domingo, 30 de septiembre de 2012

Evangelio - Domingo XXVI Semana del Tiempo Ordinario


† Lectura del santo evangelio según san Marcos 9, 38-43.45.47-48
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo dijo Juan a Jesús:
"Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre, y como no es de los nuestros, se lo prohibimos".
Jesús le respondió:
"No se lo prohiban, porque ninguno que haga milagros en mi nombre puede hablar mal de mí. Pues el que no está contra nosotros está a favor nuestro. Y todo el que les dé un vaso de agua porque anuncian al Mesías, les aseguro que no se quedará sin recompensa.
Al que sea ocasión de pecado para uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgaran al cuello una piedra de molino y lo arrojaran al mar. Y si tu mano es ocasión de pecado para ti, córtatela: más te vale entrar manco en la vida que ir con las dos manos al lugar de castigo, al fuego que no se apaga. Y si tu pie es ocasión de pecado, para ti, córtatelo: más te vale entrar cojo en la vida que con los dos pies ser arrojado al lugar de castigo. Y si tu ojo es ocasión de pecado par ti, sácatelo: pues más te vale entrar tuerto en el Reino de Dios que ser arrojado con los dos ojos al lugar de castigo, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga".
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.

† Meditación diaria

Vigésimo sexto Domingo
ciclo b

TAREA DE TODOS

— Formas y modos apostólicos diferentes. Unidad en lo esencial. Rechazar la mentalidad de “partido único” en la Iglesia.

La Primera lectura de la Misa1 recoge el pasaje del Antiguo Testamento en el que Yahvé, a instancias de Moisés, que no se sentía con fuerzas para llevar solo la carga de todo el pueblo, separó algo del espíritu que este poseía y lo pasó a los setenta ancianos. Estos, que se habían congregado en torno a la Tienda de la Reunión, comenzaron enseguida a profetizar. Pero dos de ellos, llamados Eldad y Medad, aunque estaban en la lista no habían acudido a la Tienda, pero el espíritu se posó sobre ellos y se pusieron a profetizar en el campamento. Entonces se acercó Josué a Moisés para que se lo prohibiera. La reacción de Moisés fue profética: ¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor!
El Evangelio de la Misa nos relata un suceso en cierto modo similar2. Juan se acercó a Jesús para decirle que habían visto a uno que echaba demonios en su nombre. Como no era del grupo que acompañaba al Maestro, se lo habían prohibido. Jesús contestó a los suyos: No se lo impidáis, porque uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de Mí.
Jesús reprueba la intransigencia y la mentalidad exclusivista y estrecha de los discípulos, y les abre el horizonte y el corazón a un apostolado universal, variado y distinto. Los cristianos no tenemos la mentalidad de partido único, que llevaría a rechazar formas apostólicas distintas de las que uno, por formación y modo de ser, se siente llamado a realizar. La única condición –dentro de esta gran variedad de modos de llevar a Cristo a las almas– es la unidad en lo esencial, en aquello que pertenece al núcleo fundamental de la Iglesia. El Papa Juan Pablo II, después de afirmar la libertad de asociación, derivada del Bautismo, que existe dentro de la Iglesia, se refería a los criterios fundamentales que pueden servir para discernir si realmente una determinada asociación mantiene la comunión con la Iglesia3. Entre estos criterios –señala el Pontífice– se encuentra la primacía que se debe dar a la llamada de cada fiel a la santidad, que tiene como fruto principal la plenitud de la vida cristiana y la perfección de la caridad. En este sentido, las asociaciones están llamadas a ser instrumentos de santidad en la Iglesia.
Otro criterio que señala el Papa es el apostolado, en el que ante todo se debe proclamar la verdad sobre Cristo, sobre la Iglesia y sobre el hombre, en la obediencia al Magisterio de la Iglesia que la interpreta auténticamente. Este apostolado es participación del fin sobrenatural de la Iglesia, que tiene como objetivo la salvación de todos los hombres. Todos los cristianos participan de este fin misionero; el Señor nos pide ser apóstoles en la fábrica, en la oficina, en la Universidad, en el propio hogar... Como consecuencia de su ser cristiano, los fieles y las asociaciones a las que pertenecen manifiestan su unidad filial con el Papa y con los Obispos, dando testimonio de una comunión firme y convencida, expresada en la leal disponibilidad para acoger sus enseñanzas doctrinales y sus orientaciones pastorales. Esta unidad se manifiesta, además, en el reconocimiento de la legítima pluralidad de las diversas formas asociadas de los laicos, y en la disponibilidad a una leal y recíproca colaboración.
Si somos cristianos verdaderos, siendo a veces muy distintos por tantos motivos, estaremos comprometidos en llevar a Dios la sociedad en la que vivimos y de la que somos parte, iluminando nuestra conducta con la luz de la doctrina social de la Iglesia, lo que nos llevará a preocuparnos de la dignidad integral del hombre, y promoviendo unas condiciones más justas y fraternas en el medio en el que nos movemos.
Si tenemos en el corazón a Cristo, ¡qué fácil será aceptar modos de ser y de actuar bien diferentes a los nuestros! ¡Cómo nos alegraremos de que el Señor sea predicado de formas tan diversas! Esto es lo que realmente importa: que Cristo sea conocido y amado.
La Buena Nueva ha de llegar a todos los rincones de la tierra. Y para esta tarea, el Señor cuenta con la colaboración de todos: hombres y mujeres, sacerdotes y laicos, jóvenes y ancianos, solteros, casados, religiosos.... asociados o no, según hayan sido llamados por Dios, con iniciativas que nacen de la riqueza de la inteligencia humana y del impulso siempre nuevo del Espíritu Santo.

— Toda circunstancia es buena para el apostolado.


Todo cristiano está llamado a extender el Reino de Cristo, y toda circunstancia es buena para llevarlo a cabo. “Dondequiera que Dios abre una puerta a la palabra para anunciar el misterio de Cristo a todos los hombres, confiada y constantemente hay que anunciar al Dios vivo y a Jesucristo, enviado por Él para salvar a todos”4. Ante la cobardía, la pereza o las múltiples excusas que pueden surgir, hemos de pensar que muchos recibirán la incomparable gracia de acercarse a Cristo a través de nuestra palabra, de nuestra alegría, de una vida ejemplar llena de normalidad. El apostolado con las personas entre las que Dios ha querido que transcurra nuestra vida no debe detenerse nunca: los modos y las formas pueden ser muy diversos, pero el fin es el mismo. ¡Qué caminos tan distintos escoge el Señor para atraer a las almas!
“Conservemos la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas”5. No podemos considerar las circunstancias adversas como un obstáculo para dar a conocer a Cristo, sino como medio muy valioso para extender su doctrina, como demostraron los primeros cristianos y tantos –también ahora– que han padecido a causa de la fe. San Pablo, desde su prisión en Roma, escribe de esta manera a los cristianos de Filipo: la mayor parte de los hermanos en el Señor, alentados por mis cadenas, se ha atrevido con más audacia a predicar sin miedo la palabra de Dios. Y aunque algunos predicaban por envidia, con falta de rectitud de intención, el Apóstol exclama: Pero ¡qué importa! Con tal de que en cualquier caso, ya sea por hipocresía o sinceramente, Cristo sea anunciado; de esto me alegro y me alegraré siempre6. Lo verdaderamente importante es que el mundo esté cada día un poco más cerca de Cristo. Y a esta tarea llama el Señor a todos, pero no de la misma manera, en una uniformidad que empobrecería el apostolado. No cabe inhibirse en este quehacer divino, ni tampoco cabe la mentalidad de “partido único”. Nunca la Iglesia trató de “uniformar” a los cristianos; por el contrario, consideró siempre como un tesoro la variedad de espiritualidades y de apostolados.
Aunque es bien cierto que el trabajo, los tiempos de descanso, la visita a un amigo, el deporte, pueden ser camino para llevar a Dios a esas personas, también lo han de ser las contradicciones de un ambiente abierta o solapadamente contrario a la fe. Esa puede ser una ocasión muy oportuna para ejercitarnos en la caridad, apreciando y tratando bien incluso a quienes no nos comprenden o nos tratan mal. San Policarpo, obispo y mártir, en su Carta a los Filipenses que hoy recoge la Liturgia de las Horas, les exhortaba a abstenerse “de la maldición y de los falsos testimonios, no devolviendo mal por mal, o insulto por insulto, ni golpe por golpe, ni maldición por maldición, sino recordando más bien aquellas palabras del Señor, que nos enseña: no juzguéis, y no os juzgarán; perdonad, y seréis perdonados; compadeced, y seréis compadecidos. La medida que uséis la usarán con vosotros. Y: dichosos los pobres y los perseguidos, porque de ellos es el reino de Dios”7. No reaccionaremos de modo adusto, no devolveremos mal por mal; la defensa, cuando sea oportuna, la llevaremos a cabo respetando a las personas. Y trataremos de enseñar, con todos los medios a nuestro alcance, que el motor que mueve nuestra vida es la caridad de Cristo. Todo apostolado llevado a cabo a la sombra de la Cruz es siempre fecundo.


— La caridad, vínculo de unión y fundamento del apostolado.

Sea cual fuere el modo apostólico al que el cristiano se sienta llamado y las circunstancias en las que haya de ejercerlo, la caridad ha de ir siempre por delante. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, había anunciado el Señor8.
Cuando San Pablo escribe a los cristianos de Tesalónica y les recuerda su estancia entre ellos, les dice: Como un padre a sus hijos –lo sabéis bien–, a cada uno os alentamos y consolamos, exhortándoos a que caminaseis de una manera digna ante Dios, que os llama a su Reino y a su gloria9A cada uno, escribe el Apóstol, pues no se limitó a predicar en la sinagoga o en otros lugares públicos, como solía hacer. Se ocupó de cada persona en particular; con el calor de la amistad supo dar a cada uno aliento y consuelo, y les enseñaba cómo debían comportarse. Así hemos de procurar hacer nosotros con aquellos con quienes compartimos el mismo lugar de trabajo, el mismo hogar, la misma clase..., la vecindad. Acercarnos primero con la caridad bien vivida, base de todo apostolado, apreciando de corazón a quienes nos rodean aunque al principio pueda resultar difícil el trato; sin permitir que defectos, aparentes o reales, nos separen de ellos. “La obra de la evangelización supone, en el evangelizador, un amor fraternal siempre creciente hacia aquellos a los que evangeliza”10. En cada uno vemos a un hijo de Dios de valor infinito, y esto nos lleva a un aprecio sincero, que está por encima de los defectos, de los modos de ser...
Quienes hemos recibido el don de la fe sentimos la necesidad de comunicarla a los demás, haciéndoles partícipes del gran hallazgo de nuestra vida. Esta misión, como vemos frecuentemente en la vida de los primeros cristianos, no es competencia exclusiva de los pastores de almas, es tarea de todos, cada uno según sus peculiares circunstancias y la llamada que ha recibido del Señor. Examinemos hoy si la influencia cristiana que ejercemos a nuestro alrededor es la que espera el Señor. No olvidemos las consoladoras palabras de Jesús, que también leemos en el Evangelio de la Misa: Y cualquiera que os dé de beber un vaso de agua en mi nombre, porque sois de Cristo, en verdad os digo que no perderá su recompensa. ¿Qué nos tendrá preparado el Señor a nosotros si a lo largo de la vida hemos procurado que se acerquen a Él tantas almas?

1 Num 11, 25-29. — 2 Mc 9, 38-41. — 3 Juan Pablo II, Exhort. Apost. Christifideles laici, 30-XII-1988, 30. — 4 Conc. Vat. II, Decr. Ad gentes, 13. — 5 Pablo VI, Exhort. Apost. Evangelii nuntiandi, 8-XII-1975, 80. — 6 Flp1, 14-18. — 7 Liturgia de las Horas, Oficio de Lectura. Segunda lectura. — 8 Jn 13, 35. — 9 1 Tes 2, 11-12. — 10 Pablo VI, loc. cit., 79.
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Otro comentario: Rev. D. Valentí ALONSO i Roig (Barcelona, España)
No hay nadie que obre un milagro invocando mi nombre y que luego sea capaz de hablar mal de mí
Hoy, según el modelo del realizador de televisión más actual, contemplamos a Jesús poniendo gusanos y fuego allí donde debemos evitar ir: el infierno, «donde el gusano no muere y el fuego no se apaga» (Mc 9,48). Es una descripción del estado en el que puede quedar una persona cuando su vida no la ha llevado allí adonde quería ir. Podríamos compararlo al momento en que, conduciendo nuestro automóvil, tomamos una carretera por otra, pensando que vamos bien y vamos a parar a un lugar desconocido, sin saber dónde estamos y adónde no queríamos ir. Hay que evitar ir, sea como sea, aunque tengamos que desprendernos de cosas aparentemente irrenunciables: sin manos (cf. Mc 9,43), sin pies (cf. Mc 9,45), sin ojos (cf. Mc 9,47). Es necesario querer entrar en la vida o en el Reino de Dios, aunque sea sin algo de nosotros mismos.

Posiblemente, este Evangelio nos lleva a reflexionar para descubrir qué tenemos, por muy nuestro que sea, que no nos permite ir hacia Dios, —y todavía más— qué nos aleja de Él.

El mismo Jesús nos orienta para saber cuál es el pecado en el que nos hacen caer nuestras cosas (manos, pies y ojos). Jesús habla de los que escandalizan a los pequeños que creen en Él (cf. Mc 9,42). “Escandalizar” es alejar a alguien del Señor. Por lo tanto, valoremos en cada persona su proximidad con Jesús, la fe que tiene.

Jesús nos enseña que no hace falta ser de los Doce o de los discípulos más íntimos para estar con Él: «El que no está contra nosotros, está por nosotros» (Mc 9,40). Podemos entender que Jesús lo salva todo y “da gato por liebre”. Es una lección del Evangelio de hoy: hay muchos que están más cerca del Reino de Dios de lo que pensamos, porque hacen milagros en nombre de Jesús. Como confesó santa Teresita del Niño Jesús: «El Señor no me podrá premiar según mis obras (...). Pues bien, yo confío en que me premiará según las suyas».








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