sábado, 6 de octubre de 2012

Evangelio - Domingo XXVII Semana del Tiempo Ordinario


† Lectura del santo Evangelio según san Marcos 10, 2-16
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo se acercaron a Jesús unos fariseos y, para ponerlo a prueba, le preguntaron:
"¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?"
El les respondió:
"¿Qué les mandó Moisés?"
Ellos contestaron:
"Moisés permitió el divorcio mediante la entrega de un acta de divorcio a la mujer".
Jesús les dijo:
"Moisés les prescribió esa norma debido a su incapacidad para entender los planes de Dios. Pero desde el principio Dios los creó hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Por eso, lo que Dios unió, que no lo separe el hombre".
Ya en casa, los discípulos le volvieron a preguntar sobre el asunto. Jesús les dijo:
"Si uno se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera; y si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, también comete adulterio".
Después de esto, le presentaron a Jesús unos niños para que los tocara, pero los discípulos los regañaban. Al verlo, Jesús se disgustó y les dijo:
"Dejen que los niños se acerquen a mí; no se lo impidan, porque de ellos es el Reino de Dios. Les aseguro que el que no recibe el Reino de Dios como un niño, no entrará en él".
Y los abrazaba y los bendecía imponiéndoles las manos.
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.

† Meditación diaria

Vigésimo séptimo Domingo

ciclo b
LA SANTIDAD DEL MATRIMONIO

— Unidad e indisolubilidad original.

 Se encontraba Jesús en Judea, en la otra orilla del Jordán, rodeado de una gran multitud, que escuchaba atentamente sus enseñanzas1. Entonces –leemos en el Evangelio de la Misa2– se acercaron unos fariseos y para tentarle, para enfrentarlo con la Ley de Moisés, le preguntaron si es lícito al marido repudiar a su mujer. Moisés había permitido el divorcio condescendiendo con la dureza del antiguo pueblo. La condición de la mujer era entonces ignominiosa y prácticamente podía ser dejada a un lado por cualquier causa, siguiendo ligada al marido. Moisés estableció que el marido diera a la mujer despedida una carta de repudio, testificando que la despedía; así quedaba libre para casarse con quien quisiera3. Los Profetas ya censuraron el divorcio a la vuelta del exilio4.
Jesús declara en esta ocasión la indisolubilidad original del matrimonio, según lo instituyera Dios en el principio de la creación. Para ello, cita expresamente las palabras del Génesis que se leen en la Primera lectura5Pero en el principio de la creación los hizo Dios varón y hembra; por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne. Por tanto, lo que Dios ha unido no lo separe el hombre. De este modo, el Señor declara la unidad y la indisolubilidad del matrimonio tal y como había sido establecido en el principio. Resultó tan novedosa esta doctrina para los mismos discípulos que, una vez en casa, volvieron a preguntarle. Y el Maestro confirmó más expresamente lo que ya había enseñado. Y les dijo: Cualquiera que repudie a su mujer y se una con otra, comete adulterio contra aquella; y si la mujer repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio. Difícilmente se puede hablar con más nitidez. Sus palabras están llenas de una claridad deslumbradora. ¿Cómo es posible que un cristiano pueda cuestionar estas propiedades naturales del matrimonio y siga proclamando que imita y acompaña a Cristo?
Siguiendo al Maestro, la Iglesia reafirma con seguridad y firmeza “la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio; a cuantos, en nuestros días, consideran difícil o incluso imposible vincularse a una persona por toda la vida y a cuantos son arrastrados por una cultura que rechaza la indisolubilidad matrimonial y que se mofa abiertamente del compromiso de los esposos a la fidelidad, es necesario repetir el buen anuncio de la perennidad del amor conyugal que tiene en Cristo su fundamento y su fuerza (Ef 5, 25).
“Enraizada en la donación personal y total de los cónyuges y exigida por el bien de los hijos, la indisolubilidad del matrimonio halla su verdad última en el designio que Dios ha manifestado en su Revelación: Dios quiere y da la indisolubilidad del matrimonio como fruto, signo y exigencia del amor absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que el Señor Jesús vive hacia su Iglesia”6. Ese vínculo, que solo la muerte puede desatar, es imagen del que existe entre Cristo y su Cuerpo Místico.
La dignidad del matrimonio y su estabilidad, por su trascendencia en las familias, en los hijos, en la misma sociedad, es uno de los temas que más importa defender, y ayudar a que muchos lo comprendan. La salud moral de los pueblos –se ha repetido muchas veces– está ligada al buen estado del matrimonio. Cuando este se corrompe bien podemos afirmar que la sociedad está enferma, quizá gravemente enferma7. De aquí la urgencia que todos tenemos de rezar y velar por las familias. Los mismos escándalos que, desgraciadamente, se producen y se divulgan, pueden ser ocasión para dar buena doctrina y ahogar el mal en abundancia de bien8. “Hay dos puntos capitales en la vida de los pueblos: las leyes sobre el matrimonio y las leyes sobre la enseñanza; y ahí, los hijos de Dios tienen que estar firmes, luchar bien y con nobleza, por amor a todas las criaturas”9.

— Camino de santidad.

Al elevar Jesucristo el matrimonio a la dignidad de sacramento, introdujo en el mundo algo completamente nuevo. La transformación que obró en la institución meramente natural fue de tal importancia que la convirtió –como el agua en las bodas de Caná– en algo hasta ese momento insospechado. He aquí que hago todas las cosas nuevas10, dice el Señor. Desde entonces, desde el nacimiento del matrimonio cristiano, este sobrepasa el orden de las cosas naturales y se introduce en el orden de las cosas divinas. El matrimonio natural entre no cristianos está también lleno de grandeza y de dignidad, “pero el ideal propuesto por Cristo a los casados está infinitamente por encima de una meta de perfección humana y respecto del matrimonio natural se presenta como algo rigurosamente nuevo. Efectivamente: a través del matrimonio es la misma vida divina la que se comunica a los esposos, la que los sostiene en su obra de perfeccionamiento mutuo y la que tiene que animar, desde el momento del Bautismo, el alma de los hijos”11.
Quienes se casan inician juntos una vida nueva que han de andar en compañía de Dios. El Señor mismo los ha llamado para que vayan a Él por este camino, pues el matrimonio “es una auténtica vocación sobrenatural. Sacramento grande en Cristo y en la Iglesia, dice San Pablo (Ef 5, 32) (...), signo sagrado que santifica, acción de Jesús que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la tierra”12.
El Papa Juan Pablo I, hablando de la grandeza del matrimonio a un grupo de recién casados, les contaba una pequeña anécdota ocurrida en Francia. En el siglo pasado, un profesor insigne que enseñaba en la Sorbona, Federico Ozanam, era un hombre de prestigio y un buen católico. Lacordaire, su amigo, solía decir del profesor de la Sorbona: “¡Este hombre es tan bueno y tan estupendo que se ordenará como sacerdote, incluso llegará a ser un buen obispo!”. Pero Ozanam contrajo matrimonio. Entonces, Lacordaire, algo molesto, exclamó: “¡Pobre Ozanam! ¡También él ha caído en la trampa!”. Estas palabras llegaron hasta el Papa Pío IX, quien dijo con buen humor a Lacordaire cuando este le visitó unos años más tarde: “Yo siempre he oído decir que Jesús instituyó siete sacramentos: ahora viene usted, me revuelve las cartas en la mesa, y me dice que ha instituido seis sacramentos y una trampa. No, Padre, el matrimonio no es una trampa, ¡es un gran sacramento!”13. No olvidemos que lo primero que quiso santificar el Mesías fue un hogar. Y es precisamente en las familias alegres, generosas, que viven con sobriedad cristiana, donde nacen las vocaciones para la entrega plena a Dios en la virginidad o el celibato, que constituyen la corona de la Iglesia y la alegría de Dios en el mundo.
Estas vocaciones son un don que Dios otorga muchas veces a los padres que lo piden de corazón y con constancia: brillará en sus manos con un fulgor especial cuando un día se presenten ante Él y den cuenta de los bienes que les fueron dados para su custodia y administración.


— La familia, escuela de virtudes.

Dios preparó cuidadosamente la familia en la que iba a nacer su Hijo: José, de la casa y familia de David14, que haría el oficio de padre en la tierra, al igual que María, su Madre virginal. Quiso el Señor reflejar en su propia familia el modo en que habrían de nacer y crecer sus hijos: en el seno de una familia establemente constituida y rodeados de su protección y cariño.
Toda familia, que es “la célula vital de la sociedad”15 y en cierto modo de la misma Iglesia16, tiene una entidad sagrada Y merece la veneración y solicitud de sus miembros, de la sociedad civil y de la Iglesia entera. Santo Tomás llega a comparar la misión de los padres a la de los sacerdotes, pues mientras estos contribuyen al crecimiento sobrenatural del Pueblo de Dios mediante la administración de los sacramentos, la familia cristiana provee a la vez a la vida corporal y a la espiritual, “lo que se realiza en el sacramento del matrimonio, en el que el hombre y la mujer se unen para engendrar la prole y educarla en el culto a Dios”17. Mediante la colaboración generosa de los padres, Dios mismo “aumenta y enriquece su propia familia”18 multiplicando los miembros de su Iglesia y la gloria que de Ella recibe.
La familia tal y como Dios la ha querido es el lugar idóneo para que, con el amor y el buen ejemplo de los padres, de los hermanos y de los demás componentes del ámbito familiar, sea una verdadera “escuela de virtudes”19 donde los hijos se formen para ser buenos ciudadanos y buenos hijos de Dios. Es en medio de la familia que vive de cara a Dios donde cada uno encontrará su propia vocación, a la que el Señor le llama. “Admira la bondad de nuestro Padre Dios: ¿no te llena de gozo la certeza de que tu hogar, tu familia, tu país, que amas con locura, son materia de santidad?”20.

1 Mc 10, 1. — 2 Mc 10, 2-16. — 3 Cfr. J. Dheilly, Diccionario bíblico, Herder, Barcelona 1970, voz Divorcio. — 4 Cfr. Mal 2, 13-16. — 5 Gen 2, 18-24. — 6 Juan Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, 20. — 7 Cfr. F. J. Sheed, Sociedad y sensatez, Herder, Barcelona 1963, p. 125. — 8 Cfr. Rom 12, 21. — 9 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 104. — 10 Apoc 21, 5. — 11 J. Mª Martínez Doral, La santidad de la vida conyugal, en Scripta Theologica, Pamplona, IX-XII 1989, pp. 869-870. — 12 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 23. — 13 Cfr. Juan Pablo I, Alocución 13-IX-1978. — 14 Lc 2, 4. — 15 Conc. Vat. II, Decr.Apostolicam actuositatem, 11. — 16 Cfr. Juan Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, 3. — 17 Santo Tomás, Suma contra gentiles, IV, 58. — 18 Conc. Vat. II, Const. Gaudium et spes, 50. — 19 Juan Pablo II, Discurso 28-X-1979. — 20 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 689.
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Otro comentario: REDACCIÓN evangeli.net (elaborado a partir de textos de Benedicto XVI) (Città del Vaticano, Vaticano)


La atención pastoral de los divorciados vueltos a casar
Hoy, el Evangelio nos lleva considerar la realidad de los divorciados vueltos a casar como uno de los grandes sufrimientos de la Iglesia. Su situación (casado-divorciado-vuelto a casar) no alcanza a cumplir la misión del matrimonio canónico: ser imagen del "matrimonio" de "Cristo-Esposo" con la "Iglesia-Esposa". La mencionada situación irregular no es coherente con la recepción del mayor exponente de la unión esponsal: el sacramento del Cuerpo de Cristo.

La Iglesia ama a quienes se encuentran en esta situación. Las parroquias deben hacer todo lo posible para que ellos se sientan amados, aceptados, aunque no puedan recibir la absolución ni la Eucaristía. Incluso sin la recepción corporal del sacramento también pueden vivir plenamente en la Iglesia y pueden estar espiritualmente unidos a Cristo en su cuerpo. 

—Los divorciados vueltos a casar pueden ver en su sufrimiento un don para la Iglesia, porque sirve a todos también para defender la estabilidad del matrimonio. Este sufrimiento es también un sufrir de la comunidad de la Iglesia por los grandes valores de nuestra fe. 

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Otro comentario: Rev. D. Fernando PERALES i Madueño (Terrassa, Barcelona, España)

Lo que Dios unió, no lo separe el hombre
Hoy, los fariseos quieren poner a Jesús nuevamente en un compromiso planteándole la cuestión sobre el divorcio. Más que dar una respuesta definitiva, Jesús pregunta a sus interlocutores por lo que dice la Escritura y, sin criticar la Ley de Moisés, les hace comprender que es legítima, pero temporal: «Teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón escribió para vosotros este precepto» (Mc 10,5).

Jesús recuerda lo que dice el Libro del Génesis: «Al comienzo del mundo, Dios los creó hombre y mujer» (Mc 10,6, cf. Gn 1,27). Jesús habla de una unidad que será la Humanidad. El hombre dejará a sus padres y se unirá a su mujer, siendo uno con ella para formar la Humanidad. Esto supone una realidad nueva: Dos seres forman una unidad, no como una "asociación", sino como procreadores de Humanidad. La conclusión es evidente: «Lo que Dios unió, no lo separe el hombre» (Mc 10,9). 

Mientras tengamos del matrimonio una imagen de "asociación", la indisolubilidad resultará incomprensible. Si el matrimonio se reduce a intereses asociativos, se comprende que la disolución aparezca como legítima. Hablar entonces de matrimonio es un abuso de lenguaje, pues no es más que la asociación de dos solteros deseosos de hacer más agradable su existencia. Cuando el Señor habla de matrimonio está diciendo otra cosa. El Concilio Vaticano II nos recuerda: «Este vínculo sagrado, con miras al bien, ya de los cónyuges y su prole, ya de la sociedad, no depende del arbitrio humano. Dios mismo es el autor de un matrimonio que ha dotado de varios bienes y fines, todo lo cual es de una enorme trascendencia para la continuidad del género humano» (Gaudium et spes, n. 48).

De regreso a casa, los Apóstoles preguntan por las exigencias del matrimonio, y a continuación tiene lugar una escena cariñosa con los niños. Ambas escenas están relacionadas. La segunda enseñanza es como una parábola que explica cómo es posible el matrimonio. El Reino de Dios es para aquellos que se asemejan a un niño y aceptan construir algo nuevo. Lo mismo el matrimonio, si hemos captado bien lo que significa: dejar, unirse y devenir.

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Otro comentario: Cardenal José Ratzinger [Papa Benedicto XVI] 
Retiro predicado en el Vaticano, 1983 

“El que no acoge el reino de Dios como un niño, no entrará en él”

        Es asombroso comprobar la importancia que Jesús le atribuye a un niño, ante todos: “Yo os digo, si no os hacéis como niños, no entraréis en el reino de Dios" (Mt 18,3). Ser niño, no es para Jesús una etapa puramente pasajera de la vida del hombre, derivada de su destino biológico, y destinada a desaparecer totalmente. En la infancia, lo que es propio del hombre se realiza de tal manera, que aquel que perdió lo esencial de la infancia, se ha perdido a sí mismo.

        A partir de esto, y desde el punto de vista humano, podemos imaginar cualquier recuerdo feliz que Cristo guardaba de los días de su infancia, puesto que la infancia había sido para él una experiencia preciosa, una forma particularmente pura de humanidad.

        Por tanto de ahí, podremos aprender a respetar al niño que, desarmado, reclama nuestro amor.Pero esto plantea la siguiente cuestión: ¿cuál es exactamente la nota característica de la infancia, que Jesús considera como irreemplazable?... Hay que recordar en primer lugar, que el atributo esencial de Jesús, el que expresa su dignidad, es el de "Hijos"... La orientación de su vida, el motivo originario y el objetivo que lo modelaron, se expresan en una sola palabra: "Abba, Padre muy amado" (Mc 14,36; Ga 4,6).

        Jesús sabía que no estaba sólo y, hasta su último grito en la cruz, obedeció al que llamaba Padre, entregándose totalmente a él. Esto nos permite explicar que hasta el final, se hubiera negado a llamarse rey, o señor, o a atribuirse algún otro título de poder, pero que sí hubiera recurrido a un término que podríamos traducir por "hijo".







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