante la liturgia eucarística que celebra al mártir romano san Lorenzo— nos recuerda que «existe un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios» (Juan Pablo II).

La ley moral es santa e inviolable. Esta afirmación, ciertamente, contrasta con el ambiente relativista que impera en nuestros días, donde con facilidad uno adapta las exigencias éticas a su personal comodidad o a sus propias debilidades. No encontraremos a nadie que nos diga: —Yo soy inmoral; —Yo soy inconsciente; —Yo soy una persona sin verdad... Cualquiera que dijera eso se descalificaría a sí mismo inmediatamente.

Pero la pregunta definitiva sería: ¿de qué moral, de qué conciencia y de qué verdad estamos hablando? Es evidente que la paz y la sana convivencia sociales no pueden basarse en una “moral a la carta”, donde cada uno tira por donde le parece, sin tener en cuenta las inclinaciones y las aspiraciones que el Creador ha dispuesto para nuestra naturaleza. Esta “moral”, lejos de conducirnos por «caminos seguros» hacia las «verdes praderas» que el Buen Pastor desea para nosotros (cf. Sal 23,1-3), nos abocaría irremediablemente a las arenas movedizas del “relativismo moral”, donde absolutamente todo se puede pactar y justificar.

Los mártires son testimonios inapelables de la santidad de la ley moral: hay exigencias de amor básicas que no admiten nunca excepciones ni adaptaciones. De hecho, «en la Nueva Alianza se encuentran numerosos testimonios de seguidores de Cristo que (...) aceptaron las persecuciones y la muerte antes que hacer el gesto idolátrico de quemar incienso ante la estatua del Emperador» (Juan Pablo II).

En el ambiente de la Roma del emperador Valeriano, el diácono «San Lorenzo amó a Cristo en la vida, imitó a Cristo en la muerte» (San Agustín). Y, una vez más, se ha cumplido que «el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna» (Jn 12,25). La memoria de san Lorenzo, afortunadamente para nosotros, quedará perpetuamente como señal de que el seguimiento de Cristo merece dar la vida, antes que admitir frívolas interpretaciones de su camino.






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