viernes, 12 de octubre de 2012

Evangelio - Viernes XXVII Semana del Tiempo Ordinario


Día litúrgico: Viernes XXVII del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Lc 11,15-26): En aquel tiempo, después de que Jesús hubo expulsado un demonio, algunos dijeron: «Por Beelzebul, Príncipe de los demonios, expulsa los demonios». Otros, para ponerle a prueba, le pedían una señal del cielo.
Pero Él, conociendo sus pensamientos, les dijo: «Todo reino dividido contra sí mismo queda asolado, y casa contra casa, cae. Si, pues, también Satanás está dividido contra sí mismo, ¿cómo va a subsistir su reino?, porque decís que yo expulso los demonios por Beelzebul. Si yo expulso los demonios por Beelzebul, ¿por quién los expulsan vuestros hijos? Por eso, ellos serán vuestros jueces. Pero si por el dedo de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios.
»Cuando uno fuerte y bien armado custodia su palacio, sus bienes están en seguro; pero si llega uno más fuerte que él y le vence, le quita las armas en las que estaba confiado y reparte sus despojos. El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama. Cuando el espíritu inmundo sale del hombre, anda vagando por lugares áridos, en busca de reposo; y, al no encontrarlo, dice: ‘Me volveré a mi casa, de donde salí’. Y al llegar la encuentra barrida y en orden. Entonces va y toma otros siete espíritus peores que él; entran y se instalan allí, y el final de aquel hombre viene a ser peor que el principio».

Comentario: Josep PAUSAS i Mas (Sant Feliu de Llobregat, España)

Algunos dijeron: 'Por Beelzebul, Príncipe de los demonios, expulsa los demonios'
Hoy contemplamos asombrados cómo Jesús es ridículamente “acusado” de expulsar demonios «por Beelzebul, Príncipe de los demonios» (Lc 11,15). Es difícil imaginar un bien más grande —echar, alejar de las almas al diablo, el instigador del mal— y, al mismo tiempo, escuchar la acusación más grave —hacerlo, precisamente, por el poder del propio diablo—. Es realmente una acusación gratuita, que manifiesta mucha ceguera y envidia por parte de los acusadores del Señor. También hoy día, sin darnos cuenta, eliminamos de raíz el derecho que tienen los otros a discrepar, a ser diferentes y tener sus propias posiciones contrarias e, incluso, opuestas a las nuestras.
Quien lo vive cerrado en un dogmatismo político, cultural o ideológico, fácilmente menosprecia al que discrepa, descalificando todo su proyecto y negándole competencia e, incluso, honestidad. Entonces, el adversario político o ideológico se convierte en enemigo personal. La confrontación degenera en insulto y agresividad. El clima de intolerancia y mutua exclusión violenta puede, entonces, conducirnos a la tentación de eliminar de alguna manera a quien se nos presenta como enemigo.
En este clima es fácil justificar cualquier atentado contra las personas, incluso, los asesinatos, si el muerto no es de los nuestros. ¡Cuántas personas sufren hoy con este ambiente de intolerancia y rechazo mutuo que frecuentemente se respira en las instituciones públicas, en los lugares de trabajo, en asambleas y confrontaciones políticas!
Entre todos hemos de crear unas condiciones y un clima de tolerancia, respeto mutuo y confrontación leal en el que sea posible ir encontrando caminos de diálogo. Y los cristianos, lejos de endurecer y sacralizar falsamente nuestras posiciones manipulando a Dios e identificándolo con nuestras propias posturas, hemos de seguir a este Jesús que —cuando sus discípulos pretendían que impidiera que otros expulsaran demonios en nombre de Él— los corrigió diciéndoles: «No se lo impidáis. Quien no está contra vosotros, está con vosotros» (Lc 9,50). Pues, «todo el coro innumerable de pastores se reduce al cuerpo de un solo Pastor» (San Agustín).
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Otro comentario: Pseudo-Macario, monje anónimo del siglo VI que se atribuian sus homilias a San Macario el Egipcio. 
Homilía 33; PG 34, 741-743 
«Su casa, somos nosotros» (Heb 3,6)

        El Señor entra en un alma fervorosa, hace de ella su trono de gloria, se asienta en ella y allí permanece... Esta mansión que habita su Señor es toda ella gracia, orden y belleza, así como el alma con quien y en quien el Señor permanece no es toda ella orden y belleza. Ella posee al Señor y todos sus tesoros espirituales. Él es el morador, es el jefe.

        Pero ¡que horrible es la mansión en la que el amo está ausente, en la que el Señor está lejos! Se deteriora, se hace ruinas, se llena de suciedad y desorden. Llega a ser, según una palabra del profeta, un escondrijo de serpientes y demonios (Is 34,14). La casa abandonada la llenan gatos, perros, desperdicios. Y ¡que desdichada es el alma que no puede levantarse de su caída funesta, que se deja arrastrar llegando a odiar a su esposo y arrancar de su pensamiento a Jesucristo!

        Pero cuando el Señor ve que se recoge, y día y noche busca a su Señor, le llama de tal manera invitándola: «Orad sin parar», entonces «Dios le hará justicia» (Lc 18, 1.7) –lo ha prometido- y la purificará de toda maldad. Será para él «una esposa sin mancha ni arruga» (Ef 5,27). Cree en su promesa; es verdad. Mira bien su tu alma ha encontrado la luz que iluminará sus pasos y el alimento y bebida verdaderas que son el Señor. ¿Todavía te faltan? Busca noche y día, las encontrarás.
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Otro comentario: REDACCIÓN evangeli.net (elaborado a partir de textos de Benedicto XVI) (Città del Vaticano, Vaticano)
El demonio es un "número"
Hoy Jesucristo nos habla del "adversario" de Dios. La bestia, el poder adverso, no lleva un nombre, sino un número: "666 es su número", dice el vidente en el "Apocalipsis". En una ocasión se presentó a sí mismo como "legión". Es un número y convierte a la persona en un número. 
¿Una señal? Si bien el demonio es "indemostrable", quienes han vivido el mundo de los campos de concentración saben a qué equivale eso: su horror se basa precisamente en que borra el rostro, en que cancela la historia, en que hace de los hombres números, piezas recambiables de una gran maquinaria. Uno es una función y nada más. Y, si sólo existen funciones, entonces el hombre no es tampoco nada más. Lo que no es función no es nada. La bestia es número y convierte en número.
—Señor, porque tienes un nombre y me das un nombre y me llamas por mi nombre, yo no soy para ti una función en una maquinaria cósmica. ¡Soy tu hijo! 




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